El joven que pasaba los veranos en un pueblo asturiano y ahora combate en la guerra saharaui: “Solo quiero una vida normal”

Gabriela Sánchez / Campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia)

18 de octubre de 2021 22:38 h

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Un ligero acento gallego o cierto deje extremeño suenan en la árida superficie del desierto del Sáhara Occidental. Entre las dunas donde se resguardan del fuego enemigo y los destartalados lanzacohetes preparados para alcanzar objetivos marroquíes, no es difícil escuchar a jóvenes soldados saharauis hablar en un correcto español. 

Su manejo del castellano y el cariño con el que describen algunos pueblos y ciudades españoles recuerdan que muchos de estos jóvenes soldados desplegados en los alrededores del muro marroquí son los mismos niños saharauis a los que cientos de familias de España han abierto sus casas en verano desde hace más de cuatro décadas para ayudarles a escapar por unos meses del asfixiante calor de la hamada argelina.

Sentado en el suelo frente a una pequeña tienda de baldas casi vacías, Annas Bashir toma el té que su amigo prepara con la misma paciencia que ha marcado la historia del pueblo saharaui. Después de combatir como voluntario durante un mes en la región militar número cuatro, el joven, de 22 años, aprovecha sus meses de “descanso” para ganar algo de dinero con el que ayudar a su padre, un militar recién jubilado, tras la reciente muerte de su madre. 

El joven pasó seis veranos en Asturias, en el marco del histórico programa Vacaciones en Paz, que busca dar un respiro de la vida del desierto a los niños saharauis. De todas las veces que viajó a España a través de este proyecto, cinco las pasó con la misma familia de un pequeño pueblo próximo a Gijón, de solo un centenar de habitantes. A su móvil llegan los mensajes de preocupación de su familia asturiana de acogida: “Siempre me llaman preguntándome cómo estoy, si estoy en la guerra o no”. En ese pequeño pueblo, logró desconectar de su vida diaria en la hamada argelina y conocer otra realidad muy diferente a la suya.

De niño, en el campamento de refugiados de Bojador, Annas Bashir apenas se hacía preguntas sobre el lugar donde vivía. No se planteaba por qué su casa estaba levantada en el desierto argelino, la razón por la que comía gracias a la ayuda internacional o por qué escuchaba tanto la palabra “guerra”. No conocía otra cosa. Esta era su vida. Esta era su normalidad. 

En el mercado del pequeño pueblo asturiano de Monte Moris, de un centenar de habitantes, Annas solía pararse a observar las escopetas o pistolas de juguete. El saharaui había crecido con las historias bélicas relatadas por padre y su abuelo, ambos combatientes en la contienda saharaui contra Marruecos, extendida desde 1975 hasta 1991. Su familia asturiana de acogida le decía que la guerra no era buena pero, en el lugar de donde provenía, la guerra era entendida como una de las pocas llaves para volver a casa. 

Pequeñas situaciones como estas hacían sentir diferente al niño saharaui. Annas no entendía nada, hasta que las preguntas empezaron a aparecer. 

Entender qué es ser refugiado

“De niño no sabes lo que está pasando. Crees que esto es tu país, no sabes nada. Luego empiezas, cuando creces, a ver las dificultades. La vida se pone dura y empiezas a pensar 'qué es esto'”, dice el saharaui, frente a una pequeña frutería con las estanterías vacías, construida con adobe en una superficie árida. “Empiezas a preguntarte qué es eso que se te dice de que esta no es tu tierra. Entiendes que eres un refugiado”. 

Esa vida del desierto no era la vida que le correspondía, pero él aún no conoce el que, dicen, es su verdadero lugar: el Sáhara Occidental, ocupado por Marruecos desde 1975, tras el abandono de España de su excolonia, a través de unos acuerdos considerados ilegales por la ONU. “Tienes una tierra y empiezas a conocer cuáles son las soluciones para estar en esa tierra. Qué es lo mejor para ti y para tu patria. Empiezas a aprender que estás en manos de Marruecos. Cuando empiezas a vivir la vida, ves las diferencias”. 

Mientras el sol esconde sus últimos rayos, el joven saharaui encadena reflexiones acumuladas en esos años de “despertar”. Las arroja una tras otra, como si hubiesen sido bloqueadas durante demasiado tiempo:  “¿Por qué no estudias bien como todos los jóvenes? ¿por qué no te alimentas bien? Se te empiezan a meter muchas cosas en la cabeza. Se empiezan a poner las cosas difíciles. Buscas cuál es el gran problema. Por qué estás teniendo esta vida”. 

Vomita pensamientos sin sacrificar el tono pausado que parece acompasar al ritual del té en el que su compañero se esmera en silencio durante la caída del sol. Ese desarraigo enraizado en los jóvenes saharauis, descrito al detalle por Annas, ha marcado la historia reciente del Sáhara Occidental. 

Desde hace casi una década, la mayoría de los jóvenes saharauis -quienes han nacido y crecido en medio del desierto con la esperanza de regresar a una tierra que nunca han pisado-, pedían al Frente Polisario retomar las armas ante el estancamiento del conflicto saharaui durante casi 30 años. Tras la firma del alto el fuego en 1991, se inició la vía diplomática, bajo el auspicio de Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental (MINURSO). Como su nombre indica, su objetivo era la organización de una consulta de autodeterminación que no llega. 

Los jóvenes pedían un cambio ante un statu quo que, a su juicio, solo beneficiaba a Marruecos. El Frente Polisario pidió durante años paciencia a sus jóvenes, hasta la llegada al poder de Brahim Gali. En noviembre de 2020, una protesta de refugiados saharauis en el paso de Guerguerat -importante punto para el transporte de mercancías internacional que conecta Marruecos con Mauritania- tensó la cuerda con las autoridades marroquíes. El Reino alauí dio la orden a sus militares de intervenir y disolver la protesta, una decisión que el Frente Polisario interpretó como la ruptura del alto el fuego y, el 13 de noviembre, llamó a su población a una guerra que su enemigo niega. 

La vuelta a las armas

La noche anterior al anuncio del regreso a las armas, Annas pasó horas hablando de la protesta de Guerguerat con sus amigos. “Una semana antes, cuando empezó la protesta, pensaba que no iba a cambiar nada, pero esa noche casi no pude dormir, dándole al coco”, recuerda el joven saharaui. Al despertar, abrió Facebook y entendió que iba en serio. Gali se preparaba para dar por roto el acuerdo de paz con Marruecos. “Fuimos todos a Rabuni -la capital administrativa de los campamentos de refugiados saharauis- porque decían que iban a anunciar que la guerra volvía. La gente ofrecía hasta sus coches para que se utilizasen en la contienda. Fue un día muy feliz”, recuerda. 

Si el tendero no había cursado antes los estudios militares es porque, en tiempos de paz, lo interpretaba como una pérdida de tiempo. Cuando llegó el anuncio oficial, cuando sus deseos se hicieron realidad, no tardó en presentarse voluntario. Después de estudiar durante tres meses en las escuelas militares, llegó el momento de prestar su servicio en el frente, durante el pasado mes de febrero. “El miedo siempre está conmigo. Amigos míos han resultado heridos y siento miedo. Pero, desde la escuela, los saharauis queremos volver a las armas y nada más”, explica Annas.

El veinteañero no pudo estudiar en Argel, como lo hicieron sus hermanas y la mayoría de adolescentes saharauis que pueden continuar sus estudios, debido a la falta de institutos en los campamentos de Tinduf. Annas decidió quedarse en casa, trabajando en distintas tiendas, para ayudar a su familia. “Aquí no puedo tener una vida normal. Aquí vives solo como un refugiado”, repite el joven saharaui, de camiseta negra y gafas de pasta.

¿Qué es una vida normal para él? “Una vida tranquila. Tenerlo todo en mi casa. Ducharme, cambiarme y tener todo en su sitio... No necesitar pedir nada a nadie”.