Melilla: “Buscarse la vida” en la ciudad de los niños
“Buscarse la vida” es, para los niños de la calle de Melilla, pedir un bocadillo, buscar un techo, conseguir ropa y encontrar la forma de llegar a Europa y no morir en el intento. En la ciudad costera hay entre 30 y 90 menores que deambulan mientras son carne de agresiones, abusos, enfermedades, peleas y consumo de pegamento. Oussama y Monsif tenían 17 años cuando murieron buscándose la vida, uno despeñado por la escollera del puerto y el otro en el agua. Hamza se ahogó cuando tenía 16.
La presencia de menores en la calle se ha normalizado bajo las siglas MENA (Menor Extranjero No Acompañado), que arrojan una capa de invisibilidad sobre lo que son: niños. Mientras el lenguaje los cosifica, una parte representativa de la población ha situado el foco en la supuesta inseguridad que generan. “Los niños roban”, “los niños te clavan un cuchillo a la mínima”, “ten cuidado con los niños”, son frases comunes.
Para el gobierno de Melilla solo hay dos alternativas: devolverlos a Marruecos o trasladarlos a centros de la Península. Reconocen la impotencia para resolver la cuestión porque la ciudad acoge a más niños de los que puede.
“Hay discrepancias entre lo que dice la ley, la ética y la moral y los recursos actuales”, explica Daniel Ventura, consejero de Asuntos Sociales. Entre los tres centros de menores de Melilla suman 280 plazas de acogida, pero en ellos –y particularmente en La Purísima– se hacinan en la actualidad unos 470 niños, a los que se suman varias decenas en la calle. El número de estos últimos varía según la fuente consultada y la temporada. También es frecuente verlos en Beni Enzar, la ciudad fronteriza del lado de Marruecos.
Ventura asegura que “jamás” se habían alcanzado estas cifras y cree que “no hay leyes que puedan abarcar la realidad de Melilla”. “Al haber muchos más niños no tenemos la capacidad para atender lo que la legislación nos marca”, insiste.“Por el bien de la ciudad y de los menores hay que bajar el número, y nos da igual si son repatriados o si los enviamos a otras comunidades. No estamos dispuestos a que esto se convierta en la ciudad de los niños”, añade.
“No queremos generar un efecto llamada”
Marruecos y España ratificaron en 2013 un convenio suscrito en 2007 para el “retorno concertado” de los menores, pero nunca se ha aplicado y las ONG expresan dudas sobre la capacidad del país africano para atender adecuadamente a esos niños.
Las veces que Marruecos ha movido ficha han dejado situaciones como la de primeros de julio, cuando dos chicos murieron en la provincia de Nador, limítrofe con la ciudad autónoma, y las autoridades decidieron enviar a los menores del otro lado de la frontera a centros de acogida en Tánger, según informó el propio consejero. Ventura, sin embargo, cree que Marruecos “nunca” ha tenido voluntad de “repatriar o atender a sus hijos”.
La ciudad también contempla la posibilidad de derivar a estos chicos a centros de la Península a través de convenios con las comunidades autónomas, pero aquí la solución choca con el temor que las autoridades airean cada poco tiempo: “No queremos generar un efecto llamada”. “Melilla tiene 12 kilómetros cuadrados y no vamos a convertirla en la ciudad de los niños”, repite el consejero.
A ello se suma una derivada del problema del hacinamiento en los centros: ante esas condiciones, una parte de los niños prefiere vivir en la calle. En abril, el propio Ventura declaró que “realizar redadas es contraproducente, porque masifica a centros como la Purísima”.
Agresiones, abusos sexuales y chantajes
La supuesta falta de medios materiales y humanos la suplen a veces organizaciones con más voluntad que recursos. Harraga es una ONG que presta ayuda a los niños de la calle: les curan heridas y llagas, les prestan el teléfono para que consulten sus redes sociales, los visitan en sus refugios y los sacan de allí para jugar al fútbol o para cultivar un huerto.
El último informe que ha elaborado la organización, fruto de algo más de un año trabajando con los chavales, demuestra que están expuestos a una violencia sistemática.
Según relata la ONG, los menores no acompañados de Melilla no reciben información de su situación jurídica, no están empadronados, son devueltos irregularmente a Marruecos, sufren el estigma de los medios locales y de parte de la población, tienen dificultades para acceder a los servicios sanitarios y se han dado casos de abusos sexuales. Para todo ello, no hay condenas ni investigaciones conocidas abiertas.
Harraga no fue la única en alzar la voz. Tambiénn Save the Children emitió un informe en el que informaban de una agresión a un menor al que se le habría impedido formular denuncia. “Abdul no pudo denunciar no sólo porque no había traductor, sino porque para poder hacerlo tenía que tener autorización de su tutor legal, la Consejería de Bienestar Social de la Ciudad Autónoma, contratadora de los educadores que, presuntamente, le pegaron”. En febrero fue el Alto Comisionado de Naciones Unidas quien denunció que España les sometía a pruebas médicas de edad “indiscriminadamente”, lo que es ilegal.
En octubre del año pasado, dos policías nacionales fueron detenidos por los supuestos abusos cometidos contra un menor no acompañado a cambio de dinero y un teléfono móvil. En abril, la ONG Prodein difundió un vídeo en el que se observaba a dos policías locales pateando a un menor. La consejería de Seguridad Ciudadana informó de que abriría un expediente. Preguntada por el resultado, no ha emitido respuesta.
Mientras las distintas ONG exponen el problema, aseguran sufrir el rechazo de las autoridades y de parte de la población. Ventura critica no haber recibido propuestas concretas. “No pedimos humanidad, sino que se cumpla la ley”, reclama Sara Olcina, una de las autoras del texto de Harraga.
“Hemos utilizado todas las herramientas de denuncia y la frustración es no haber convencido”, lamenta José Palazón, que lleva décadas visibilizando los abusos que sufren estos niños. Al día siguiente de la presentación del informe, Ventura puso en duda su rigor y anunció que había dado instrucciones a los servicios jurídicos de la ciudad autónoma para que estudiaran cómo denunciar a Harraga.
La justificación de la violencia
Mientras el foco se pone en el supuesto peligro que generan, en sus peleas y en los robos que se les atribuyen, parte de la ciudad ha normalizado la estampa de niños que levantan un metro pidiendo comida, huyendo de la policía o durmiendo en chabolas.
En marzo, un grupo de encapuchados agredió premeditadamente a varios niños y la acción fue jaleada por algunos en las redes sociales. El 14 de julio, la Guardia Civil informó de la detención de un marroquí de 22 años acusado de maniatar, robar y rajar con dos cuchilladas la cara de un niño de 16 años.
Una persona de origen rifeño que regenta un modesto negocio junto al Puerto de Melilla (lugar habitual de los chicos) justificaba los golpes que él y otros dos testigos decían haber presenciado por parte de los agentes policiales a los menores: “La policía hace su trabajo. Algo hay que hacer con ellos. No pueden hacer lo que quieran. Y eso que son de los míos…”.
“Viven en la calle porque quieren”
Si se pregunta por qué un niño prefiere dormir al raso a hacerlo bajo techo, la respuesta popular coincide con la de las instituciones. “Esos niños vienen para buscar algo mejor, pero no tienen normas o valores establecidos, y es muy complicado que acepten estar en un centro cumpliendo normas y horarios”, responde Ventura. “Están en la calle porque quieren, porque en el centro les dan de todo. Lo que pasa es que no quieren normas”, explica simétricamente un camarero del centro de la ciudad cuando aparece uno de esos niños.
Para Rosa García, hay algo más. “Los chavales no están dispuestos a aguantar dos años bloqueados en Melilla y se la juegan”, explicaba a eldiario.es poco después del último ahogamiento de un menor. Según Harraga, muchos de ellos no reciben el permiso de residencia temporal que contempla la ley cuando cumplen los 18 años y quedan entonces en el limbo. Con esa perspectiva, prefieren adelantar el momento para cruzar el Mediterráneo como polizones.
“Yo me busco la vida, hermano”, dicen entonces. Pueden morir ahogados o despeñados. Otras veces es sólo un brazo partido, una pierna o un golpe en la cabeza, como el que dejó a Mohamed un mes en coma y luego lo suficientemente aturdido para no saber muy bien de dónde venía.
El día antes de cumplir 18 años, Abdel (nombre ficticio) merodea por la verja del CETI de Melilla con un enfado por desesperación. “Llevo un año y medio sin bajas [en el centro de menores La Purísima] y no me dan los papeles. Dicen que no me pueden ayudar ni acompañar a la Consejería. ¿Me están vacilando? Todo pasa pero nada se olvida”, protesta, mientras espera que a través de la valla le den algo con lo que romper el ayuno.
Al día siguiente Abdel será expulsado del centro donde hasta ahora duerme y pasará a la ilegalidad. Dormirá en la calle y será otro más de las decenas de chavales que se buscan la vida en el puerto, en chabolas, o en casas abandonadas de Melilla.