De reclutador de las pandillas a vivir escondido de ellas: “Estar en la Mara te da poder”
Nadie abandona jamás a la Mara. “O me salía y sabía que la pandilla me iba a estar buscando para matarme. O me quedaba y cualquier día cometía un error que me costara la vida”, cuenta Jesús, un expandillero que ahora vive escondido en un retiro de la Iglesia. La única alternativa para salvar su vida, la de un marero, que de lo contrario casi nunca supera la veintena sin morirse de un disparo.
Fue el 26 de octubre de 2010, recuerda con precisión, cuando decidió entrar al Barrio 18. “En mi calle habían matado a cinco muchachos, uno crea rencor. Junto a otro niño pensamos que necesitábamos un arma para no ser los siguientes que matasen”, cuenta sobre los motivos de su ingreso con apenas 10 años. “Si ustedes aceptan está bien, pero una vez dentro, ya no pueden salirse”, fue la advertencia que recibieron desde el primer momento por parte de “uno de los hommies (pandilleros) ya tatuados con su nombre y apellido”, como se identifica a los líderes.
“Primero tiraba esquina (vigilaba), luego a vender drogas, cocaína, crack, marihuana. En 2014 se puso de moda la extorsión. Íbamos a empresas, entrábamos a las oficinas con las trampas (pistolas) y les poníamos una tarifa al mes”, relata sobre un delito por el que todavía tiene pendiente una sentencia.
¿Cuándo quisiste abandonar?
Cuando estuve en la cárcel. Ahí me di cuenta de que todo el mundo es igual, afuera tienes tu respeto. Estar en la Mara te da poder, y el poder es algo que a uno lo engrandece.
¿Ese respeto se gana matando?
No siempre eres necesario para matar. Sí hay que matar porque el grupo lo demanda. Otros ya han descuartizado y uno, no. Uno coge cariño a los otros niños y cuando los matan, le crece el rencor.
¿Y para qué eras tú necesario?
La gente venía a mí a hablarme y les contaba lo bueno de estar en la familia (mara), nunca de lo que iban a sufrir –asegura el expandillero sobre el reclutamiento de niños que empieza desde los diez años.
Jesús perdió a su familia y a su hijo pese a haber abandonado a 'la 18'. “No puedo ponerlo en riesgo de que venga a visitarme para que lo maten”, explica. Ni siquiera puede utilizar teléfono móvil, como el resto de los 80 jóvenes en el Proyecto Victoria, una de las pocas iniciativas para reinserción de expandilleros. Tampoco utilizan su nombre real entre ellos: los estrictos protocolos para velar por su seguridad. “Dios te ama” o “Cree en el Señor Jesucristo y serás salvo” se lee en algunas de las coloridas casitas que se esparcen por la colina. Un campamento en medio de la nada para evitar que sean localizados.
Honduras reduce los homicidios, pero no la violencia
Nadie se escapa de los tentáculos de las maras. Hasta en el centro de Tegucigalpa llegan a cobrar impuestos y amenazar. En los barrios, el control se aplica a base de terror. Junto a una patrulla policial de la capitalina colonia San Miguel entramos a una 'casa loca'. Varios agentes con fusiles de asalto y chaleco antibalas revisan las esquinas en ruinas. En sus paredes todavía se ven pintadas de la MS (Mara Salvatrucha), un par de colchones, ropa desgarrada... “Aquí es donde torturan a sus víctimas o venden la droga”, afirma el policía al mando.
Honduras ha bajado de más de 90 homicidios a 42 por cada 100.000 habitantes en los últimos cuatro años. Ciudades como Tegucigalpa han pasado del cuatro al puesto 36 de las urbes más peligrosas del mundo. El traslado de 755 pandilleros a cárceles de máxima seguridad, la depuración de 4.500 policías corruptos, la modernización del código penal o el trabajo conjunto con las comunidades ha permitido desarticular a las grandes estructuras criminales.
“Hemos detenido a los principales líderes de las pandillas, pero sabemos que surgen nuevos”, considera a este diario el comisionado de la Policía, Jair Meza, sobre la fragmentación de la delincuencia y la diversificación del crimen, y añade: “Ahora se dedican más a la extorsión porque tienen menos peligrosidad de ser atrapados”.
La intimidación, forma de control pandillero
Los pandilleros mantienen ahora un perfil bajo para salvar su negocio. Ya no marcan su territorio con grafitis, como se puede comprobar al subir por los cerros, pero ejercen la misma intimidación entre la población. A Johan* lo obligaron a ser su barbero particular durante meses. Hace medio año montó una peluquería junto a su primo, ambos de 19 años. “Al principio llegaban los pandilleros a cortarse el pelo y pagaban. Luego decidieron cobrarnos la renta (extorsión), 400 lempiras (unos 15 euros) al mes”, relata. Hasta que un día lo fueron a buscar para llevarlo a una de esas ‘casas locas’.
“Pensé que era para la renta, como siempre, pero una vez allí entendí que no. Pensé que me iban a matar, pero me dijeron que les tenía que cortar el pelo, que ya no podían bajar a mi tienda por el riesgo a otras bandas –apunta–. No podía decirles que no. Si uno no hace lo que ellos quieren, siempre toman la violencia”. Le exigieron que cada viernes se programara para dedicarles todo el día a ellos.
En una ocasión, mientras les cortaba el pelo empezó una balacera con la policía. “El muchacho que le estaba cortando sacó su arma y se levantó con la capa puesta. Yo me tuve que esconder hasta que pude escapar”, recuerda. Ese mismo día lo llamaron para terminar los cortes ya de noche: “Con una mano sostenía el celular con la linterna y cortaba con la otra. Sudaba, temblaba porque me fuese a equivocar y se enojasen. Que me matasen por eso. Tuve mucho miedo”.
A partir del incidente decidió con su primo cerrar la barbería y ahora vive escondido. “Me llamaban a menudo para cortarles el pelo y les decía que ahora trabajaba de albañil. Me iban a buscar a la casa y mi familia les decía que no estaba. Ni podía salir de mi cuarto”, asegura sobre una amenaza que puede costarle la vida: “Cualquier día vienen a matarme”. Desde entonces ambos salen contadas veces a la calle y siempre con su abuela. “Si van con una persona mayor no les van a hacer nada”, confía la mujer de 72 años.
“Hasta a la Policía le tengo miedo. Hace unos días estaba un grupo de jóvenes del barrio, llegaron los agentes y les puso unos chalecos para meterlos presos. Los chavos (muchachos) eran trabajadores, se equivocan”, cuenta sobre la presión policial en los sectores de influencia pandillera.
Ante ese temor, la única solución es huir a Estados Unidos. “Sólo queremos trabajar tranquilos, hacer nuestro dinero para ayudar a la familia”, justifica Johan. Este jueves inician su viaje con lo poco que ahorraron malvendiendo todos los utensilios de la barbería. Su intención es unirse a alguna de las caravanas para tener algo de seguridad en su peligroso trayecto.
–¿Habíais pensado antes en migrar?
–En Honduras todo el mundo piensa en irse. A cada uno le llega su momento cuando ya no puede soportarlo más.