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Las torturas a inmigrantes y refugiados no se castigan en Grecia

Agentes de policías griegos vigilan a un grupo de inmigrantes durante una redada para comprobar sus identificaciones en Atenas, Grecia/ Efe

Clara Palma Hermann

Atenas —

“El guardacostas cogió una bolsa de plástico y me la puso en la cabeza. Con una mano, me la apretó con fuerza alrededor de la garganta. No podía respirar. Repitieron este procedimiento tres veces, y tres veces me hicieron las mismas preguntas. Después, uno de los guardacostas hizo un gesto con la mano: ”Basta“. Aunque no lo parezca, los hechos descritos por A., un demandante de asilo marroquí, tuvieron lugar, según su testimonio, dentro de la Unión Europea.

Más concretamente -denunció después la ONG alemana Pro-Asyl- el maltrato habría ocurrido entre las islas griegas de Oinuses y Quíos, cerca de Turquía, en la cubierta de uno de los barcos de guardacostas griegos que patrullan el Egeo. Era verano de 2007 y acababan de subir a bordo a una lancha con 48 refugiados. A. no fue el único que afirmó haber sido sometido a malos tratos, pero sí el que logró que sus presuntos torturadores -que este mes, finalmente, han sido absueltos- fueran condenados en primera instancia, un hecho cuanto menos infrecuente.

“Denuncio lo que ocurrió porque no quiero que otra persona sufra lo mismo. No me importa si van a la cárcel, o si pierden su trabajo. Lo que tiene importancia es que entiendan que cometieron un error, y que no se lo hagan a otras personas”, declaró la víctima en 2013, cuando finalmente se celebró el juicio. Una abogada local había pasado información sobre el caso al Centro de Rehabilitación de Víctimas de la Tortura, en Atenas, uno de cuyos letrados visitó la isla junto con representantes de la ONG alemana Pro-Asyl. El “incidente de Quíos” fue documentado con certificados médicos e incluido en un demoledor informe.

“Esto desencadenó una investigación interna, muy vaga, sobre todos los incidentes de este tipo en años recientes. Nadie fue llamado a testificar, y no hubo ningún resultado. Participaron sólo autoridades locales, que dijeron: 'todo está en orden'”, explica Vasilis Papadópulos, uno de los miembros de Omada Dikigoron, un grupo de abogados especializado en defender de manera gratuita a refugiados.

Una copia de esta investigación llegó sin embargo al fiscal de la Corte Naval del Pireo, que empezó a hacer averiguaciones y un año después convocó a los implicados. Según el testimonio de A., durante dos horas le aplicaron la tortura conocida como el “submarino”, tanto mojado -en un balde de agua-, como seco -con una bolsa de plástico-. Le preguntaban datos sobre la embarcación en la que llegaron, pero en realidad, cree él, se trataba de amedrentarles a todos para que no hablaran. Además, le pusieron una pistola en la cabeza y apretaron el gatillo varias veces, diciéndole: “Te vamos a matar”.

Esta versión la corroboró también un refugiado iraquí -al que llamaremos B- que vino a declarar desde Noruega, donde entretanto había obtenido asilo político. Aparte de presenciar el submarino, B. también había denunciado haber recibido él mismo potentes descargas eléctricas con un táser en una pierna que tenía herida a consecuencia de un atentado en su país natal, donde ejercía como periodista.

Otros dos refugiados, al menos, habrían sido sometidos al submarino, y más de la mitad del grupo había afirmado, en declaraciones prestadas a los abogados que habían investigado inicialmente los hechos, haber presenciado parte de la práctica. Sin embargo, pasados los años, los intentos de contactar con cualquiera de los testigos, ahora desperdigados por Europa, se revelaron infructuosos.

Los dos guardacostas que fueron identificados y contra los que siguió adelante el proceso negaron siempre todas las acusaciones. En declaraciones a los medios, fuentes del cuerpo advirtieron que en caso de probarse éstas, habría “tolerancia cero”, y que en cualquier caso todas las denuncias de malos tratos eran sometidas a una investigación disciplinaria interna. No obstante, en muchos casos, comentaron, “algunos de los inmigrantes, con el fin de obtener un tratamiento favorable por parte del país al que quieren llegar, y para asegurarse el asilo político, son adiestrados por los traficantes para lanzar acusaciones falsas contra los guardacostas”.

En cualquier caso, el 25 de noviembre de 2013, la Corte Naval del Pireo condenó a dos de los guardacostas a 6 y 3 años de prisión, por actos de tortura el primero, y por complicidad el segundo. “Esta primera decisión fue equilibrada,” concede Papadópulos, el abogado de A.

“Quedaron exentos de las torturas al iraquí, porque no estaba seguro de poder identificar a los culpables”. Además, durante el mes que había estado detenido, no se le hizo un informe médico de las secuelas, por lo que éstas no quedaron probadas. Sea como fuere, la sentencia condenatoria fue saludada por diversas organizaciones de derechos humanos.

Pero los guardacostas recurrieron, y el mes pasado se celebró una segunda vista que se cerró con la absolución por falta de pruebas. Como testigos comparecieron únicamente otros siete guardacostas presentes el día de los hechos, que declararon que la jornada se desarrolló con total normalidad. A. vino para declarar desde Marruecos, donde había vuelto con un programa de repatriación voluntaria tras pasar siete años atrapado en Grecia, donde había perdido su trabajo a causa de la crisis.

Según Papadópulos, la fiscalía argumentó que para aplicar torturas como el submarino hace falta entrenamiento, y que los acusados negaron tener ningún conocimiento previo de estas técnicas. “Dijeron que era un caso extraordinario, el único de submarino [documentado en Europa]”, concede, aventurando, a título personal, la hipótesis de que los guardacostas hubieran aprendido esta técnica de militares extranjeros con los que hubieran estado en contacto.

Por lo demás, la fiscalía acusó indirectamente a la víctima de haber “enfadado” a los guardacostas, mencionando incluso una conspiración para dañar la imagen de Grecia, de la que el infortunado A. sería un peón. El resultado: ambos guardacostas fueron absueltos por completo.

“Las autoridades no han hecho ningún intento de llamar como testigos a los abogados que habían hablado con las víctimas, o de identificar el barco (…) a pesar de que las víctimas habían dado su matrícula”, denunció Amnistía Internacional en un comunicado, en el que emplaza a la toma de medidas como “la creación de un mecanismo de denuncia realmente independiente y efectivo contra la arbitrariedad policial, así como la armonización de las definición de tortura del Código Penal con la del derecho internacional”.

El Ministerio de Marina, por su parte, ha evitado cualquier declaración con respecto a la sentencia. Los dos agentes trabajan ahora en el servicio central de la Guardia Costera; uno de ellos, según ha podido saber este diario, en el centro de Búsqueda y Rescate del Ministerio en cuestión.

Una gota en el mar

Durante años, diversas organizaciones de derechos humanos han registrado cientos de acusaciones de maltrato, e incluso de tortura, perpetrado por policía y guardacostas durante las detenciones de personas migrantes o refugiadas. Como denuncia Human Rights Watch, muchos de estos casos se han producido durante operaciones sistemáticas de identificación -como la Zeus Hospitalario, lanzada en verano de 2012 por el Ministerio del Interior- o en el momento de ejecutar pushbacks, las devoluciones ilegales, en caliente, por la frontera marítima y terrestre, que las autoridades griegas no reconocen pero que han sido ampliamente documentadas.

El mes pasado, el Comité contra la Tortura del Consejo de Europa publicó un informe elaborado tras visitar 24 comisarías y centros fronterizos, 9 centros de detención y 7 prisiones, en el que denunciaba no sólo condiciones “totalmente inaceptables”, sino también “alegaciones consistentes y coherentes de maltrato físico por parte de los agentes”. Estas agresiones son descritas como “patadas, puñetazos y golpes con porras o con tubos de metal”. Además, salieron a la luz casos sangrantes, como el de una mujer que había permanecido durante cuatro meses en el sótano de una comisaría, en una celda de 5 metros cuadrados, compartida con ratas y cucarachas.

Otro de los pocos casos que en los últimos años lograron llegar a juicio fue el de un ciudadano turco, refugiado político, que estando detenido en Creta en 2001, fue violado y maltratado por varios guardacostas. El 17 de enero de 2012, la Corte Europea de Derechos Humanos condenó a Grecia a pagarle 50.000 euros por violar el Artículo 3 de prohibición de la tortura.

Además, estableció que el sistema griego había fracasado a la hora de abrir una investigación interna y de comenzar un procedimiento contra el agente, que no fue acusado de tortura: la violación, efectuada con la porra, no solamente no es recogida como tal por la ley griega, sino que fue registrada como un puñetazo en los documentos internos. Además, la víctima no había sido informada correctamente de los procedimientos, por lo que le había resultado imposible ejercer sus derechos. Finalmente, uno de los agresores fue sentenciado a tres años de cárcel, rebajados a seis meses o al pago de una multa.

“Para los jueces es muy difícil condenar a los guardacostas, un cuerpo de naturaleza dividida entre las tareas policiales y la estructura militar”, lamenta Vasilis Papadópulos, el abogado de Omada Dikigoron. Según explica, el problema sería de índole estructural y dataría de los tiempos del régimen militar que cayó en 1974. “El Estado griego no quiere molestar a la Policía. Desde la caída de la dictadura, no ha habido casi incidentes con el Ejército -porque son en su mayoría civiles que hacen el servicio militar obligatorio-, sino con las otras fuerzas de seguridad. El hecho de que finalmente sean absueltos, hace que estos incidentes se repitan.

Otro caso vinculado a la guardia costera que desató la indignación internacional fue el de Farmakónisi. En enero de este año, en las inmediaciones de ese islote del Egeo, 11 mujeres y 3 niños se ahogaron en circunstancias aún sin aclarar, cuando la barca en que viajaban era remolcada por los guardacostas (en una operación de rescate, según estos, en una expulsión ilegal, según aquellos). Las víctimas de la tragedia denunciaron negligencias, negación de auxilio y amenazas para mantener el silencio. En julio, el caso también fue sobreseído por falta de pruebas. Incluso el comisario de Derechos Humanos del Consejo de Europa, Nils Muižnieks, urgió a las autoridades griegas a depurar responsabilidades.

Ese mismo mes, un tribunal de Patras cerró el caso de las “fresas de sangre” de Manolada, que provocó denuncias similares por parte de amplios sectores de la sociedad civil, aun siendo los acusados particulares sin vínculos con el Estado. Cuatro agricultores dispararon contra 28 de los jornaleros que trabajaban sus tierras y que reclamaban el pago de sus salarios, hiriendo de gravedad a cuatro de ellos. El dueño de la explotación y uno de los capataces fueron absueltos, mientras que otros dos participantes fueron condenados a 14 y 7 años de prisión por daños físicos y tenencia ilegal de armas, y complicidad, aunque ambos han recurrido. A pesar de los intentos de reabrir el caso, la Corte Suprema estimó que no había base legal para ello, en lo que fue tildado de “escándalo racista”.

Doble rasero

Estas absoluciones contrastan las graves penas que pide la fiscalía en casos como los de los “65 de Amigdaleza”, un grupo de inmigrantes que protagonizó un motín en agosto en el centro de detención del mismo nombre. En un juicio que, según han denunciado la organización KERFAA (“Unidos contra el Racismo y la Amenaza Fascista”), prosigue aún en ausencia de los intérpretes indispensables, se les acusa -en realidad se trata de unos 25, en prisión preventiva desde entonces, ya que el resto han sido deportados- de destrucción de la propiedad, intento de fuga con violencia y daños físicos graves a una decena de policías, contra los que lanzaron piedras.

Según diversas fuentes, entre los motivos que propiciaron la revuelta estaba el anuncio de que el periodo de detención máximo se extendía de 12 a 18 meses y las insoportables condiciones en el interior de los habitáculos de plástico sin ventilación -que en agosto alcanzaban los 50 grados-. La revuelta fue duramente sofocada por los antidisturbios, que utilizaron gases lacrimógenos dentro del recinto y, según los testigos, apalearon indiscriminadamente a los detenidos, realizando algunos además saludos fascistas.

El 16 de noviembre, los detenidos de Amigdaleza iniciaron una huelga de hambre, tras la muerte de un joven afgano por falta de atención médica, denunciando además casos de brutalidad policial sin precedentes y de personas encerradas durante más de los 18 meses previstos por la ley.

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