La embarcación que les llevaba desde Turquía a Lesbos se llenaba de agua, el resto de personas a bordo no sabía nadar y Yusra reaccionó. Fue la primera vez que la natación salvó su vida, y la de los otros veinte refugiados que, como ella, intentaban cruzar el Egeo para pedir asilo en Europa. La adolescente siria Yusra Mardini, que apenas tres años antes había representado a su país en los mundiales de natación de 2012, saltó al mar y empujó la balsa hacia la costa griega.
Hoy vive y entrena en Alemania, donde hace poco le comunicaron que había sido seleccionada para formar parte del primer Equipo de Atletas Refugiados en las Olimpiadas de Río 2016. Era la segunda vez que la natación le devolvía la vida: “Quiero representar a todos los refugiados del mundo porque me gustaría enseñar que después del dolor y de la tormenta siempre llegan días tranquilos. No quiero que nadie frene sus sueños, aunque sean imposibles”, cuenta Yusra.
Dos nadadores sirios, dos judocas de la República Democrática del Congo y siete corredores de Etiopía, Somalia y Sudán del Sur, conformarán el equipo. No representaran países, nacionalidades, ni banderas, aunque sí portaran en su nombre las historias de los más de 59 millones de refugiados, desplazados internos y solicitantes de asilo que hay actualmente en el mundo, según las últimas cifras. “La iniciativa del Comité Olímpico Internacional de enviar un equipo de refugiados a los Juegos de Río no tiene precedentes y lanza un mensaje claro de apoyo y esperanza para todos ellos”, celebra Acnur.
No puede parar quieto. A sus 36 años, Yonas Kinde terminó la última maratón de Alemania en apenas dos horas y 17 minutos. “Antes de saber que me habían seleccionado para el Equipo de Refugiados los JJOO entrenaba cada día, pero ahora que me lo han dicho, entreno al menos dos veces diarias”, explica.
Hace ya cinco años que Yonas huyó de su país, Etiopía. En Europa compagina su vida de atleta con la conducción de un taxi para poder ganarse la vida. “Para mi es imposible volver, es muy peligroso”, dice sobre la situación que se vive en su país.
La de los Juegos es una oportunidad que, espera, no solo afecte a su vida. “Yo pienso que esto va a difundir un mensaje muy positivo, de que los refugiados, especialmente los jóvenes, pueden sacar lo mejor de sí”, asegura Kinde.
A Yolande Mabika la separaron de sus padres cuando aún era una niña. Recuerda poco. Un helicóptero la rescató y la llevó a Kinshasa, la capital de su país, República del Congo, donde pasó a vivir en un centro para niños desplazados. Allí, descubrió el judo.
“A mi el judo nunca me ha dado dinero, pero me ha hecho fuerte el corazón”, afirma. Cuando competía, su entrenador le confiscó el pasaporte, limitaba su acceso a la comida y la encerraba si perdía. Era lo habitual en la dinámica de la alta competición en su país, hasta que dijo “basta”, y en 2013, durante el Campeonato Mundial de Judo en Brasil, huyó de todo aquello.
Desde entonces entrena en Río, en donde se prepara para competir este verano con su nuevo equipo, el de Refugiados. “Espero que mi historia pueda servir de ejemplo para otras personas y, quizás, mis padres lo vean y podamos volver a juntarnos”, dice Yolande.
Rami Anis empezó a nadar a los 14 años, siguiendo los pasos de su tío. Cuando los bombardeos en Alepo se hicieron más intensos sus padres le enviaron en avión a Turquía, a donde llegó casi con lo puesto. Dejó su casa, su familia y la piscina en la que había entrenado desde niño, y encontró en el Club Galatasaray su nuevo refugio.
Se centró en la natación como vía de escape a la crudeza de lo que le había tocado vivir, pero la frustración por no poder competir –Rami no tenía la nacionalidad turca– era constante. “Es como alguien que estudia, estudia y estudia, y luego no puede hacer el examen”, cuenta.
De Turquía huyó a Grecia en una barca inflable, y siguió su camino hacia el norte de Europa, donde consiguió encontrar asilo en Bélgica. Ahora nada con el entrenador olímpico Carine Verbauwen. “Hoy tengo una meta. Con la energía y la motivación que tengo espero obtener los mejores resultados”, dice con firmeza.
La vida de Rose Nathike cambió dos veces. La primera, cuando huyó de la guerra y el hambre de Sudán del Sur siendo una niña y se refugió en un campo de Kenia. La segunda, cuando hace apenas un año descubrió que era atleta. “Nunca había entrenado antes, era la primera vez que corría en una carrera, y quedé segunda”, dice aún sorprendida.
El atletismo ha llegado a su vida para quedarse. “Voy a representar a mi gente en Río y, quizás, si tengo éxito, puedo volver y organizar una carrera para promover la paz y conseguir unir a la gente”, explica ilusionada. Sabe que representar a “su gente” es también representar a todos los que, como ella, tuvieron que huir de sus casas y aún no pueden volver.
“Mi principal reto es superar las lesiones”, asegura. Los pies de Rose siguen dañados por todos los años en los que, como amateur, estuvo corriendo sin zapatillas de deporte. Ahora cuenta con un entrenador, equipo deportivo profesional y esperanza para “hacer historia” en Río.
“Voy a ganar una medalla”. Y no para de repetirlo. Sabe que lograr el primer puesto no sería solo sinónimo de éxito, sino también de oportunidades para mejorar su vida y la de su familia. “Si gano una medalla se la dedicaré a todos los refugiados del mundo”, asegura.
El día en que huyó de la guerra en la República Democrática del Congo, People Misenga tenía nueve años. Alguien le rescató ocho días después tras haber sobrevivido solo en medio del bosque, y le trasladaron a la capital, donde empezó a entrenar.
“Cuando eres pequeño, necesitas que tu familia te guíe, te diga qué tiene que hacer. Yo no tuve una familia a mi lado, así que el judo me ayudó a darme esa serenidad, disciplina y compromiso. Me ha dado todo”, explica. Tras conseguir el estatus de refugiado en Brasil, entrena junto con otros atletas de alta competición y se prepara para su próximo reto. “Quiero demostrar en los JJOO, que los refugiados también podemos hacer cosas importantes”, concluye.