Quimey Ramos se sentía disfrazada. Todos los días, llegaba a su trabajo, en una escuela primaria de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires, a dar clases de inglés a niños que no superan los doce años. Pero no se podía poner la ropa que quería.
Un día de diciembre de 2016, tras meses de decisión, de contárselo primero al director y después a otros profesores, dejó el disfraz en su casa. Ya no iba a salir más vestida de varón. Un poco de rímel, el cabello corto peinado para atrás con las gafas de sol y un babi. Así llegó. Quería hacerlo en el momento de la oración de la bandera, el inicio del día, pero no pudo porque llegó tarde. Estaba nerviosa.
“Mi conocimiento sobre la realidad trans y travesti era que era una situación de riesgo para mi statu quo. Sentía que se ponían en riesgo mis vínculos familiares y mi trabajo. Tenía miedo de las posibles denuncias de padres, compañeros. De las violencias”, dice Quimey casi dos años después.
Eran unos 30 alumnos los que estaban desayunando en el comedor y la escucharon. Primero, la vieron. Le preguntaron “por qué venía vestido así”. Aún nadie sabía que se llamaba Quimey, un nombre de raíz indígena que no tiene género.
—Bueno, chicas, chicos, ustedes me conocieron como el profe Tomás, pero yo ahora elijo ser la señorita Quimey. Porque, por suerte, esto es algo que se puede elegir, es una decisión. No la hago porque me sienta mal, al contrario. A mí, poder tomar esta decisión me hace muy feliz. Yo lo hago para ser feliz.
—¿Eso significa que sos puto [maricón]?— le dijo un alumno. La pregunta se repetiría muchas veces después.
—No, lo que ustedes nombran como 'puto' son aquellos chicos a los que les gustan otros chicos. No es lo mismo que ser trans. No soy una chica porque me gusten los chicos. Soy una chica porque me gusta ser una chica.
La Ley de Identidad de Género, sancionada el 9 de mayo de 2012 en Argentina, establece que todas las personas que lo deseen pueden “solicitar la rectificación registral del sexo, y el cambio de nombre de pila e imagen, cuando no coincidan con su identidad de género autopercibida”.
Desde mayo de 2012 hasta octubre de 2018, 7.213 personas se cambiaron el nombre y el género en el Documento Nacional de Identidad. Casi el 80% lo hizo pasando de género masculino a femenino, como esta profesora de primaria. 112 niños y niñas que no se sentían identificados con el género asignado al nacer pidieron y lograron, con autorización de sus tutores, la modificación del DNI.
Además de los números sobre los cambios del documento de identidad, no hay apenas información oficial sobre la vida de las personas trans en Argentina. El único informe que recoge los cambios en la calidad de vida de esta población en relación a la Ley de Identidad de Género es uno realizado en el año 2013 por la Fundación Huésped con ATTTA (Asociación de Travestis Transexuales y Transgéneros de Argentina).
En él, concluían que la ley “está generando un impacto notoriamente positivo en las condiciones y calidad de vida de estas personas”. Varios organismos reconocen la ausencia de datos oficiales sobre la situación de estas personas y han acordado realizar de forma conjunta la primera encuesta sobre la población trans en Argentina, pero aún no se ha elaborado.
Profesora en un colegio para menores trans
Quimey nació en La Plata, la capital de la provincia más poblada de Argentina. Tiene 23 años y en 2017, un año después de su transición, se quedó sin trabajo. Podía dar clases como suplente en las escuelas por haber ido durante muchos años a un instituto de inglés. Sin embargo, una circular de la gobernadora ordenó que todas las docentes suplentes que no estuvieran estudiando tenían que dejar su cargo, por lo que no pudo seguir dando clases de inglés a la escuela donde hizo su cambio público, donde le preguntaron “si era puto”, donde pudo explicar quién es realmente. Algunos padres rechazaron la idea, pero la aceptación del director de la escuela fue clave para ella.
Cuando Quimey se quedó sin trabajo, Marlene Wayar, una conocida activista trans, le dijo que había una vacante en la Secretaria Académica del Bachillerato Popular Trans Mocha Celis, una escuela de educación secundaria en la ciudad de Buenos Aires, a 70 kilómetros de donde vive la joven. Un espacio creado para que las personas trans y travestis puedan estudiar.
Aunque existan críticas hacia este colegio por considerar que corre el riesgo de formar un “gueto”, ellas no lo ven así. El sistema educativo formal en Argentina, defienden, las expulsa. Desde antes de la ley, y aún después, es difícil que a un niño o a una niña trans se le permita vestirse de forma diferente a la tradicionalmente reservada para el sexo que les fue asignado al nacer.
En este colegio de educación secundaria hay unos 100 estudiantes y no todos pertenecen al colectivo trans. Es una escuela reconocida por el Estado, pero no recibe dinero público. La financiación llega de la mano de docentes y directivos.
Al lado de una estación de trenes en un barrio de Buenos Aires hay una reja. En una pared está el cartel del Mocha Celis, pero no dice en qué piso del edificio está, tampoco hay un timbre. Es solo cuestión de esperar que alguien abra, preguntar por la escuela y subir a la quinta planta.
Un cartel en una puerta pide silencio. Un par de mesas, un sillón derruido y cuatro sillas forman el espacio común. Una pequeña ventana rectangular es la cafetería, donde una señora vende sándwiches de milanesa o tarta de chocolate, en un patio cerrado rodeado de puertas. A la derecha hay tres aulas: de primero, segundo y tercer año, donde se ven y escuchan lecciones y estudiantes.
Quimey –bermudas vaqueras, una camisa de flores, flequillo teñido de verde– llega desde La Plata. Ha cogido un bus y un metro, tarda dos horas. Lo hace tres veces por semana.
Las luchas sociales del país están en las paredes: la legalización del aborto, “No al FMI”, la exigencia de “justicia para Santiago Maldonado”, el sello de una organización que protege a los menores pobres que son hostigados por la Policía y un mensaje de Lohana Berkins, la activista trans argentina que ideó este espacio.
“Esto es un colegio. Pero no uno común. En otro colegio puede ser que te discriminen porque tenés una identidad disidente. Acá vos tenés un salón de clases donde compartís con un chico trans, una chica trans, un queer, bisexual. Es un colegio de inclusión”, dice Viviana, una mujer trans de 48 años. Este colegio tiene frases de Herman Hesse, de Gabriel García Márquez, de Lohana Berkins. Distribuyen preservativos gratis en el patio. Los estudiantes van de los 16 hasta pasados los 60 años.
El texto que trabaja hoy Quimey en su clase no es de inglés. Aquí imparte una asignatura de Sociales. Hoy hablan de patriarcado, del rol histórico de la mujer. Unos toman mate, otra lee su trabajo. Están sentados en círculo. Debaten con energía, aunque ya sea la última hora. Una alumna, de unos 40 años y extrabajadora sexual, habla del capitalismo.
“Genocidio”, dice Quimey.
—Si hay una población entera que solamente puede transitar la calle “libremente” en determinado horario y en determinado sector de la ciudad qué es eso si no un gueto. Y donde hay gueto es porque hay exterminio. Nosotras a nivel latinoamericano somos víctimas de un genocidio.
Las organizaciones que defienden los derechos LGTB (Lesbianas, Gays, Transexuales y Bisexuales) repiten ciertos números que les duelen: la esperanza de vida de una persona travesti o trans es de 35 años; una de cada cinco vio morir a una amiga.
Son pocos los datos sobre las muertes de personas trans. Mónica Astorga, monja de clausura, recopila fotos y recuerdos de las que ya no están junto al Archivo de la Memoria Trans Argentina. Recolecta información a través de grupos que integran personas trans y con las redes sociales y ha concluido que la esperanza de vida se ha disminuido en el último año. “Murieron chicas muy jovencitas”, asegura. En la mitad de los casos de mujeres trans muertas no se supo su edad.
La primera red de docentes trans del país
Con la visibilidad que tuvo el año pasado en los canales de televisión argentina cuando su historia de transición en el ciclo escolar se hizo pública, Quimey decidió pedir que todas las maestras y profesores trans que estuvieran viéndola contactaran con ella. Quería formar la primera red de docentes trans del país.
En la actualidad, ya la conforman unas 60 personas trans y travestis que están ejerciendo actualmente la docencia. La mayoría hizo su transición después de haber terminado los estudios. Pero saben que son más, porque constantemente van apareciendo nuevas. La última fue una profesora que da clases en un pueblo de 5.000 habitantes y aún no ha cambiado su DNI. No vio la necesidad, dice, ahí todo el mundo la conoce.
Hay otras, también, a las que esta red no llega: porque no se enteran, no tienen redes sociales o Internet, o aún no quieren vivir su identidad en el aula. Por eso Quimey insiste en que quiere “una escuela que no excluya”, en que “si no fueran expulsadas de tan pequeñas podrían seguir sus estudios” y sus posibilidades de acceder a un trabajo formal serían mayores.
Su objetivo, dice, es uno: salir de la soledad. “Todas y todos en nuestros territorios nos sentimos el primer o la primera docente. Y no es casual. Porque se sigue pensando que somos una minoría. Buscamos salir de esas soledades. Ver que hay muchos y muchas como una, pero absolutamente distinta”.