En el Atlas, a un centenar de kilómetros de Nador y Melilla, Sarah (nombre ficticio) lleva días en su casa familiar de Taourit. Echa la vista para atrás, se acuerda de las largas jornadas de trabajo en las fincas de Huelva, los meses de bloqueo, o aquel baño compartido por 16 mujeres en plena pandemia; y piensa que el esfuerzo no ha llegado a traducirse en el rendimiento económico esperado. Es una de las temporeras contratadas en origen que ha conseguido regresar a su país tras pasar meses atrapada en Huelva debido al cierre de fronteras, a pesar de la finalización de su campaña.
La jornalera relata a elDiario.es las duras jornadas de trabajo realizadas durante los primeros meses de pandemia, las “precarias” condiciones de alojamiento y el estrés ligado a no poder volver a su país. Los gastos ligados a la prolongación de su estancia en Huelva también impidieron que ahorrase las cantidades de otros años, a pesar de trabajar mañana y tarde por falta de mano de obra, asegura la temporera.
La pandemia cambió el ritmo de la jornada. Cuando Sarah llegó a España, en el mes de febrero, trabajaba solo dos horas diarias. “Este año la cosecha se retrasó y no había fruta para recoger”, explica. En marzo aterrizó otro grupo de jornaleras desde Marruecos, y comenzó la temporada más fuerte, con recogida mañana y tarde, que alcanzó las 11 horas laborales con un descanso de un par de horas para comer. “Fue tan duro… llegué a llorar. No hubo ni un día de descanso, todos los santos días trabajando. A la que acababa rendida, el jefe se la llevaba a descansar a casa y al día siguiente volvía a la rutina”.
Los empresarios onubenses añadieron al dinero pagado por hora (alrededor de 40 euros) y a las horas extraordinarias, un complemento de 400 euros adicionales mensuales, en compensación por el esfuerzo de remplazar a las compañeras que no consiguieron entrar desde Marruecos. Del contingente contratado en origen para trabajar en Huelva, solo llegó un 35% debido a la pandemia.
Sarah se queja de que “del salario final, el jefe nos reduce una especie de alquiler, y pagamos la luz, el agua y el gas”, detalla Sarah. Lleva tres temporadas en la misma finca porque, según explica, “tenemos la obligación de trabajar con el mismo propietario cuatro años y después ya podemos cambiar”. Los desperfectos de la vivienda durante la estancia se descuentan del salario final.
Algunos empresarios les cobran un cuota diaria. “No se trata de un alquiler, si no de un gasto de manutención”, mantiene Antonio Luis Martín ‘Curi’. Este empresario con catorce casas construidas en sus fincas les exige un 1,66 euros al día, “ahí entra todo, para gastos y desperfectos”. “Algo tienen que pagar porque si no los españoles se nos van a echar encima, y decirnos que los extranjeros están mejor que ellos, con condiciones mejores. Los españoles pagan casa, contribución, etc”, sostiene 'Curi' como defensa.
No fue fácil porque a medida que pasaban los días, algunas temporeras iban gastando el dinero ahorrado y no tenían nuevos ingresos. “No ha sido productivo en lo económico, no hemos ahorrado”, lamenta. En ese momento, dejaron de llevarlas en un autocar al pueblo para realizar la compra una vez por semana, y “venían hasta la finca con furgoneta a vendernos lo necesario, un poco más caro; pero mejor porque así no nos poníamos en peligro con el coronavirus”.
Durante el confinamiento se quedaron en las fincas. Después apenas salían. Cuando lo hacían tenían que avisar al jefe. Trabajaban separadas por nacionalidades. “Teníamos un poco de miedo, pero con tanto trabajo no nos parábamos a pensar mucho en la Covid”.
Llegó a su pueblo a finales de julio con 2.000 euros. “Gracias a Dios que el rey nos pagó todo, el barco, el bus, la comida…”. De hecho en los embarques en el puerto de Huelva se oían las aclamaciones de estas mujeres a Mohamed VI. “Me he traído a Marruecos lo mismo que el año pasado, que solo trabajé un mes y medio”, lamenta esta mujer de 35 años, divorciada y madre de cuatro hijos.
Duras condiciones en los campos de Huelva
“Trabajamos desde las seis hasta las 14 horas sin parar, con cinco minutos de descanso como mucho. Y por la tarde la misma cosa, empezamos a las 16 y terminamos a las 21 horas”, narra Sarah. Jornadas laborales de 15 horas.
Cuando enfermaban “nos llevan a la casa, nos dejan reposar y cuando nos reponemos volvemos a retomar la tarea”. Sarah se queja también de la vivienda “precaria”. “Es un módulo donde vivíamos ocho mujeres con mucho calor. Tenemos una cocina muy pequeña con una sola bombona de gas para ocho personas. El baño lo compartimos 16 trabajadoras, así que tocaba hacer cola”, describe.
La comodidad del alojamiento depende de los recursos de cada finca. Generalmente, en las pequeñas disponen de menos recursos y es donde se pueden encontrar los módulos prefabricados que se suelen utilizar en las obras de construcción inmóviles para acoger a los empleados temporalmente.
Los agricultores de la región defienden que les saldría más rentable construir que alquilar las viviendas prefabricadas cada año, pero que no obtienen los permiso para levantar casas en mitad del campo. En todo caso, la mayoría está de acuerdo con que no es incompatible con alquilar casas prefabricadas de mejor calidad.
Para hacer frente a este inconveniente, algunos propietarios se han integrado en asociaciones desde donde se garantiza un alojamiento con mayores prestaciones, como la residencia de Tariquejo financiada desde la Cooperativa Agraria Hortofrutícola de Cartaya.
Sarah resalta las “mejores” condiciones en las que han vivido y trabajado otras compañeras de faena, para responsabilizar al propietario de la empresa que la contrataba, de la que prefiere no señalar públicamente el nombre. “Mi hermana tenía una mejor situación”, indica.
A pesar de sus quejas, Sarah quiere volver a recoger fresa en España la próxima temporada: “Tengo una familia que mantener y en esta zona hay una crisis económica”. En la amplia lista de peticiones y deseos, pide a los empresarios españoles “que el salario sea un poco más elevado y que las condiciones de vida sean un poco mejores que hasta ahora”.
“La vida aquí -en Taourirt- es dura”, confiesa Sarah. Su exmarido reside en Meknes y también es un jornalero. Están divorciados pero no le pude pagar una pensión. Desde la separación se aloja con sus padres, una familia muy humilde. En la azotea, se ha construido un chamizo de ladrillo con techumbre de estaño a modo de habitación donde se refugia con sus hijos: “Por eso dejo a mi familia para trabajar en España”.
En Marruecos trabaja jornadas de doce horas, desde las 6 de la mañana a las 6 de la tarde en cafeterías y restaurantes por 30 dírhams (3 euros). “Es muy precario pero hago eso por mis niños. Sin empleo no puedes sacar adelante a tus niños… la comida, la ropa, etc”.
“No veíamos el momento de salir”
“Antes del coronavirus todo era ilusionante. Después nos quedamos bloqueadas, y hay mujeres que enfermaron, a alguna se le ha muerto el padre e incluso a una el hijo, sin poder regresar a casa”, lamenta Sarah, mientras dos de sus hijas corretean por la casa.
Esta temporada con el coronavirus y el cierre de fronteras, las 7.200 mujeres que habían llegado a Huelva pasaron cuatro meses bloqueadas, aunque la situación empeoró y los ánimos decayeron cuando terminó la campaña de recogida de frutos y no podían cruzar El Estrecho. “No veíamos el momento de salir”, exclama Sarah.
Hasta que finalmente la embajada de Marruecos en Madrid y la secretaría de Migraciones de España organizaron una repatriación especial para todo el contingente en seis barcos que salieron progresivamente del 18 al 29 de julio, con algo más de mil mujeres por viaje después de que la Junta de Andalucía le hubiera realizado las pruebas PCR y resultaron todas negativas.
“Hay mujeres que se desmayaron de la alegría cuando nos enteramos que íbamos a ser repatriadas”, recuerda. La mujer agradece el trato que recibieron esos dos meses, “se han portado muy bien todas las asociaciones y el responsable que estaba con nosotros”.
Se han podido reunir con sus familias en sus lugares de origen tras un largo viaje de barco desde el Puerto de Huelva hasta Tánger Med, y posteriormente varias horas de camino en autocar hasta sus localidades en diferentes partes del país.
Nada más poner un pie en Marruecos, Sarah celebró su llegada: “Estamos súper contentas de volver a casa pero este 2020 va a ser imposible olvidarlo por el mal trago que hemos pasado. ¡No lo voy a olvidar jamás! Hemos pasado penurias y tristezas pero que al final, gracias a Dios, nos reunimos con las familias”.