'Viktator' y la destrucción de los valores europeos
Hace unas semanas nuestras pantallas se vieron inundadas por imágenes contradictorias que llegaban desde Hungría: mientras que decenas de ciudadanos ofrecían comida y apoyo a aquellos refugiados que marchaban a pie hacia la frontera con Austria en dirección a pie hacia, un grupo de neo-nazis increpaba y lanzaba bombas de humo en la estación de tren de Budapest a un grupo de refugiados. Por no hablar de la tristemente famosa patada de la periodista Petra László. La respuesta de Hungría a la crisis de refugiados se ha visto moldeada más por políticas populistas cortoplacistas que por una estrategia cuidadosamente diseñada. La reacción de la Unión Europea no ha sido mucho más ejemplar, y de nuevo ha dejado en evidencia las múltiples deficiencias de la organización.
Muchos de los males de los que hoy adolece Europa se ven simbolizados por un hombre: 'Viktator', seudónimo con el que los opositores húngaros han apodado al primer ministro de su país, al que Roger Cohen se refería recientemente en el New York Times como 'puffed-up little Putin'. No es la primera vez que Orbán se ve comparado a su homólogo ruso, no por nostalgia del periodo comunista sino por compartir tendencias autoritarias e ínfulas de grandeza. Se sorprenderán si les contamos que el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, fue aún más directo y en una comparecencia pública le recibió con las palabras 'hello, dictator', mientras el aludido permanecía impertérrito. A pesar de que su gobierno lleva años ratificando normas de dudosa compatibilidad con los derechos humanos, ha tenido que ser la mayor crisis de refugiados desde la II Guerra Mundial la que sitúe en primera plana al primer ministro húngaro.
No disponemos de espacio suficiente para listar todas las medidas adoptadas desde que Orbán llegó al poder en 2010. Basta exponer algunos ejemplos para que se hagan una idea de cómo el controvertido líder ha alterado el marco institucional de su país en tiempo récord: aprobó una nueva Constitución en tan sólo 35 días, introdujo reformas en la judicatura que comprometen seriamente la independencia del poder judicial, ratificó una polémica Ley de Medios de Comunicación que organizaciones internacionales como la OSCE y el Consejo de Europa han denunciado como una amenaza a la libertad de expresión y ha abierto el debate sobre la reintroducción de la pena de muerte (hoy en día, el único Estado europeo en el que ésta sigue vigente es Bielorrusia).
No es ninguna novedad que Orbán percibe a los extranjeros como una amenaza. No le bastaba con levantar campos de desplazados para deshumanizarlos y recordarles a cada momento lo poco bienvenidos que eran. En su momento remitió a la población húngara un cuestionario con preguntas tendenciosas como '¿cree que hay una conexión entre la inmigración, las políticas migratorias de Bruselas, y el auge del terrorismo?' –el Parlamento Europeo exigió su retirada en junio de este año–. Por si esto fuera poco, ha colocado vallas publicitarias a lo largo y ancho del país con mensajes de tinte xenófobo como '¡Si vienes a Hungría, no le quites el trabajo a los húngaros!' o '¡Si vienes a Hungría, debes respetar nuestra cultura!'. Resulta paradójico que estas consignas estuvieran escritas en húngaro cuando sus supuestos destinatarios eran extranjeros. Puede que esto tenga mucho que ver con que Hungría no tenga un verdadero problema de inmigración, ya que la gran mayoría de extranjeros sobre su terreno están 'en tránsito' hacia destinos más tentadores. Orbán se ha convertido en un experto en retórica populachera. Algo completamente necesario en vista del aterrador discurso de su competidor más inmediato, el partido ultraderechista Jobbik.
Las últimas 'hazañas' del primer ministro magiar son ya de dominio público. Una es un paquete legislativo que establece penas de cárcel por entrar de forma ilegal en el país. Se calcula que antes de que estallara la crisis, la policía húngara ya había detenido a más de 80.000 extranjeros acusados de entrar al país irregularmente. La segunda es la construcción a paso acelerado de una valla de 175 km a lo largo de la frontera entre Hungría y Serbia. Además, ha anunciado que levantará otras dos vallas en los límites fronterizos con Croacia y Rumanía. El caldo de cultivo perfecto para traficantes de personas y redes de trata. Ambas medidas constituyen una potencial vulneración del derecho al asilo, como han alertado el Alto Comisionado para los Refugiados de Naciones Unidas y el Consejo de Europa.
Es precisamente su falta de respeto por este derecho lo que ha provocado que 'Viktator' haya saltado a la palestra europea. El 3 de septiembre, en una comparecencia pública junto al Presidente del Parlamento Europeo, Martin Schulz, el primer ministro húngaro intentaba sin éxito alguno dar explicaciones de la actitud de su gobierno respecto a esta crisis de refugiados. Afirmaba que a estas personas no se les permitía poner rumbo a Alemania ya que debían cumplir las 'leyes europeas'. En este sentido –y que no sirva de precedente– Orbán sí que puede vanagloriarse de aplicar la legislación comunitaria –más concretamente, el Reglamento Dublín II– en virtud de la cual los solicitantes de asilo deben ser registrados en el primer país de entrada. Una vez en territorio húngaro, todo individuo goza de libre circulación a lo largo y ancho de ese Espacio Schengen que de nuevo se perfila como chivo expiatorio en esta crisis. Ello no quiere decir que Orbán sea un purista de la normativa de la UE. Se trata en realidad de un populista que odia profundamente Bruselas y todo lo que ésta representa.
De hecho, sitiar a los potenciales demandantes de asilo en una estación o en campos de internamiento ni es una solución al problema ni es muestra del respeto de las normas europeas. Es más bien todo lo contrario, una violación flagrante de numerosos instrumentos internacionales, como el Convenio Europeo de Derechos Humanos, la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión, el Convenio de Ginebra de 1951 y el Protocolo de Nueva York de 1967 sobre el estatuto de los refugiados. La segunda falsedad en boca de Orbán fue afirmar que el problema no es europeo sino alemán. No, señor Orbán, como el discurso sobre el Estado de la Unión Europea de 9 de septiembre dejó bien claro, no existe hoy en día un problema que ponga tan a prueba los valores europeos como esta crisis de refugiados.
Cuestión distinta es que la Unión Europea mire hacia otro lado cuando uno de sus Estados miembros viola de forma manifiesta esos valores y que no ponga en marcha la 'opción nuclear', el artículo 7 del Tratado de la Unión, que prevé la suspensión de los derechos de voto del Estado sancionado en el Consejo. Al igual que hace falta una verdadera respuesta europea frente a la crisis de los refugiados, la situación actual pide a gritos una valiente decisión política que condene la actitud del líder húngaro. Lo contrario, la impasibilidad total de la que somos testigos, crearía un peligroso precedente ante la deriva autoritaria de otro Estado miembro. Sin olvidar que supone además una merma de la ya deteriorada legitimidad de la Unión Europea, incapaz de defender los valores que con tanto orgullo exhibe en sus Tratados y discursos. No permitamos que Orbán ni ningún otro futuro 'Viktator' destruyan el verdadero ADN de la Unión, sin el cual la organización pierde todo el sentido.