Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
¿La ciudad es un campo de batalla o un espacio de convivencia?
Los que hablamos y escribimos sobre bicis y ciudades usamos conceptos como pacificación del tráfico, hábitos saludables, menos contaminación, más felicidad, etc, estamos convencidos de que más bicis hacen mejores ciudades y no paramos de dar la chapa al respecto. Sin embargo, cada vez que lo hacemos recibimos respuestas quejosas sobre el comportamiento de esas bicis y de los seres humanos que las manejan. Sobre todo, con respecto a su comportamiento sobre las aceras.
Protesta la gente cada vez más por esas bicicletas que circulan por la acera amenazando la minúscula paz de las personas que caminan. Y más que protestarán, porque suele pasar que, a medida que en una ciudad se transmite el virus de la bici, más gente empieza a usarla por donde no debe. Un comportamiento comprensible ante el pavor que genera el tráfico motorizado por las calzadas y la ausencia, al menos en lugares como Madrid, de una buena red de vías ciclistas segregadas. Comprensible pero no admisible porque no está bien eso de trasladar el miedo de un lado a otro y que sean los peatones los que acaben, como casi siempre, comiéndose el marrón.
El año pasado fue movidito a este respecto. En Zaragoza, una sentencia de Tribunal Superior de Justicia de Aragón (TSJA) hizo que las bicis se bajarán de las aceras y puso a su Ayuntamiento a trabajar y a recaudar a base de multas que a veces se pasaron de frenada —agüita: un niño de cuatro años en un triciclo fue cazado in fraganti—. En Vitoria empezaron el año tal cual y prohibieron las bicis en las aceras salvo para menores de catorce y personas con problemas de movilidad. En Madrid hubo dos noticias que decían de que se iban a poner duros con las multas pero una de ellas era una inocentada y la otra, un anuncio oficial; y a uno en esta ciudad ya le cuesta diferenciar.
El caso es que parecía que en 2015 el follón de normativas municipales sobre este tema iba a quedar relegado por la norma general, el dichoso reglamento de la DGT que lleva coleando año y pico y que iba a prohibir las bicis por las aceras salvo para menores de catorce. Pero ahora el Consejo de Estado acaba de decir eso de dale una vuelta y a considerar que tal reglamento es poco menos que una chapuza. Sus venerables miembros, entre choteos varios sobre aspectos diversos de la nueva ley, se han pronunciado en contra de la limitación a 30 km/h en ciudad porque dicen que “invade las competencias de la autoridades locales”, así que uno entiende que tampoco les parecerá bien lo de las aceras por la misma razón. Mientras unos y otros se deciden y siguen demostrando lo mal que se ganan sus sueldos, por aquí abajo sólo nos queda tratar de organizarnos por nuestra cuenta.
No soy yo muy favorable a las multas ni a las prohibiciones pero si me preguntasen a mí —y si no, da igual, que para eso me dejan escribir en este espacio— diría que me parece bien que las bicis se bajen de las zonas peatonales y vayan por sus lugares propios: las vías ciclistas y la calzada. Ya sé que no es lo mismo una acera estrecha que un bulevar y que tampoco es igual ir despacito y con cuidado que ir a toda leche atropellando al personal pero también soy consciente de que, desgraciadamente, no todo el mundo es capaz de regularse solo.
Personalmente, tengo muy claro que el fomento y uso de la bici no es un fin en sí mismo, sino un medio para lograr un objetivo superior y común, que es hacer de las ciudades lugares más habitables y más amables para las personas. Y las personas, por definición, lo primero y último que somos es peatones. Seres que caminan. Bastante espacio nos han quitado los coches a los peatones como para que ahora perdamos territorio por las bicis.
Si queremos que las ciudades sean verdaderamente espacios de convivencia, debemos respetar los espacios de cada uno. Los aceras para quienes eligen caminar y la calzada (y las vías ciclistas) para quienes eligen la bicicleta. Tenemos el mismo derecho a circular tranquilos en bici por la calzada que a circular tranquilos caminando por la acera. Debemos reclamar ambos y ejercerlos. De hecho, en este campo de batalla que no debería ser la ciudad, personas en bici y personas que caminan deberían ser aliadas y no enemigas.
Y si los legisladores de verdad quieren que las ciudades sean mejores, lo que deberían hacer es garantizarnos esos derechos, trabajar de verdad la pacificación del tráfico, hacer que se respeten las velocidades, apostar por el transporte público, las zonas peatonales y la bicicleta como alternativa real de movilidad, fomentar el uso responsable de cada medio, comunicar los beneficios de los que los tienen, limitar seriamente el uso de los vehículos a motor y, en definitiva, trabajar por el bien común. Casi nada.
Los que hablamos y escribimos sobre bicis y ciudades usamos conceptos como pacificación del tráfico, hábitos saludables, menos contaminación, más felicidad, etc, estamos convencidos de que más bicis hacen mejores ciudades y no paramos de dar la chapa al respecto. Sin embargo, cada vez que lo hacemos recibimos respuestas quejosas sobre el comportamiento de esas bicis y de los seres humanos que las manejan. Sobre todo, con respecto a su comportamiento sobre las aceras.
Protesta la gente cada vez más por esas bicicletas que circulan por la acera amenazando la minúscula paz de las personas que caminan. Y más que protestarán, porque suele pasar que, a medida que en una ciudad se transmite el virus de la bici, más gente empieza a usarla por donde no debe. Un comportamiento comprensible ante el pavor que genera el tráfico motorizado por las calzadas y la ausencia, al menos en lugares como Madrid, de una buena red de vías ciclistas segregadas. Comprensible pero no admisible porque no está bien eso de trasladar el miedo de un lado a otro y que sean los peatones los que acaben, como casi siempre, comiéndose el marrón.