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Sobre este blog

Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

Lo que nos cuenta el caso de Amazon en Nueva York sobre lo que pasa en nuestras ciudades

Las protestas contra el acuerdo con Amazon han logrado la retirada del proyecto.

Pedro Bravo

La historia ya se sabe. Amazon ha decidido no montar su segunda sede en Nueva York. La compañía de Seattle pensaba instalarse en Long Island City, Queens, y prometía crear 25.000 puestos de trabajo, pero la semana pasada se echó para atrás. Según el medio donde uno lo haya leído, la retirada ha sido impuesta por el mal hacer y la presión de algunos políticos o ha sido una victoria de vecinos y activistas sociales. El hecho es que la empresa de Jeff Bezos anuncia ahora que esos 25.000 puestos de trabajo serán creados en los próximos diez años a través de sus 17 oficinas tecnológicas en todo Estados Unidos y Canadá. Dicho así, puede parecer una noticia de interés local, pero esconde una historia que retrata algo clave de la cuestión urbana en todo el mundo.

El reality show más loco de los últimos años en Norteamérica no ha sido un formato televisivo sino la búsqueda de Amazon del lugar donde ubicar su nueva sede. En realidad, más que una búsqueda, ha sido un concurso. El gigante de la distribución online, la captación de datos y los servidores en la nube anunció en septiembre de 2017 que pretendía una ciudad en la que instalarse más allá de Seattle, un lugar en el que crearía 50.000 empleos —no es un error; la cifra, una estimación, recoge los empleos totales (que luego se dividirían en dos sedes)— e invertiría 5.000 millones de dólares en obras e infraestructura. A la llamada acudieron 238 localidades de Estados Unidos y Canadá en un espectáculo bastante increíble pero absolutamente real que fue contado convenientemente por los medios de allí.

En la lista de pretendientes había todo tipo de ciudades, muchas de ellas eran pequeñas y medianas, otras eran grandes urbes venidas a menos y también estaban las de éxito. Para hacerse valer, los gobernantes se pusieron desde un poco románticos hasta directamente en pelotas. Es el caso de Stonecrest, en Georgia, que ofreció 140 hectáreas de terreno gratuito y algo más: cambiarse el nombre a Amazon City. El resto de las ciudades también supo postularse con elegancia, o sea, hincando las rodillas en el suelo, agarrando de la pernera a Bezos y dándole las llaves de su caja de caudales.

Quién quiere casarse con un millonario

Ohio se hizo querer con impuestos del suelo gratuitos durante 15 años. Chicago utilizó la creatividad fiscal y propuso que la compañía se quedase con la mayor parte de los impuestos a pagar por sus empleados. Maryland ofreció 6.500 millones de dólares en incentivos fiscales, otros 2.000 en infraestructuras y, como quizá les pareció poco obvio su interés, uno de sus representantes habló de un cheque en blanco. En general, el proceso fue una subasta a base de esos beneficios fiscales. Finalmente, el premio se lo llevaron dos lugares: Long Island City, en Nueva York, y Cristal City, en Arlington, Virginia.

En el caso de Nueva York, los incentivos y créditos del acuerdo eran por valor de 3.400 millones de dólares —o sea, que cada empleo de los 25.000 prometidos costaría unos 136.000 dólares—. A cambio, según los cálculos ofrecidos por las partes interesadas, la ciudad y el Estado iban a recibir unos 27.000 millones de dólares en ingresos en 25 años, la creación de ese número de empleos ya citado, otros 1.300 para la construcción del lugar y unos 100.000 indirectos. Pero esta forma de contabilizar y de contar el asunto no satisfizo a todo el mundo.

A los dos días del anuncio del acuerdo —un anuncio que fue como el de una victoria deportiva por parte del gobernador Cuomo y al alcalde De Blasio— ya había una protesta en el solar que debía acoger las oficinas. El movimiento en contra estaba compuesto por colectivos sociales y vecinales, sindicatos y políticos comprometidos y con ganas de mambo como Alexandra Ocasio-Cortez. Se denunciaba la escasa transparencia y la no presencia de representantes ciudadanos en las negociaciones. También se señalaba cómo una operación como ésta iba a afectar al mercado inmobiliario en una zona humilde y ya asolada por la burbuja que recorre el mundo. Se ponía en duda el número de empleos y su impacto real en el mercado laboral del barrio y de la ciudad. Y, sobre todo, se planteaba por qué no había dinero para servicios públicos pero sí para incentivar el establecimiento de una oficina de una empresa valorada en casi un billón de dólares (un billón de los de aquí) que, además, lleva un par de años pagando cero en impuestos federales. En una ciudad acostumbrada a perder, se ganó esa batalla. Y puede que algo más.

Una costumbre habitual y mundial

La polémica ha sacado a la luz una costumbre habitual: untar a las grandes empresas para convencerlas de establecerse en un lugar concreto. Boeing se quedó en Washington en 2013 por 8.700 millones de dólares en incentivos. Foxconn, en Wisconsin, en 2017, por 4.800 millones. Alcoa, en Nueva York, por 5.600 millones. Y éstos son sólo los tres primeros ejemplos de una lista muy larga. La costumbre habitual, por cierto, no es sólo norteamericana.

Estados, regiones y ciudades de todo el mundo participan de una competición que trata de atraer empresas a los territorios a base de bajar las tasas hasta convertirse, en algunos casos, en paraísos fiscales; y aquí aprovecho para saludar a Irlanda y Londres. En España, muchas regiones ven a cientos de compañías fugarse a otras que se lo ponen más barato. En el País Vasco, el impuesto de sociedades es menor tanto para grandes empresas como para pymes, y en Madrid, las bonificaciones para sucesiones, patrimonio y donaciones ahorran hasta 1.800 millones de euros a los que más tienen —1.800 millones que podrían usarse para cosas de todos—, que también se benefician del tipo máximo de IRPF más bajo de España. No es tan deslumbrante como el reality de Amazon, pero espectáculos así también hemos tenido por aquí.

Parece que fue ayer cuando todos los políticos al mando en Barcelona y Madrid (y en el Estado) seguían a Sheldon Adeson hasta la puerta del baño para tratar de convencerle de dónde debía estar Eurovegas. Allí también hubo ofertas de bajada de impuestos y financiación de la inversión y promesas de rebajar leyes tan incontestables como las de blanqueo de capitales y la del restricción del tabaco. Por cierto, si en lo de Amazon la cifra de empleos directos e indirectos provoca levantamiento de ceja, la de Eurovegas era de carcajada: 250.000.

Pero Eurovegas ha habido y hay muchos. El tratamiento que se le dio a Wanda cuando quiso hacer lo que le venía en gana con un valor patrimonial como el Edificio España de Madrid es uno. La sucesión de desdichas que está provocando la obra de Canalejas de OHL, la ausencia de exigencia de responsabilidades y la propia aprobación de proyecto (se reformó la ley de Patrimonio para Villar Mir), es otra.

Las empresas y la ciudad

El cortejo a proyectos empresariales no entiende de bandos políticos. Este Ayuntamiento de Madrid lleva presumiendo desde el inicio de la legislatura de la atracción que ejerce a inversores de todo el mundo, una atracción que es el resultado, lo dicen así sus principales responsables, de ponérselo fácil. Conviene recordarlo una vez más: es este equipo de gobierno el que ha acelerado sin mucha explicación el desenlace de una Operación Chamartín paralizada durante casi cinco lustros. En Barcelona, hay mucha gente que tampoco termina de entender las reverencias al Mobile World Congress que se celebra la semana que viene y que anda remoloneando con la renovación del acuerdo.

Espero que no se me entienda muy mal. Por supuesto, la empresas, pequeñas, medianas y grandes, son ciudad. Su actividad es necesaria para que nuestras urbes funcionen adecuadamente: dan empleo, generan riqueza y conocimiento, atraen talento… Pero también reciben mucho de las ciudades: infraestructuras ya consolidadas, servicios, facilidades de conexión y movilidad, oferta inmobiliaria, ese talento ya disponible y bien formado… El intercambio suena justo desde su origen y, por eso y porque precisamente son parte del ecosistema urbano, administraciones y empresas deberían establecer relaciones desde el respeto a las normas comunes y la transparencia en las negociaciones.

El caso de Amazon en Nueva York y todo el show previo hasta llegar allí ha generado un debate interesantísimo en Estados Unidos. De repente, desde políticos hasta medios han empezado a pasar lista de todos los beneficios que se han ido ofreciendo a distintas compañías por su establecimiento en diversos territorios. Incluso el mismísimo Washington Post, propiedad del dueño de Amazon, ha titulado un artículo de la siguiente manera: “La debacle de Amazon HQ2 podría aumentar el escrutinio de los incentivos corporativos”. Digamos que es momento de preguntarse por qué.

Por qué gigantes con valoraciones estratosféricas y beneficios crecientes reciben además trato de favor de las instituciones. Por qué en un momento en que la brecha salarial y la desigualdad crecen como nunca son los que más tienen los mejor cuidados. Por qué en ciudades con acuciantes problemas inmobiliarios, de movilidad y de servicios públicos se decide invertir en actividades empresariales más que autosucificentes, que además pueden incidir en ellos, en vez de poner los recursos para solucionarlos. Preguntémosle a Alexa.

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Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.

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