Me dedico al periodismo, la comunicación y a escribir libros como “Exceso de equipaje” (Debate, 2018), ensayo sobre el turismo que se desborda; “Biciosos” (Debate, 2014), sobre bicis y ciudades; y “La opción B” (Temás de Hoy 2012), novela... Aquí hablo sobre asuntos urbanos.
Por qué la última idea de Elon Musk es más vieja que la tos
Primavera de 2017, Silicon Valley. Elon Musk para el pulso del mundo al anunciar su último proyecto: una red de túneles en Los Ángeles para llevar coches de un lado a otro a 200 km/h a través de plataformas. Es más que una idea, es una empresa con nombre juguetón, The Boring Company, y con ingenieros a sueldo. El creador de los coches eléctricos Tesla, de la empresa privada de transporte aeroespacial Space X y de las soluciones para la vida con energía solar SolarCity está seguro de haber imaginado la solución para el problema del tráfico y, así, el hallazgo que nos llevará bien llevados al futuro de las ciudades. Se equivoca dos veces. La cosa no sólo no es un hallazgo, más bien es una evolución de lo mismo de siempre, y, desde luego, no soluciona nada sino todo lo contrario. Rebobinamos.
Primavera de 1859, Barcelona. El Gobierno de España, pese a la oposición del Ayuntamiento, firma el decreto que pone en marcha el conocido como Plan Cerdá; un año después empiezan las obras del Ensanche. Ildefons Cerdá i Sunyer fue un ingeniero, urbanista y jurista catalán, un progresista convencido de que el diseño urbano podía ayudar a acabar con la desigualdad. Su propuesta de Ensanche, unánimemente rechazada por sus conciudadanos entonces, pero hoy bastante apreciada por casi todos los barceloneses (no por Eduardo Mendoza, que en La ciudad de los prodigios le pega un buen meneo), proponía un diseño en cuadrícula, sin un centro, con manzanas amplias que se aprovechaban de la circulación del viento, parques y jardines interiores y una anchura de calles entonces inaudita que anticipó la llegada de los coches de forma consciente: Cerdá estaba convencido de que acabaríamos moviéndonos en vehículos… a vapor. Él sí fue un visionario.
Invierno de 1909, París. El 20 de febrero se publica en Le Figaro el Manifiesto Futurista redactado por el italiano Filippo Tommaso Marinetti, en principio una transgresión pensada para el arte y la literatura pero que acabó influyendo en muchos otros ámbitos como la arquitectura, la moda e incluso la política de Benito Mussolini. El Manifiesto contenía puntos como: “Queremos cantar el amor a la energía (…). Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad (…). Queremos alabar al hombre que tiene el volante, cuya lanza ideal atraviesa la Tierra, lanzada ella misma por el circuito de su órbita”.
A Marinetti, obsesionado con la vanguardia, le ponía mucho el coche, al que dedicó, por ejemplo, La canción del automóvil: “¡Te lanzas con embriaguez el Infinito liberador! Al estrépito del aullar de tu voz, he aquí que el Sol poniente va imitando tu andar veloz, acelerando su palpitación sanguinolento a ras del horizonte... ¡Míralo galopar al fondo de los bosques! ¡Qué importa, hermoso Demonio! A tu merced me encuentro... ¡Tómame sobre la tierra ensordecido a pesar de todos sus ecos, bajo el cielo que ciega a pesar de sus astros de oro, camino exasperando mi fiebre y mi deseo, con el puñal del frío en pleno rostro!”. Ay, Marinetti, cuánto habría disfrutado con la saga Fast and Furious.
Otoño de 1922, París. El francosuizo Le Corbusier presenta su proyecto llamado La ciudad contemporánea, el resumen de su modernista forma de entender la vida. Un centro formado por rascacielos rodeado por barrios residenciales con casas de distinto tipo según posibles, grandes espacios por todas partes, líneas rápidas de transporte publico, el peatón apartado a pasajes subterráneos y el automóvil como gran herramienta para la movilidad. Le Corbusier quiso eso para París pero también consideró exportable el modelo a muchas otras ciudades.
No pasó tal cual pero estamos hablando del que es, posiblemente, el urbanista y arquitecto más influyente del siglo XX, con herencia visible en lugares de todo el mundo, desde proyectos de vivienda pública a planes generales de ordenación urbana, así que podría decirse que muchas de las cosas dispersas y veloces de nuestras ciudades contemporáneas vienen de la suya.
Invierno de 1940, Minnesota. Una pequeña y local empresa familiar de autobuses llamada National City Lines busca financiación para expandirse por Estados Unidos. La pasta le llega de grandes como General Motors, Standard Oil, Phillips Petroleum y los camiones Mack. La compañía crece y va adquiriendo, a través de distintas filiales, las líneas de buses y tranvías de hasta 45 ciudades norteamericanas. A partir de ese momento, los tranvías empiezan a desaparecer de las calles del país, el transporte público se va deteriorando cada vez más y las carreteras y los coches, la velocidad y las distancias acaban conquistando la american way of life. ¿Hay relación causa efecto? Hay quien cree que sí y hay quien afirma que es pura conspiranoia. En cualquier caso, la historia, más o menos parecida, se ha repetido en otros países de abajo del río Grande. Por cierto, aprovecho para recordar que ahora mismo el gran negocio de Elon Musk es vender coches.
Primavera de 1962, Nueva York. Uno de los fundadores la editorial Random House recibe de vuelta un ejemplar de la primera edición de Muerte y vida de las grandes ciudades, de Jane Jacobs. En la nota de la devolución se decía que el libro no sólo era inexacto, también era un libelo. Y se añadía: “Venda esta basura a otro”. El remitente insatisfecho era Robert Moses, alguien que llegó a tener doce cargos de responsabilidad de Nueva York sin haber sido nunca elegido en una votación, la persona que hizo todas las infraestructuras que llenaron de coches esa ciudad (y otras por las que pasó su firma de urbanista moderno) y acabó de paso con el transporte público, el hombre que, aunque sabía conducir, nunca tuvo una licencia en condiciones y por eso iba siempre en limusina.
Moses fue algo así como el brazo ejecutor de Marinetti y Le Corbusier pero a la americana, o sea, a lo bestia. Moses hizo todas esas autopistas y puentes que no sólo destrozaron la movilidad y el aire de NYC, también desconectaron barrios enteros y por eso aumentaron los problemas de exclusión social. Moses fue un Goliat finalmente derrotado por David en forma de vecina activista, Jane Jacobs, que consiguió salvar su barrio, Greenwich Village, y, de paso, cambiar el rumbo del urbanismo y conseguir que se empezara a hablar, por fin, de ciudades para la gente y no para los coches. Menos en Palo Alto, California.
Primavera de 2017, Palo Alto. Un poco antes de que Elon Musk anunciase el nacimiento de su The Boring Company, saltó a los medios una noticia verdaderamente divertida sobre su otra empresa, Tesla. Resulta que en las oficinas del coche del futuro están teniendo un problemón de aparcamiento. Hay 4.500 plazas para 6.000 empleados y casi todos van en su propio coche. Por supuesto, no hay planes de movilidad sostenible, ni programas de coche compartido, ni nada de lógica en temas de movilidad. Todo pura innovación.
Por cierto, la noticia sale al mismo tiempo que se publican artículos cuestionando la existencia de aparcamientos por todas partes y reflexionando sobre su función como potenciadores del uso de automóvil y, por tanto, generadores de líos. Artículos en medios tan conservadores como The Economist, ojo.
Invierno de 2035, Los Ángeles. Después de ser aprobado en 2015, por fin se ven en la ciudad más cochecentrista del planeta los resultados del Plan de Movilidad 2035, pensado en su momento para poner por fin a LA en el camino de ser una ciudad moderna. ¿Cómo? Convirtiendo las calles en espacio público, no tanto de tránsito, teniendo la equidad como base para la planificación urbana, reduciendo drásticamente las emisiones, aumentando en cientos de kilómetros las vías ciclistas, devolviendo recorridos a los peatones y generando rutas de transporte público de confianza. Los datos de reparto modal, que en la primera década del siglo XXI estaban en casi un 80% de trayectos diarios en coche y sólo un 11% en transporte público y un 3% caminando, no se han invertido pero van camino de hacerlo. Por supuesto, nadie se acuerda de aquella vieja idea de los túneles de Elon Musk.