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OPINIÓN | Días de ruido y furia, por Enric González

El Minotauro global

La policía impide a los manifestantes de Occupy Wall Street acercarse a la sede del Bank of America en marzo de 2012. Foto: Flickr de Michael Fleshman

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  • El economista griego Yanis Varoufakis destruye el mito de que la financiarización, la regulación ineficaz de los bancos y la globalización fueron las causas de la crisis económica global. Para este profesor de economía en la Universidad de Atenas (y antes en Essex, Cambridge, Glasglow y Sydney), son síntomas de un malestar que puede rastrearse hasta los años setenta; la época en que nació lo que Varoufakis llama el “Minotauro global”. Igual que los atenienses mantenían un flujo constante de tributos a la bestia, así el «resto del mundo» envía sumas increíbles de capital a EEUU y a Wall Street. Ahora se pueden apreciar los síntomas del debilitamiento del Minotauro, la prueba de un sistema global tan insostenible como descompensado
  • Su libro está publicado en España por Capitán Swing. Los traductores son Carlos Valdés y Celia Recarey

El momento 2008

El momento 2008Nada nos humaniza tanto como la aporía, ese estado de intensa perplejidad en el que nos encontramos cuando nuestras certezas se hacen añicos; cuando, de repente, quedamos atrapadas en un punto muerto, sin poder explicar lo que ven nuestros ojos, lo que tocan nuestros dedos, lo que oyen nuestros oídos. En esos raros momentos, mientras nuestra razón se esfuerza con valentía para comprender lo que registran nuestros sentidos, nuestra aporía nos humilla y prepara a la mente bien dispuesta para verdades antes insoportables. Y cuando la aporía despliega su red para prender a toda la humanidad, sabemos que estamos en un momento muy especial de la historia. Septiembre de 2008 fue uno de esos momentos.

El mundo acababa de quedarse pasmado de una manera no vista desde 1929. Las certezas que nos había costado décadas de condicionamiento reconocer desaparecieron, todas de golpe, junto con 40 billones de dólares de activos en todo el globo, 14 billones de dólares de riqueza doméstica sólo en Estados Unidos, 700.000 puestos de trabajo mensuales en Estados Unidos, incontables viviendas embargadas en todas partes... La lista es casi tan larga como inimaginables las cifras que hay en ella.

La aporía colectiva se vio intensificada por la respuesta de los gobiernos que, hasta aquel instante, se habían aferrado tenazmente al conservadurismo fiscal como quizá la última ideología de masas superviviente del siglo XX: empezaron a inyectar billones de dólares, euros, yenes, etc., en un sistema financiero que, hasta pocos meses antes, había vivido una racha magnífica, acumulando fabulosos beneficios y manifestando, provocador, que había encontrado la olla de oro al final de un arco iris globalizado. Y cuando esa respuesta resultó demasiado floja, nuestros jefes de estado y primeros ministros, hombres y mujeres con impecables credenciales antiestatales y neoliberales, se embarcaron en una juerga de nacionalizaciones de bancos, compañías de seguros y fabricantes de automóviles que haría palidecer hasta las hazañas del Lenin posterior a 1917.

A diferencia de crisis previas, como la del pinchazo de la burbuja puntocom en 2001, la recesión de 1991, el Lunes Negro (3), la debacle latinoamericana de los ochenta, el deslizamiento del Tercer Mundo en la atroz trampa de la deuda o incluso la devastadora depresión de principios de los ochenta en Gran Bretaña y partes de Estados Unidos, esta crisis no estaba limitada a una geografía específica, una determinada clase social o a sectores particulares. Todas las crisis anteriores a 2008 eran, en cierto modo, localizadas.

Sus víctimas a largo plazo apenas habían tenido importancia alguna para los poderes fácticos y cuando (como en el caso del Lunes Negro, el fiasco del fondo de inversiones Long-Term Capital Management [LTCM] de 1998 o la burbuja de las puntocom dos años después) fueron los poderosos quienes sintieron la sacudida, las autoridades se las habían arreglado para acudir al rescate rápida y eficazmente.

En contraste, el crash de 2008 tuvo efectos devastadores tanto globalmente como en el corazón del neoliberalismo. Es más, sus efectos estarán con nosotras por un largo, largo tiempo. En Gran Bretaña, fue probablemente la primera crisis de la que se tenga memoria que ha golpeado realmente las regiones más ricas del sur. En Estados Unidos, aunque la crisis de las hipotecas subprime empezara en los rincones menos prósperos de aquella gran tierra, se extendió a cada recoveco y esquina de las privilegiadas clases medias, sus comunidades cercadas, sus frondosos barrios residenciales, las universidades de la Ivy League (4) donde se congregan los pudientes, haciendo cola por mejores papeles socioeconómicos.

En Europa, el continente entero retumba con una crisis que se niega a marcharse y que amenaza ilusiones europeas que habían conseguido mantenerse intactas durante seis décadas. Los flujos de migración se invirtieron, a medida que trabajadores polacos e irlandeses abandonaban Dublín y Londres por igual para irse a Varsovia y Melbourne. Hasta China, que se libró estupendamente de la recesión con una saludable tasa de crecimiento en tiempos de contracción global, está en apuros por la caída de su cuota de consumo en los ingresos totales y su fuerte dependencia de los proyectos de inversión estatal que están alimentando una preocupante burbuja, dos presagios que no auguran nada bueno en una época en que se cuestiona la capacidad del resto del mundo a largo plazo para absorber los excedentes comerciales del país.

Para mayor aporía general, las altas esferas dieron a conocer que también ellas habían dejado de comprender los nuevos giros de la realidad. En octubre de 2008, Alan Greenspan, antiguo presidente de la Reserva Federal (la Fed) y considerado el Merlín de nuestros tiempos, confesó haber descubierto «un defecto en el modelo que yo consideraba la estructura funcional crítica que define el funcionamiento del mundo». (5)

Dos meses después, Larry Summers, anteriormente secretario del Tesoro del presidente Clinton y, en aquel momento, asesor jefe en economía (director del Consejo Económico Nacional) del presidente electo Obama, dijo que «[e]n esta crisis, hacer demasiado poco supone una mayor amenaza que hacer demasiado...». Cuando el Gran Mago confiesa haber basado toda su magia en un modelo defectuoso de cómo funciona el mundo y el decano de los asesores económicos presidenciales propone abandonar toda precaución, el público «lo pilla»: nuestro barco está surcando aguas traicioneras e inexploradas, su tripulación no tiene ni idea, su patrón está aterrado.

De esta manera entramos en un estado de tangible aporía compartida. Una ansiosa incredulidad reemplazó a la indolencia intelectual. Las autoridades parecían privadas de autoridad. Las políticas, era evidente, se estaban improvisando sobre la marcha. Casi inmediatamente una desconcertada opinión pública sintonizó sus antenas en toda dirección posible, buscando desesperadamente explicaciones para las causas y naturaleza de lo que acababa de alcanzarle. Como para demostrar que la oferta no necesita asistencia cuando la demanda es abundante, las imprentas empezaron a rodar. Uno tras otro, artículos, extensos ensayos, hasta películas comenzaron a salir a borbotones por las tuberías, creando un desbordamiento de posibles explicaciones sobre lo que había fallado. Pero si bien un mundo perplejo siempre está preñado de teorías sobre sus apuros, la sobreproducción de explicaciones no garantiza la disolución de la aporía.

Seis explicaciones de por qué sucedió

Seis explicaciones de por qué sucedió1. «Principalmente es un fracaso de la imaginación colectiva de gente muy brillante... a la hora de entender los riesgos que corre el sistema en su conjunto»

Ésa era la esencia de una carta enviada a la Reina de Inglaterra por la Academia Británica el 22 de julio de 2009, en respuesta a una consulta que ella había presentado a una reunión de ruborizados profesores de la London School of Economics: «¿Por qué no lo vieron venir?» En su carta, treinta y cinco de los más destacados economistas británicos prácticamente responden: «¡Huy! Confundimos una Burbuja grandota con un Feliz Mundo Nuevo.» El meollo de su respuesta era que, aunque estaban al tanto y con los datos a la vista, habían cometido dos errores de diagnóstico relacionados: el error de la extrapolación y el (bastante más siniestro) error de caer en la trampa de su propia retórica.

Todo el mundo podía ver que los números se estaban desmadrando. En Estados Unidos, la deuda del sector financiero se había disparado desde un ya considerable 22% del producto nacional (Producto Interior Bruto o PIB) en 1981 a un 117% en el verano de 2008. Mientras tanto, los hogares americanos vieron su participación en la deuda del producto nacional elevarse del 66% en 1997 al 100% diez años después. Reunida, la deuda agregada de EEUU en 2008 superaba el 350% del PIB, cuando en 1980 se había mantenido en un ya abultado 160%. En cuanto a Gran Bretaña, la City de Londres (el sector financiero en el que la sociedad británica se había jugado la mayoría de sus cartas, después de la rápida desindustrialización de principios de los ochenta) lucía una deuda colectiva de casi dos veces y media el PIB de Gran Bretaña, mientras que, sumado a eso, las familias británicas debían una suma mayor que el PIB anual.

Entonces, si una acumulación de deuda exorbitante introducía más riesgo del que el mundo podía soportar, ¿cómo es que nadie vio venir el desastre? Ésa era, al fin y al cabo, la razonable pregunta de la Reina. La respuesta de la Academia Británica confesaba a regañadientes los pecados combinados de una retórica petulante y una extrapolación lineal. Juntos, esos pecados se alimentaban de la jactanciosa convicción de que se había producido un cambio de paradigma que permitía al mundo de las finanzas crear una deuda ilimitada, benigna, sin riesgos.

El primer pecado, que adoptó la forma de una retórica de formalización matemática, indujo en autoridades y académicos la falsa creencia de que la innovación financiera había extirpado el riesgo del sistema; que los nuevos instrumentos permitían una nueva forma de deuda con las propiedades del mercurio. Una vez generados los préstamos, se troceaban después en diminutos pedazos, se agrupaban en paquetes que contenían diferentes grados de riesgo (6) y se vendían por todo el globo. Al extender de esta manera el riesgo financiero, sostenía tal retórica, ni un solo agente se enfrentaba a un peligro tan significativo como para hacerles daño si algunos deudores caían en bancarrota. Era una fe de la Nueva Era en los poderes del sector financiero para crear un «riesgo sin riesgo», que culminaba en la creencia de que ahora el planeta podría soportar deudas (y las apuestas que se hacían sobre esas deudas) que eran mucho mayores que los ingresos globales reales.

El vulgar empirismo apuntalaba dichas creencias místicas: allá en 2001, cuando la llamada «nueva economía» se vino abajo, destruyendo mucha de la riqueza de papel sacada de la burbuja puntocom y de estafas como la de Enron, el sistema resistió. La burbuja de la nueva economía de 2001 fue, de hecho, peor que su equivalente de las hipotecas subprime que estalló seis años después. Y aun así los efectos adversos fueron eficazmente contenidos por las autoridades (si bien el empleo no se recuperó hasta 2004-05). Si una sacudida tan inmensa pudo ser absorbida con tanta facilidad, seguramente el sistema podría soportar impactos más pequeños, como las pérdidas de 500.000 millones de dólares en subprimes de 2007-08.

De acuerdo con la explicación de la Academia Británica (la cual, todo hay que decirlo, es ampliamente compartida), el crash de 2008 sucedió porque, para entonces –y sin que lo supiesen los ejércitos de hiperinteligentes hombres y mujeres cuyo trabajo era haberse enterado mejor–, los riesgos que se habían presumido no arriesgados eran cualquier cosa menos eso. Bancos como el Royal Bank of Scotland, que empleaba a 4.000 «gestores de riesgos», acabaron consumidos por un agujero negro de «riesgo deteriorado». El mundo, según esta lectura, pagaba el precio por creerse su propia retórica y por presumir que el futuro no sería diferente del pasado más reciente. Al creer que había diluido el riesgo con éxito, nuestro mundo financiarizado creaba tanto que fue consumido por él.

2. Captura regulatoria

Los mercados determinan el precio de los limones. Y lo hacen con un mínimo aporte institucional, puesto que las compradoras reconocen un buen limón cuando se lo venden. No se puede decir lo mismo de los bonos o, lo que es aún peor, de instrumentos financieros sintéticos. Quien compra no puede saborear el «producto», estrujarlo para ver si está maduro ni oler su aroma. Depende de información institucional externa y de reglas bien definidas que son diseñadas y supervisadas por autoridades desapasionadas e incorruptibles. Se supone que éste era el papel de las agencias de calificación de riesgos y de los organismos reguladores del estado. No cabe duda de que ambos tipos de institución resultaron no sólo deficientes, sino culpables.

Cuando, por ejemplo, una obligación de deuda garantizada (CDO) –un activo de papel que agrupa multitud de porciones de tipos de deuda muy diferentes– (7) obtenía una calificación triple A y ofrecía un rendimiento de un 1% por encima de las Letras del Tesoro de EEUU (8), el significado era doble: quien la compraba podía confiar en que su compra no era una porquería y, si el comprador era un banco, podía tratar aquel pedazo de papel exactamente de la misma forma (y sin una pizca de riesgo más) que el dinero real con el que había sido comprado. Esta pretensión ayudó a los bancos a conseguir impresionantes beneficios por dos razones:

1. Si se aferraban a su recién adquirida CDO –y, recordemos, las autoridades aceptaban que una CDO calificada con triple A era tan buena como los billetes de dólar del mismo valor nominal–, los bancos ni siquiera tenían que incluirla en sus cálculos de capitalización. (9) Esto significaba que podían usar con impunidad los depósitos de sus clientes para comprar las CDO calificadas como triple A sin comprometer su capacidad de conceder nuevos préstamos a otros clientes y otros bancos. Mientras pudiesen cargar tasas de interés más altas que las que habían pagado, comprar las CDO calificadas con triple A aumentaba la rentabilidad de los bancos sin limitar su capacidad de conceder préstamos. Las CDO eran, en efecto, instrumentos para saltarse las normas diseñadas para salvar al sistema bancario de sí mismo.

2. Una alternativa a guardar las CDO en las cámaras del banco era endosárselas a un banco central (por ejemplo, la Reserva Federal) como garantías de préstamos, que los bancos podían usar entonces como desearan: para prestar a clientes, a otros bancos o para comprarse aún más CDO. Aquí el detalle crucial es que los préstamos obtenidos del banco central con el aval de las CDO calificada con triple A tenían las ínfimas tasas de interés que cobraba el banco central. Entonces, cuando las CDO maduraba, a una tasa de interés de un 1% por encima de lo que el banco central estaba cobrando, los bancos se quedaban con la diferencia.

La combinación de estos dos factores significaba que los emisores de CDO tenían buenas razones para:

a) emitir tantas como les fuese físicamente posible;

b) pedir prestado tanto dinero como fuera posible para comprar las CDO de otros emisores; y

c) mantener enormes cantidades de este tipo de activos de papel en sus libros. (10)

¡Ay, era una invitación para que imprimieran su propio dinero! No es de extrañar que Warren Buffet echara un vistazo a las legendarias CDO y las describiera como armas de destrucción masiva. Los incentivos eran incendiarios: cuanto más se endeudaban las instituciones financieras para comprar las CDO calificadas como triple A, más dinero hacían. El sueño de tener un cajero automático en el salón de casa se había hecho realidad, al menos para las instituciones financieras privadas y la gente que las dirigía.

Con estos datos ante nuestros ojos, no es difícil llegar a la conclusión de que el crash de 2008 fue el inevitable resultado de otorgar a los cazadores furtivos el papel de guardabosques. Su poder era impúdico y su imagen de brujos posmodernos que sacaban de la nada nueva riqueza y nuevos paradigmas resultaba incontestable. Los banqueros pagaban a las agencias de calificación de riesgos para que extendieran el estatus de triple A a las CDO que ellos emitían; las autoridades reguladoras (incluido el banco central) aceptaban esas calificaciones como legítimas; y las jóvenes promesas que se habían hecho con un empleo mal pagado en una de las autoridades reguladoras enseguida comenzaron a plantearse avanzar en sus carreras pasándose a Lehman Brothers o Moody's. Supervisándolos a todos ellos había una hueste de secretarios del tesoro y ministros de Finanzas que, o bien ya habían prestado años de servicio en Goldman Sachs, Bear Stearns, etc., o bien esperaban unirse a aquel círculo mágico tras dejar la política.

En un ambiente en el que reverberaban los corchos de las botellas de champán y los motores revolucionados de brillantes Porsches y Ferraris; en un paisaje en el que torrentes de primas bancarias inundaban áreas ya adineradas (estimulando aún más el boom inmobiliario y creando nuevas burbujas desde Long Island y el East End de Londres a las afueras de Sydney y los bloques de apartamentos de Shanghai); en ese entorno en el que en apariencia la riqueza de papel se autopropagaba, se habría necesitado una disposición heroica, temeraria, para dar la alarma, hacer las preguntas incómodas, poner en duda la pretensión de que las CDO calificadas con triple A suponían un riesgo cero. Incluso si alguna reguladora, corredora de bolsa o ejecutiva bancaria incurablemente romántica pretendiese dar la voz de alarma, sería barrida del mapa y acabaría como una trágica figura arrojada al arroyo de la historia.

Los hermanos Grimm tienen un relato con una olla mágica que encarna los sueños tempranos de la industrialización, con cornucopias automáticas que cumplen todos nuestros deseos, sin freno. Era también un relato crudo y moralizante que demostraba cómo aquellos sueños industriales podían convertirse en pesadilla. Pues, hacia el final del relato, la maravillosa olla enloquece y termina inundando el pueblo de gachas. La tecnología se rebeló, de la misma manera que la propia creación del ingenioso doctor Frankenstein de Mary Shelley se volvió encarnizadamente contra él. De una manera similar, los cajeros automáticos virtuales materializados por Wall Street, las agencias de calificación de riesgos y los organismos reguladores en connivencia con ellos inundaron el sistema financiero con unas gachas de nuestro tiempo que ter- minaron ahogando a todo el planeta. Y cuando, en otoño de 2008, los cajeros automáticos dejaron de funcionar, un mundo adicto a las gachas sintéticas se detuvo en seco con un chirrido.

3. Codicia irreprimible

«Es la naturaleza de la bestia», dice la tercera explicación. Los humanos son criaturas codiciosas que sólo simulan civismo. A la más mínima oportunidad, robarán, saquearán y abusarán de los demás. Esta lóbrega visión de la humanidad deja poco espacio para una pizca de esperanza de que los inteligentes abusones acepten reglas que prohíban los abusos. Porque, aunque acepten, ¿quién va a hacer que se cumplan? Para mantener a los abusones a raya sería necesario un Leviatán dotado de un poder extraordinario. Pero, entonces, ¿quién le pondrá el cascabel al Leviatán?

Así es como funciona la mente neoliberal, llegando a la conclusión de que quizá las crisis sean males necesarios; de que ningún modelo humano puede impedir las debacles económicas. Durante unas décadas, comenzando con los intentos posteriores a 1932 del presidente Roosevelt para regular los bancos, la solución del Leviatán fue ampliamente aceptada: el Estado podía y debía jugar su papel hobbesiano regulando la codicia y equilibrándola con la decencia. La Ley Glass-Steagall de 1933 es posiblemente el ejemplo más citado de ese esfuerzo regulador. (11)

Sin embargo, los años setenta vieron un firme alejamiento de este marco regulatorio y un avance en dirección al reestablecimiento de la perspectiva fatalista de que la naturaleza humana siempre encontrará caminos para frustrar sus mejores intenciones.

Esta «retirada hacia el fatalismo» coincidió con el período en que el neoliberalismo y la financiarización comenzaban a asomar sus feas caras. Esto significó una nueva versión del viejo fatalismo: el abrumador poder del Leviatán, si bien era necesario para mantener a los abusones en su sitio, estaba ahogando el crecimiento, constriñendo la innovación, poniendo freno a las finanzas creativas y, en consecuencia, manteniendo el mundo al ralentí justo cuando las innovaciones tecnológicas ofrecían el potencial de empujarnos hacia planos más elevados de desarrollo y prosperidad.

En 1987, el presidente Reagan decidió sustituir a Paul Volcker (nombrado por la Administración Carter) como presidente de la Reserva Federal. Su elección fue Alan Greenspan. Meses más tarde, los mercados monetarios experimentaban el peor día de su existencia, el infame episodio del «Lunes Negro». El hábil manejo de sus consecuencias por parte de Greenspan le valió la reputación de haber arreglado las cosas eficientemente después de un colapso del mercado monetario. (12) Haría el mismo «milagro» una y otra vez hasta su jubilación en 2006. (13)

Greenspan había sido escogido por los acérrimos neoliberales de Reagan no a pesar de, sino a causa de su creencia profundamente arraigada de que los méritos y capacidades de la regulación estaban sobrevalorados. Greenspan dudaba verdaderamente de que cualquier institución estatal, incluida la Reserva Federal, pudiese poner freno a la naturaleza humana y contener la codicia de manera efectiva sin, al mismo tiempo, matar la creatividad, la innovación y, en última instancia, el crecimiento. Su creencia le llevó a adoptar una receta simple, que dio forma al mundo durante sus buenos diecinueve años: puesto que nada disciplina la codicia humana como los implacables amos de la oferta y la demanda, dejemos que los mercados funcionen como quieran, pero que el Estado se mantenga alerta y dispuesto a intervenir para arreglar los destrozos cuando llegue el inevitable desastre. Como un padre liberal que permite a sus hijos meterse en todo tipo de líos, esperaba los problemas pero pensaba que era mejor hacerse a un lado, preparado siempre para entrar, limpiar después de la escandalosa fiesta o curar las heridas y los huesos rotos.

Greenspan se ciñó a su receta, y a ese modelo subyacente del mundo, en todas y cada una de las épocas difíciles que se produjeron durante su presidencia. Durante las épocas buenas, se quedaba sentado, sin hacer casi nada, aparte de soltar alguna que otra arenga sibilina. Después, cuando estallaba alguna burbuja, se intervenía agresivamente, bajaba los tipos de interés en picado, inundaba los mercados con dinero y por lo general hacía cual- quier cosa necesaria para reflotar el barco que se hundía. La receta parecía funcionar bien, por lo menos hasta 2008, año y medio después de su retiro dorado. Después dejó de funcionar.

En su favor, Greenspan confesó haber malinterpretado el capitalismo. Aunque sólo sea por este mea culpa, la historia debería tratarlo con benevolencia, pues hay muy pocos ejemplos de hombres poderosos dispuestos a y capaces de sincerarse, en especial cuando quienes solían ser sus amigotes siguen negarse a admitir sus errores. De hecho, el modelo del mundo de Greenspan, al que él mismo renunció, aún sigue vivo, sano y volviendo a imponerse.

Apoyado e incitado por un renaciente Wall Street empeñado en hacer descarrilar cualquier intento serio, posterior a 2008, de regular su comportamiento, la perspectiva de que la naturaleza humana no puede ser contenida sin comprometer simultáneamente nuestra libertad y nuestra prosperidad a largo plazo ha vuelto. Como un doctor que hubiese cometido una negligencia criminal y cuyo paciente hubiese sobrevivido por suerte, el establishment anterior a 2008 sigue insistiendo en ser absuelto amparándose en que el capi- talismo, después de todo, sobrevive. Y si algunas de nosotras seguimos insistiendo en asignar las culpas del crash de 2008, ¿por qué no censurar la naturaleza humana? Seguramente una introspección honesta nos revelaría a todas y cada una de nosotras un lado oscuro culpable. El único pecado que confesó Wall Street es haber proyectado ese lado oscuro sobre una pantalla más grande.

4. Orígenes culturales

En septiembre de 2008, los europeos miraban con condescendencia hacia el otro lado del charco, sacudiendo la cabeza con la interesada convicción de que los anglo-celtas, finalmente, estaban recibiendo su merecido. Tras años y años de sermones sobre la superioridad del modelo anglo-céltico, sobre las ventajas de los mercados laborales flexibles, sobre lo idiota que era pensar que Europa podría mantener una generosa red de bienestar social en la era de la globalización, sobre las maravillas de una cultura emprendedora agresivamente atomizada, sobre la brujería de Wall Street y sobre la brillantez de la City de Londres posterior al Big-Bang, las noticias del crash, sus señales y avisos mientras se transmitían por todo el mundo, llenaron el corazón europeo de una mezcla de Schadenfreude (14) y temor.

Desde luego, no pasó mucho tiempo antes de que la crisis migrara a Europa, metamorfoseándose en el proceso en algo mucho peor y más amenazante de lo que los europeos podían haber llegado a anticipar. No obstante, la mayoría de los europeos siguen convencidos de las raíces culturales anglo-célticas del crash. Culpan a la fascinación que sienten los pueblos angloparlantes por la noción de la propiedad de la vivienda a toda cosa. Tienen dificultades para introducir en sus mentes un modelo económico que genera ridículos precios inmobiliarios al estigmatizar a quienes alquilan vivienda en lugar de comprar (por estar subyugados a sus caseros) mientras enaltecen a los falsos propietarios (que están aún más endeudados con los banqueros).

Europa y Asia por igual vieron el obsceno tamaño relativo del sector financiero anglo-céltico, que había estado creciendo durante décadas a expensas de la industria, y se convencieron de que el capitalismo global estaba en poder de lunáticos. Así que cuando la debacle empezó precisamente en esos lugares (EEUU, Gran Bretaña, Irlanda, el mercado inmobiliario y Wall Street), no pudieron evitar sentirse reafirmadas. Mientras el sentido europeo de reafirmación recibió el salvaje golpe de la consiguiente crisis del euro, Asia aún puede permitirse una gran dosis de condescendencia. De hecho, en gran parte de Asia se alude al crash de 2008 y sus secuelas como «la Crisis del Atlántico Norte».

5. La teoría tóxica

En 1997, Robert Merton y Myron Scholes recibieron el premio Nobel de Economía por desarrollar «una fórmula pionera para la tasación de opciones financieras». «Su metodología», pregonaba la nota de prensa del comité del premio, «ha abierto el camino para las tasaciones económicas en muchas áreas. También ha generado nuevos tipos de instrumentos financieros y ha facilitado una gestión de riesgos más eficiente en la sociedad.» Ay, si el desafortunado comité del Nobel hubiese sabido que, en un par de breves meses, la muy alabada «fórmula pionera» causaría una espectacular debacle de cientos de miles de millones de dólares, el colapso de un importante fondo de inversión libre (el infame LTCM, en el que Merton y Scholes habían invertido todo su prestigio) y, naturalmente, un rescate por parte de las siempre serviciales contribuyentes estadounidenses.

La auténtica causa de la quiebra de LTCM, que fue un mero ensayo de la debacle mayor que supondría el crash de 2008, fue bastante simple: inmensas inversiones se apoyaban en la indemostrable premisa de que se puede calcular la probabilidad de las acontecimientos que el propio modelo desestima no sólo como improbables, sino, de hecho, como inteorizables. Adoptar una premisa lógicamente incoherente en las teorías propias ya es bastante malo. Pero jugarse la fortuna del capitalismo mundial basándose en semejante premisa bordea lo criminal. En- tonces, ¿cómo lograron los economistas que colase? ¿Cómo convencieron al mundo y al comité del Nobel de que podían calcular la probabilidad de acontecimientos (tales como una sucesión de impagos) que su propio modelo presumía que eran incalculables?

La respuesta reside más en el campo de la psicología de masas que en la propia economía: los economistas pusieron una nueva etiqueta a la ignorancia y la comercializaron como una forma de conocimiento provisional. Después los financieros construyeron nuevas formas de deuda sobre esa ignorancia reetiquetada y levantaron pirámides sobre la premisa de que el riesgo se había eliminado. Cuantos más inversores eran convencidos, más dinero hacían todos los implicados y mejor era la posición de los economistas para acallar a cualquiera que se atreviese a poner en duda sus premisas subyacentes. De esta manera, las finanzas tóxicas y la teorización económica tóxica se convirtieron en procesos que se reforzaban mutuamente.

Mientras los Mertons del mundo financiero se dedicaban a recoger premios Nobel y acumular fabulosos beneficios al mismo tiempo, aquellos de sus colegas que permanecían en los grandes departamentos de economía estaban cambiando el «paradigma» de la teoría económica. Si un tiempo atrás, los economistas destacados se dedicaban al asunto de dar explicaciones, la nueva tendencia era reetiquetar. Copiando la estrategia de los financieros de disfrazar la ignorancia como conocimiento provisional y la incertidumbre como riesgo sin riesgo, los economistas renombraron el desempleo inexplicado (por ejemplo, una tasa observada del 5% que se resistía a cambiar) como la tasa natural de desempleo. Lo bueno de la nueva etiqueta era que, de repente, el desempleo parecía natural y, por tanto, ya no necesitaba explicación.

En este punto, merece la pena ahondar un poco más en el elaborado timo de los economistas: cada vez que eran incapaces de explicar las desviaciones observadas en la conducta humana a partir de sus predicciones, a) etiquetaban tal comportamiento como «desequilibrio» y después, b) presuponían que éste era aleatorio y lo incluían en su modelo como tal. En tanto las «desviaciones» fuesen acalladas, los modelos funcionaban y los financieros conseguían beneficios. Pero cuando cundió la desazón y comenzó el pánico en el sistema financiero, quedó demostrado que las «desviaciones» eran de todo menos aleatorias. Naturalmente, los modelos se vinieron abajo, junto con los mercados que habían ayudado a crear.

Cualquiera que investigue sin prejuicios estos episodios debe, dicen, concluir que las teorías económicas que dominaron el pensamiento de personas influyentes (en el sector bancario, los fondos de cobertura, la Reserva Federal, el Banco Central Europeo... en todas partes) no eran más que formas levemente veladas de fraude intelectual, que proporcionaban las hojas de parra «científicas» tras las cuales Wall Street intentaba esconder la verdad acerca de sus «innovaciones financieras». Se presentaban con nombres impresionantes, como Hipótesis del Mercado Eficiente (HME), Teoría de las Expectativas Racionales (TER) y Teoría del Ciclo Económico Real (TCER). En realidad, no eran más que teorías muy bien empaquetadas cuya complejidad matemática logró ocultar su debilidad durante demasiado tiempo.

Tres teorías tóxicas que apuntalaron el pensamiento del establishment hasta 2008

HME: Nadie puede hacer dinero sistemáticamente dudando del mercado. ¿Por qué? Porque los mercados financieros se las ingenian para asegurarse de que los precios actuales revelen toda la información privada que hay. Algunos agentes de los mercados reaccionan exageradamente ante la nueva información, otros reaccionan con pasividad. Por lo tanto, incluso cuando todos se equivocan, el mercado acierta. ¡Pura teoría panglossiana! (15)

TER: Nadie debería esperar que ninguna teoría sobre las acciones humanas haga predicciones acertadas a largo plazo si la teoría presupone que los humanos la malinterpretan por sistema o la ignoran totalmente. Por ejemplo, imaginemos que una brillante matemática desarrollase una teoría para farolear en el póquer y nos instruyera en su uso. La única forma de que funcionase para nosotras sería si nuestras oponentes no tuviesen acceso a la teoría o la malinterpretaran. Porque si nuestras oponentes también conociesen la teoría, todas podrían usarla para averiguar cuándo vamos de farol, frustrando así el propósito del farol. Al final, la abandonaríamos y ellas harían lo mismo. La TER da por sentado que tales teorías no pueden predecir bien el comportamiento porque la gente se dará cuenta y, con el tiempo, infringirá sus mandatos y predicciones.

No cabe duda de que esto suena radicalmente antipaternalista. Presupone que la sociedad no puede recibir muchas aclaraciones de teóricos que creen conocer sus comportamientos mejor que Fulano y Mengano. Pero la puntilla viene al final: para que la TER se sostenga, tiene que ser cierto que los errores de la gente (cuando predice alguna variable económica, como la inflación, los precios del trigo, el precio de un derivado financiero o de una acción) siempre tienen que ser aleatorios, es decir, sin un patrón, sin correlación, sin teorización posible. Sólo se necesita reflexionar un momento para ver que la adhesión a la TER, especialmente cuando se asocia con la HME, es equivalente a no esperar nunca recesiones, por no mencionar las crisis. Así que, ¿cómo responde un creyente de la HME y la TER cuando sus ojos y oídos le gritan a su cerebro: «¡recesión, quiebra, colapso!»? La respuesta es dirigiéndose a la TCER en busca de una explicación reconfortante.

TCRN: Tomando la HEM y la TER como punto de partida, esta teoría describe el capitalismo como una Gaia perfectamente ajustada. Sin interferencias, permanecerá en equilibrio y nunca sufrirá una contracción (como la de 2008). Sin embargo, bien podría ser «atacada» por algún shock «exógeno» (proveniente de algún Estado entrometido, una caprichosa Reserva Federal, los abyectos sindicatos, productores de petróleo árabes, extranjeros, etc.), a la que debe responder y adaptarse. Como una benevolente Gaia que reaccionase al impacto de un inmenso meteorito, el capitalismo responde con eficiencia a las sacudidas exógenas. Quizá le lleve un tiempo absorber el golpe, y puede que haya muchas víctimas en el proceso, pero, con todo, la mejor manera de gestionar las crisis es dejar que el capitalismo lidie con ellas sin ser sometido a más choques administrados por las egoístas autoridades estatales y sus compañeras de viaje (que fingen defender el bien común para promover sus propios intereses).

En resumen, los derivados financieros tóxicos fueron apuntalados por la teoría economía tóxica, que, a su vez, no eran más que delirios interesados en busca de una justificación teórica; tratados fundamentalistas que sólo reconocían los hechos cuando éstos acomodaban las demandas de la fe lucrativa. A pesar de sus altisonantes etiquetas y su apariencia técnica, los modelos económicos eran simples versiones matemáticas de la enternecedora superstición de que los mercados saben qué es mejor, tanto en tiempos de tranquilidad, como en períodos tumultuosos.

6. Fallo sistémico

¿Y si no se pudiese culpar del crash ni a la naturaleza humana ni a la teoría económica? ¿Y si resulta que se debió a que los banqueros fuesen codiciosos (aunque la mayoría lo sean) o a que hicieran uso de teorías tóxicas (aunque sin duda lo hicieron), sino a que el capitalismo fue presa de una trampa creada por él mismo? ¿Y si el capitalismo no es un sistema «natural» sino, más bien, un sistema particular propenso al fallo sistémico?

La izquierda, con Marx como su profeta original, siempre ha advertido que, como sistema, el capitalismo se esfuerza por convertirnos en autómatas y por convertir nuestra sociedad de mercado en una distopía al estilo de Matrix. Pero cuanto más se acerca a alcanzar su objetivo, más se aproxima al momento de su propia ruina, de forma muy parecida al mítico Ícaro. Después, tras el crash (y a diferencia de Ícaro), se levanta del suelo, se sacude el polvo y vuelve a embarcarse en la misma ruta una y otra vez.

En esta explicación final de mi lista, parece como si nuestras sociedades capitalistas hubiesen sido diseñadas para generar crisis periódicas, que empeoran cada vez más cuanto más alejan el trabajo humano del proceso de producción y el pensamiento crítico del debate público. A quienes culpan a la avaricia, la codicia y el egoísmo humanos, Marx les replicaba que están siguiendo un buen instinto, pero están mirando en el lugar equivocado; que el secreto del capitalismo es su tendencia a la contradicción, su capacidad para producir al tiempo riqueza masiva y pobreza insoportable, magníficas nuevas libertades y las peores formas de esclavitud, resplandecientes esclavos mecánicos y trabajo humano depravado.

La voluntad humana, en esta lectura, puede resultar oscura y misteriosa; pero, en la Edad del Capital, se ha convertido más en un derivado que en una fuerza motriz. Pues es el capital el que ha usurpado el papel de la fuerza primaria que da forma a nuestro mundo, incluida nuestra voluntad. El impulso autorreferencial del capital se burla de la voluntad humana, del empresariado y de la clase trabajadora por igual. Pese a ser inanimado e inconsciente, el capital –abreviatura de máquinas, dinero, derivados titularizados y toda forma de riqueza cristalizada– evoluciona rápidamente como si funcionase por sí mismo, usando agentes humanos (banqueros, jefes y mano de obra en igual medida) como peones de su propio juego.

De manera similar a nuestro subconsciente, el capital también implanta ilusiones en nuestras mentes, por encima de todas, la ilusión de que, al servirle, nos hacemos valiosas, excepcionales, potentes. Nos enorgullecemos de nuestra relación con él (ya sea como financieros que «crean» millones en un solo día, ya como empresarias de las que dependen multitud de familias trabajadoras, o como trabajadoras que disfrutan de un acceso privilegiado a una brillante maquinaria o a ridículos servicios fuera del alcance de emigrantes ilegales), cerrando los ojos al trágico hecho de que es el capital el que, en efecto, es dueño de todas nosotras, y que somos nosotras quienes lo servimos a él.

El filósofo alemán Schopenhauer nos reprendió a nosotras, las humanas modernas, por engañarnos creyendo que nuestras creencias y acciones están sometidas a nuestra conciencia. Nietzsche coincidió con él al sugerir que todas las cosas en las que creemos, en cualquier momento dado, no reflejan más verdad que la del poder de otro sobre nosotras. Marx metió a la economía en la estampa, reprendiéndonos por ignorar la realidad de que nuestros pensamientos han sido secuestrados por el capital y su ansia acumuladora. Por supuesto, aunque sigue su propia y férrea lógica, el capital evoluciona inconscientemente. Nadie diseñó el capitalismo y nadie puede civilizarlo ahora que va a toda máquina.

Tras evolucionar sencillamente, sin consentimiento de nadie, nos liberó rápidamente de formas más primitivas de organización social y económica. Generó máquinas e instrumentos (materiales y financieros) que nos permitieron apoderarnos del planeta. Nos permitió imaginar un futuro sin pobreza, donde nuestras vidas ya no están a merced de una naturaleza hostil. Pero, al mismo tiempo, al igual que la naturaleza produjo a Mozart y al sida usando el mismo mecanismo indiscriminado, también el capital produjo fuerzas catastróficas con tendencia a provocar discordia, desigualdad, guerra a escala industrial, degradación ambiental y, por supuesto, crisis financieras. De un tirón, generaba –sin ton ni son– riqueza y crisis, desarrollo y privación, progreso y atraso.

¿Podría ser entonces que el crash de 2008 no fuese más que nuestra oportunidad periódica para darnos cuenta de hasta dónde hemos permitido que nuestra voluntad esté subyugada al capital? ¿Acaso fue una sacudida que debía despertarnos a la realidad de que el capital se ha convertido en una «fuerza a la que debemos someternos», en un poder que desarrolla «una energía cosmopolita, universal que quiebra cualquier límite y cualquier vínculo y se presenta como la única política, la única universalidad, el único límite y el único vínculo»? (16)

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