EN PRIMERA PERSONA

¿Qué pinta tiene un 'burnout'?

¿Qué pinta tiene un burnout?
9 de agosto de 2023 22:03 h

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Hace cuatro meses que me diagnosticaron burnout. Lo recuerdo aún como una nebulosa: decidí ir al médico un viernes, tras sentirme tan sobrepasada en el trabajo que no era físicamente capaz de seguir delante del ordenador. La angustia de pensar en tener que pisar la oficina el lunes hacía que me costase respirar. Todo esto me llevó a pasar una hora llorando en la consulta de un psiquiatra mientras balbuceaba que no podía más. Su respuesta, tan sencilla como evidente: “Tienes que parar”.

Me cuesta aún identificar cuándo empezaron los síntomas, no dejan de ser emociones que todos vivimos a diario como el enfado o el cansancio, pero llevadas al extremo. Sí recuerdo que en las semanas previas al diagnóstico estas sensaciones eran constantes. Estaba enfadada todo el tiempo pero en mi cabeza era difícil distinguir si aquello me pasaba porque tenía motivos o porque 'simplemente' estaba profundamente irascible. Del mismo modo, achacaba el cansancio que sentía a no dormir bien por mil motivos, pero evadía el real: un profundo agotamiento en el ámbito laboral y una incapacidad de desconectar cada vez mayor.

En el trabajo, el burnout se empezó a manifestar principalmente a través de una disminución progresiva de la empatía. Empezaron a molestarme sobremanera los errores de los demás, tenía muy poca paciencia y muchas ganas de contestar mal, veía cada error de alguien que trabajaba conmigo como una conspiración en mi contra. A su vez, esto me llevaba a creer que no podía confiar en absolutamente nadie, que solo yo podía hacer bien las cosas… solo que cada vez las hacía peor por estar absolutamente agotada.

Pese a mi enfado continuo por lo mal que todo el mundo a mi alrededor lo hacía todo, a mí me costaba horrores trabajar y no alcanzaba los objetivos que me había propuesto o me olvidaba de cosas. Casi cualquier actividad me generaba síntomas físicos como temblores o taquicardias: tener que conectarme a reuniones, recibir correos electrónicos o simplemente cualquier petición de alguien de mi entorno, por pequeña que fuera. Esta fue una de las primeras señales de alarma, porque nunca he sido una persona que canalice su frustración en enfado: ¿qué me pasaba?

Casi cualquier actividad me generaba síntomas físicos como temblores o taquicardias: tener que conectarme a reuniones, recibir correos electrónicos o cualquier petición de alguien de mi entorno

Los síntomas comenzaron a extenderse más allá de mi horario laboral. Mi capacidad de desconectar se iba deteriorando progresivamente. Empezó con cosas pequeñas, como mirar el correo fuera de mi horario de trabajo para “tenerlo todo bajo control”. Fue pasando también los fines de semana, pensando en los puntos importantes de una reunión determinada o la estructura de un informe. Durante los días previos a buscar ayuda médica, soñaba cada noche de forma muy nítida con mi trabajo: en sueños contestaba comentarios de Word que me habían dejado aquel mismo día o tenía conversaciones detalladas con mis compañeros de trabajo sobre qué gráficos utilizar para una presentación. Había perdido la capacidad de descansar.

Pronto mi cuerpo empezó a dar también señales de que algo no iba bien. La acumulación de estrés y tensión comenzó a afectar a mi salud física. Los síntomas se manifestaban de formas diversas: desarrollé eccemas, picores, aftas, bruxismo, dolores de cabeza y contracturas. Y, con cada visita al médico, la misma respuesta: “Tiene pinta de ser por ansiedad”. Pero yo había tenido episodios de ansiedad antes y lo que sentía era algo diferente: mi cuerpo diciéndome a gritos que no podía más. Todo esto se sumó al hecho de que a principios de año me habían diagnosticado artrosis cervical y parte del tratamiento implicaba reducir la tensión postural. Sin embargo, pasaba ocho horas al día apretando hombros y dientes delante de un ordenador.

A pesar de mi agotamiento y el obvio (muy a mi pesar) resentimiento de mi productividad, no me permitía parar. Me sentía completamente inútil y me repetía todo el tiempo que debía hacerlo mejor y “dejarme de tonterías”. Creo que esto es clave cuando estás dentro de un burnout: la incapacidad de verlo. La sensación constante de que tienes que estar a la altura, de que no puedes permitirte no dar más, de que te podrías organizar mejor. En los días previos a mi diagnóstico, recuerdo repetirme a mí misma todo el rato que cómo iba a ir al médico, que se reirían de mí y con razón. Que no era para tanto y que debía aguantar. Que no estaba enferma, solo cansada. Que no podía permitirme parar. Que, que, que… una lista de excusas interminable que pasaba de forma inevitable por el autocastigo.

En sueños contestaba comentarios de Word que me habían dejado aquel mismo día o tenía conversaciones detalladas con mis compañeros de trabajo (...) Había perdido la capacidad de descansar

¿Qué me empujó a la consulta del médico finalmente? Sobre todo, la insistencia de las personas cercanas a mí de que necesitaba parar, pero también la sensación de no poder soportar más físicamente. Pese a todas mis excusas, sabía que no era normal no poder dormir, tener cada vez más problemas físicos o no ser capaz de pensar en nada que no fuera trabajo ni siquiera los fines de semana. Y que, si me lo decían las personas de mi alrededor, probablemente valiese la pena escucharles. Mi primera experiencia con mi médico de cabecera en Francia no fue buena: apenas me preguntó nada, me dio dos días de baja y me dijo que él no podía hacer más, que buscase un especialista. Cogí la cita más rápida que pude conseguir con un psiquiatra especializado en estrés laboral y su diagnóstico fue claro: burnout.

Lo que sucede tras un diagnóstico así tampoco es sencillo. El estrés tarda en desaparecer, incluso cuando tu cuerpo parece haberse detenido. Al principio, me despertaba todas las mañanas a las siete y seguía teniendo pesadillas y ataques de pánico. Llegué a desmayarme en un avión de Barcelona a París mientras acudía a una cita médica, debido al miedo a regresar al trabajo. Los tiempos tampoco son fáciles de gestionar. En un principio, me dije a mí misma que “descansaría una semana y estaría como nueva”. Luego, el médico me recomendó tres semanas más y pensé que con eso, medicación y terapia sería suficiente. Al final, pasé casi tres meses de baja hasta que decidí dejar mi trabajo y buscar un cambio que me diese bienestar.

A pesar de mi agotamiento y el obvio (muy a mi pesar) resentimiento de mi productividad, no me permitía parar. Me sentía completamente inútil y me repetía todo el tiempo que debía hacerlo mejor y 'dejarme de tonterías'

No voy a mentir diciendo que las dudas sobre mí misma ya no están presentes. Incluso hoy, cuatro meses más tarde y sin haber trabajado ni un día desde entonces, siento que no estoy del todo curada. Muchas veces mi cabeza aún está en otro sitio y me cansa hacer casi cualquier actividad productiva. He perdido la cuenta de las veces que he preguntado a mi médico y a mi psicóloga cuánto va a durar el proceso. Me repito a mí misma que si en vez de un burnout fuera una pierna rota, probablemente estaría volviendo a caminar, pero aún sería incapaz de correr 10 kilómetros, y que esto es parecido. Porque, efectivamente, estoy volviendo a caminar: he podido dejar la medicación, empiezo a sentir ilusión por otros proyectos laborales y poco a poco entiendo mejor los nuevos ritmos de mi cuerpo y los respeto. ¿Las claves? Ni idea. No me siento capaz de dar consejos, pero sí de contar lo que me ha ayudado a mí: priorizar mi bienestar, escuchar a mi cuerpo y cuidarme. 

El resumen, supongo, es que nada de esto es fácil. Pero si os veis reflejados en algo, recomiendo que pongáis límites cuanto antes, pidáis ayuda y os toméis en serio las señales de vuestro cuerpo. Cuidarse a uno mismo y pedir a los demás (y al sistema) que lo hagan es crucial para tomarnos la salud mental con la seriedad que se merece.

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