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Por la democracia, contra Trump
El asesinato de George Floyd a manos de la policía de Minnesota ha vuelto a poner en evidencia que la sociedad estadounidense está herida por la cuestión racial. El “no puedo respirar” (I can’t breath) que Floyd balbuceó intentando zafarse del policía que le presionaba el cuello con una rodilla, y que el planeta entero ha podido escuchar en un vídeo viral, representa la expresión última y más violenta del racismo estructural en Estados Unidos. El racismo institucional que hace que, mientras que las personas afroamericanas son el 13,4% de la población, en los estados de mayoría afroamericana representan el 60% de las muertes por COVID19.
El asesinato ha provocado una oleada de movilizaciones masivas en todo el país, trascendiendo ya la cuestión de la violencia policial, para denunciar la discriminación sistémica a la que son sometidas las comunidades afroamericanas. Mientras que la respuesta de las autoridades gubernamentales y locales ha sido diversa, con algunos gobernadores utilizando a la Guardia Nacional para reprimir las protestas y otros cediendo en algunas de las demandas de los manifestantes y teniendo un tono más conciliador, el presidente Donald Trump ha encontrado en estas movilizaciones un tabla de salvación de cara a las elecciones de noviembre.
Trump, en una estrategia que viene repitiendo sistemáticamente desde que llegó al poder, ha decidido alentar la represión violenta de las protestas, amenazando con disparar a las personas que participan en ellas y presentándose como “el presidente de la ley y el orden” frente al “caos” que según él provocan las manifestaciones, mayoritariamente pacíficas. Esta estrategia tuvo su punto álgido el pasado lunes cuando, invocando una Ley de 1807, amenazó con desplegar el Ejército en los estados y ciudades que no reprimieran fuertemente las protestas, incluso contra la voluntad de sus autoridades. Dos días después, en una declaración inédita, los Comandantes en Jefe de los Ejércitos enviaron una nota a sus filas en la que recordaban que sirven al pueblo estadounidense y están obligados a respetar la Constitución que ampara la libertad de expresión y manifestación.
La estrategia de Trump tiene dos objetivos. El primero es ganar las elecciones de noviembre. Su nefasta gestión de la pandemia ha hecho que no pueda presentar los buenos datos de crecimiento y desempleo anteriores al brote como principal hoja de servicios. Trump necesita ofrecer otra cosa y ha decidido ofrecer protección y un falso orden a su base social (mayoritariamente blanca y de clase media) frente a un enemigo interno que él mismo ha creado y alimenta: esta es la función que tiene la declaración del antifascismo difuso (bajo la sigla ANTIFA) como grupo terrorista. Trump construye una franja entre el prototipo de ciudadano estadounidense (blanco, conservador y amante de la economía de mercado) y toda la oposición política (en la que se incluyen todas la minorías raciales y también todos los grupos progresistas y pro derechos civiles que apoyan las movilizaciones). En una sociedad fuertemente armada esta estrategia puede fácilmente rebasar lo electoral y provocar un enfrentamiento civil, pero es justo lo que el presidente está alentando.
Porque el segundo objetivo del magnate va más allá de las elecciones. El poder de los Estados Unidos en el mundo y el poder de la minoría blanca, rica, masculina y conservadora que históricamente ha dominado el país está en claro retroceso. En la década de 2040 está previsto que la población blanca suponga menos de la mitad de la población estadounidense frente al conjunto de las poblaciones afroamericana, asiática e hispana. Trump sabe que tiene que poder gestionar el miedo que esto provoca en los que siempre han ostentado el poder para reconfigurar la democracia estadounidense a la medida de sus ideas: haciéndola más autoritaria, más racista y dividiéndola aún más económicamente.
Más allá de Estados Unidos
Esta estrategia tiene también una dimensión internacional. La política exterior de Donald Trump ha sido errática y a golpe de improvisación e imposición, pero ha tenido muy claras un par de cosas: debía polarizar con China, el Estado que económica y militarmente ya desafía la hegemonía norteamericana, y debía extender la estrategia polarizadora interna al conjunto del planeta. Los insultos, los bulos, las amenazas o las intervenciones, de las que la Unión Europea está siendo un objetivo predilecto, tienen esa función. Trump ha atacado todas las instituciones del ya débil multilateralismo y ha retrocedido en los tímidos avances que, en cuestiones como la normalización de relaciones con Irán y Cuba (lo que no es poco), emprendió Obama. Se trata de polarizar entre él y todo lo que amenaza aquello que él afirma representar.
No es casual que Trump ataque el antifascismo, porque sabe que el antifascismo es el alma de la democracia. No es casual, tampoco, que aquí tengamos a Santiago Abascal alabando a Trump y llevando a cabo las mismas estrategias desestabilizadoras y polarizadoras que el presidente de Estados Unidos, ya que pretende instaurar el mismo régimen racista, clasista y machista.
Por eso, el apoyo a las movilizaciones y al Black Lives Matter es una obligación política de todas las personas que aspiramos a un construir un mundo más decente, más justo y democrático. Por eso, la lucha contra todas las formas de racismo, machismo y clasismo (también el que se da aquí y ahora, en las fronteras europeas, en los CIES o en nuestro mercado de trabajo) es una lucha por la democracia.
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