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El futuro del trabajo… ya ha llegado
Hace años que en ámbitos académicos, políticos, instituciones internacionales o en think tanks nos venimos preguntando sobre el futuro del trabajo y centrando el debate en tendencias que ya se analizan desde líneas de análisis teórico y empírico bastante consolidadas. Entre otras, y en las economías más desarrolladas en particular, destacan: la expansión del trabajo por cuenta propia en muchos casos en situaciones fraudulentas y precarias como en la economía de plataforma; el incremento de la desigualdad salarial y de la autonomía sobre las condiciones de trabajo entre los propios trabajadores; la aparición de nuevas formas de trabajo y de relaciones contractuales; la disminución de la participación de los salarios en el producto interior bruto de los países y su vinculación con el incremento de la desigualdad y la hiperglobalización financiera; la desregulación de los mercados de trabajos, la pérdida de poder social y político de los sindicatos y la negociación colectiva, y la mercantilización de cada vez más aspectos de nuestra vida; los impactos macro y micro de la robotización y de la aplicación de la inteligencia artificial vinculados a una mayor capacidad de supervisión, mercantilización de nuestros datos y la inseguridad inherente a ese proceso, o la aparición de mecanismos de discriminación sin establecer cadenas de responsabilidad humana; el reparto de los trabajos más allá de una disminución de la jornada laboral discutiendo la centralidad de los cuidados y su desigual reparto entre mujeres y hombres; o las ventajas e inconvenientes del trabajo a distancia que van desde el impacto físico y psicológico en las y los trabajadores y su derecho a desconectar, hasta los efectos en la conciliación y la corresponsabilidad, en el medioambiente, en la productividad de los trabajadores o las consecuencias políticas de la fragmentación o la deshumanización de las relaciones laborales que impone la distancia.
A estas tendencias se suman, en las economías menos desarrolladas, el mantenimiento de una elevada informalidad que penaliza la fiscalidad y discrimina al sector formal que debe contribuir más; la aceleración de una economía dual con sectores muy vinculados a la economía global y sectores especializados en las economías atrasadas rurales; o el mantenimiento del poder de las comunidades y el poder de clanes y patriarcas que determinan a menudo el futuro del trabajo de jóvenes generaciones en el ámbito rural que en algunos países es más de la mitad del territorio y el empleo.
La crisis de la COVID-19 ha venido a agudizar estas tendencias y algunas están sufriendo un claro proceso de aceleración. Es incuestionable que los procesos de crisis siempre han traído transformaciones profundas en varias dimensiones del mundo de trabajo, sobre todo si se han dado en mitad de una disrupción tecnológica como ocurre en la actualidad. La industrialización es paradigmática en este sentido, aunque se desarrolló durante más de un siglo y con distintas velocidades en los distintos países y regiones.
Gran parte de los cambios sociales, económicos y hasta políticos que se desarrollaron durante las revoluciones industriales pivotaron en torno al mundo del trabajo. Éste pasó de realizarse de manera mayoritaria en el ámbito doméstico de las unidades familiares, orientado a la subsistencia, a concentrarse en las fábricas bajo la forma trabajo asalariado, ya fuera a destajo o como jornal diario, pasando a ser la medición y el control de los tiempos un aspecto clave del nuevo régimen laboral. Igualmente se desarrolló todo un marco institucional el de los estados liberales para consagrar la propiedad privada, las libertades individuales –en principio solo de los varones–, y la liberalización de los medios de producción entre ellos del trabajo que pasaba a poder venderse a cambio de un salario.
Este proceso también implicó paralelamente la concentración de la población en ciudades, la desaparición de los mecanismos de solidaridad comunal en las grandes ciudades, o la definición del moderno concepto de trabajo del que quedaron excluidos la mayor parte de los trabajos de mujeres, que al mismo tiempo fueron excluidas de la ciudadanía o del acceso a la educación y las profesiones con la consolidación del mito del hombre como ganador de pan y la mujer como ama de casa.
Aunque frente al desequilibrio de poder entre los trabajadores y los empresarios también surgieron los contrapoderes y mecanismos de defensa como los sindicatos; frente al desmantelamiento de los sistemas comunales de protección surgieron también las primeras asociaciones y cofradías de trabajadores, las redes informales de solidaridad, el paternalismo industrial, y la primera legislación laboral y de seguros; y frente a la exclusión de las mujeres de la ciudadanía, el empleo o la educación surgió el movimiento feminista, y las reivindicaciones por la igualdad.
Otros momentos de crisis profundas, como las dos guerras mundiales, sirvieron para acelerar algunos de esos cambios, en las economías más desarrolladas. Así, la Organización Internacional del Trabajo (OIT) se fundó en 1919, el mismo año en el que se creó el 'Retiro obrero', el primer seguro de vejez en España. Y fue tras la crisis de los años treinta con el New Deal en Estados Unidos o tras la Segunda Guerra Mundial en Europa cuando se llegó a un nuevo pacto social que implicaba mejoras en la distribución primaria de los beneficios entre el capital y el trabajo, más favorable a este último, por cierto, en EE.UU, de la mano de una mujer, Frances Perkins, no muy conocida a pesar del papel tan importante que desempeñó como secretaria de trabajo con Roosevelt. Y también se pusieron en marcha mejoras en las políticas redistributivas gracias a la fiscalidad progresiva y al desarrollo de sistemas nacionales de sanidad, al derecho y acceso a la educación, así como la extensión de los seguros de salud, vejez, desempleo o maternidad.
Así que es esperable que una crisis sin precedentes como la de la COVID-19 que acontece en mitad de una disrupción tecnológica caracterizada por la velocidad del cambio que conlleva, con una enorme brecha social y generacional, se experimenten cambios profundos en el mundo del trabajo. De entre las tendencias esbozadas el inicio del artículo hay dos que parece que se están acelerando o incluso adelantando con la crisis de la COVID-19, el confinamiento y las estrategias de distanciamiento social como son el avance de la digitalización de los procesos productivos y el teletrabajo.
En cuanto al avance de la digitalización, hay que tener en cuenta por un lado la automatización de los procesos productivos que puede suponer la sustitución de trabajadores por robots en varias fases del proceso productivo y por otro, la extensión de la Inteligencia Artificial en esos mismos procesos. Como ya ocurriera en otros procesos de disrupción tecnológica en el pasado, también ahora se perderán millones de empleos que en este momento serán sustituidos por robots, y con el tiempo pero no de manera inmediata ni automática, por empleos en otros sectores que no siempre serán ocupados por los trabajadores que pierdan los suyos, ni concentrados en las mismas regiones en las que estaban las actividades desaparecidas o transformadas. Esto traerá grandes cambios en la distribución de la población y de su bienestar a no ser que se establezcan planes de fomento de nuevos sectores productivos que en muchos aspectos pueden estar vinculados con la reindustrialización y la relocalización, dados los efectos que la COVID-19 ha tenido en la ruptura de las cadenas de producción que pueden ser coyunturales pero también tener un carácter más permanente. Pero también debemos pensar en el fomento de sectores vinculados con la transición ecológica y los cuidados que se han mostrado más urgentes que nunca. Las transiciones entre sectores o profesiones que estos cambios implican necesitarán de políticas públicas que garanticen el derecho de los trabajadores a la formación a lo largo de la vida que permitan su constante adaptación, así como la existencia de subsidios o transferencias que les permitan sobrellevar estas transiciones.
Pero la digitalización también está trayendo un uso cada vez más intensivo de la inteligencia artificial que puede tener amplias consecuencias en el mundo del trabajo como el aumento de la capacidad de supervisión. Por ejemplo los sindicatos están denunciando que con la excusa de la pandemia, los trabajadores del puerto de Amberes estarán obligados a llevar una especie de relojes que monitorizarán su actividad laboral aunque en teoría deben garantizar el distanciamiento social como si esos trabajadores no fueran capaces de calcular lo que supone estar a un metro y medio de distancia. Y desde que salió a la luz hace solo unos días, Rombit, la empresa desarrolladora del producto dice tener peticiones de casi 500 empresas de 99 países.
En este sentido es fundamental que se establezcan políticas públicas que aumenten la alfabetización digital de la población y que se apruebe una regulación que desarrolle una inteligencia artificial “bajo control humano”. Los trabajadores deben de estar informados y tener capacidad de consentir sobre el uso de sus datos. El uso de la IA debe ser transparente y con trazabilidad a lo largo de todo el proceso desde la generación del algoritmo. Ya que al igual que el trabajo no es una mercancía pero se usa como tal, los datos de los trabajadores tampoco deben serlo, por lo que los trabajadores tienen que consentir de manera informada sobre su utilización y reutilización, y deben estar almacenados de manera segura y con garantías explícitas sobre la longevidad de su almacenamiento.
Y por último, un equipo de humanos capacitados tiene que ser responsable de las decisiones finales que se tomen en las empresas en relación con los trabajadores, no un algoritmo. Si hay discriminación o sesgos en los procesos de selección, o despidos vinculados con la monitorización de los resultados de manera automatizada, la decisión final debe ser tomada por un humano que asuma la responsabilidad de sus decisiones. La urgencia de que haya control humano de lo que los algoritmos controlan es ya insostenible en el ámbito de las finanzas, donde proliferan ya algoritmos creados por todo tipo de brokers, incluidos adolescentes sin apenas formación que ordenan la compra venta automática de valores que pueden influir en la pérdida de empleo en empresas o sectores completos.
La segunda tendencia que parece estar acelerándose con la COVID-19 es la extensión del teletrabajo que sin duda es el efecto laboral más visible del confinamiento. El teletrabajo se ha visto en estos años pasados como una evolución positiva querida por las y los trabajadores aunque no siempre se han tenido en cuenta algunas características negativas de esta modalidad de trabajo. Como en todo, va por barrios. Primero no todos los trabajos se pueden realizar de manera remota, estableciéndose una desigualdad dentro de la fuerza de trabajo que en algunos sectores se traslada al interior de las empresas lo que puede generar tensiones importantes.
Es cierto que el confinamiento y el aumento del teletrabajo estos días nos han traído cielos más limpios y que sin duda supone una apuesta clave dentro de la transformación ecológica que todos tenemos que transitar si queremos que la especie humana siga habitando este planeta. También lo es que en la mayoría de los casos puede suponer un aumento de la autonomía sobre el trabajo y por tanto favorecer la conciliación de la vida familiar y laboral. Aunque también está trayendo un aumento de las horas de trabajo, lo que puede suponer una mayor rentabilidad para las empresas si este proceso no va acompañado de un aumento salarial, una mayor dificultad de desconectar y parcelar la vida personal y la laboral.
Y, aunque pueda facilitar la conciliación, no está claro que favorezca la corresponsabilidad en el reparto de los cuidados y de los tiempos dada la amplia desigualdad de género que en ese ámbito se produce en los hogares especialmente mientras que las niñas y niños, u otros dependientes, también estén confinados. Varios estudios han demostrado en estos días que las mujeres científicas confinadas están enviando menos artículos para su publicación en revistas que faciliten su promoción laboral, en comparación con colegas científicos hombres confinados. En definitiva, un uso del tiempo de trabajo más intensivo con las consecuencias físicas y psicológicas que no son exactamente positivas. Como tampoco lo es la desvinculación del puesto de trabajo para luchar por intereses comunes de cara a solventar las desigualdades de poder que se establecen al interior de las empresas.
Estos dos ejemplos muestran cómo tenemos que estar alerta sobre ciertas tendencias que la COVID-19 está acelerando y que pueden tener consecuencias positivas pero también negativas en el mundo del trabajo. La velocidad de los cambios no deben desviar nuestra atención de cual debería ser el futuro del trabajo, que no difiere mucho de esas reflexiones a las que hacíamos referencia al inicio del artículo y que bien pueden sintetizarse en las conclusiones de la Comisión mundial sobre el futuro del trabajo organizada por la OIT y presentadas hace un año.
Este futuro debe garantizar la mejora de la calidad de vida de los trabajadores, ampliar sus opciones disponibles, cerrar la brecha de género, revertir los estragos de las desigualdades a nivel mundial, y apostar por la economía verde –también deberíamos por la de los cuidados–, para que la automatización de los procesos de producción y el envejecimiento de la población no solo suponga una presión para nuestros sistemas de seguridad social sino que también sirva como oportunidad para generar sociedades basadas en la inclusión, la igualdad, la justicia social, el cuidado, reforzando nuestro tejido social.
La propuesta es establecer un nuevo contrato social centrado en las personas. Para ello será necesario invertir en las capacidades de las personas pero no consideradas solo como capital humano sino trabajando para ampliar sus oportunidades y mejorar su bienestar generando ecosistemas de aprendizaje a lo largo del ciclo vital, con especial atención a las transiciones vitales proporcionando una protección social desde el nacimiento hasta la vejez. Igualmente habrá que aumentar la inversión de las instituciones del trabajo incluyendo la regulación, los convenios colectivos, los contratos o la inspección del trabajo, y establecer un garantía laboral universal a modo de mínimo salarial y de condiciones de trabajo que todos los trabajadores deberían disfrutar independientemente de su acuerdo contractual.
También los ocupados en las nuevas formas de trabajo propiciadas por las nuevas tecnologías, así como la protección frente a los peligros previamente expuestos de supervisión, falta de conexión, mercantilización de la información personal del trabajador o intensificación del trabajo y falta de autonomía del trabajador. En este sentido, se debería ampliar la soberanía sobre el tiempo aprovechando los avances técnicos para ampliar las oportunidades de los trabajadores que deberían además tener garantizada la representación a pesar de la posible dispersión geográfica. Por ello, también se aboga para que exista un sistema de gobernanza internacional para las plataformas digitales de trabajadores que exija a las plataformas y sus clientes el respeto por los derechos y la protección mínima de los trabajadores.
Por último, debe trabajarse mucho más para que se reduzca la ignorancia que de las dificultades estratégicas que sufren las empresas a menudo tienen los trabajadores, con un mayor nivel de formación del trabajador, y un aumento de las posibilidades para colaborar en la formulación de estrategias de largo plazo de las empresas, como sucede a menudo en las cooperativas, o en las empresas alemanas o japonesas. Sobre todo en el ámbito de las pymes, el trabajador a menudo da por supuesto que la empresa tiene fondos suficientes para sostener el empleo en situaciones de caída de ventas, sean fondos de la propia empresa o personales, cuando a menudo entre las pymes no es el caso, ni debe serlo. El Estado, y los gobiernos regionales y locales, han de tener responsables competentes y profesionales que puedan ayudar a elaborar normas que obliguen a los empresarios a tener una reserva de liquidez que ahora sólo se exige a las grandes empresas como los bancos, para proteger al empleo, sin perjudicar al empresario.
En definitiva se debe invertir en trabajo decente y sostenible en línea con los Objetivos de Desarrollo Sostenible de Naciones Unidas. El empleo verde o el fomento del empleo rural pueden ser clave en este sentido ahora que el teletrabajo ha venido para quedarse, y se nos vislumbra un futuro bastante inquietante basado en el distanciamiento social. Para ello sería necesario desarrollar las infraestructuras materiales y digitales y garantizar los servicios públicos y el acceso a la cultura.
Todo ello no será posible si no se remodelan las estructuras de incentivos empresariales y la forma de medir el éxito empresarial y de los países, para lo que sería importantes desarrollar políticas fiscales justas, la revisión de las normativas contables, mejorar el diálogo social y otro reparto de los beneficios. Para ellos los principios de la economía social y cooperativa pueden servir sin duda de inspiración para la transformación que necesitará que ese pacto social sea también un pacto social feminista para que el mejor reparto del trabajo no se circunscriba solo al ámbito laboral sino que también incluya el ámbito del trabajo no pagado.
Y todo ello se hará asumiendo responsabilidades ya que las conclusiones de la OIT también insisten en una cosa: nada de todo esto ocurrirá por sí mismo, tendremos que presionar y luchar para que ocurra. Esperemos que la crisis de la COVID-19 que tan dolorosa está siendo en tantos sentidos y para tantas personas, sirva para caminar en la dirección de la justicia social y las oportunidades de trabajo dignas para todas las personas.
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