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Espacio para la reflexión y el análisis a cargo de parlamentarios europeos españoles.

Sistemas de salud: inercias, crisis y oportunidades

Médicos revisan a un paciente dentro de una unidad de cuidados intensivos del hospital Poliambulanza, de Brescia (Italia).

Paloma Fernández Pérez / Lina Gálvez

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La Historia nos da lecciones sobre cómo los sistemas de salud reaccionan ante las pandemias. La primera es que estos sistemas son estructuras frágiles y su firmeza depende de la existencia de políticas previas diseñadas para el muy largo plazo, que deben ser consensuadas y disciplinadamente ejecutadas. La segunda lección es que son muy pocos los países donde se han consensuado este tipo de políticas; muy al contrario, lo que ha dominado es la improvisación. La tercera lección es que los episodios traumáticos y de crisis que dejan un fuerte impacto social en el corto y medio plazo tienden a ser olvidados por la siguiente generación, limitando el consenso que empujó en su momento las transformaciones de los sistemas de salud. Por eso es vital que la experiencia científica de la Medicina y de la Historia se utilice para llevar a cabo planificaciones de largo plazo en los organismos políticos encargados de fortalecer nuestros sistemas de salud y bienestar, y que esto se haga con amplio consenso y apoyo social.

Los actuales sistemas de salud en el mundo fueron diseñados en un contexto de crisis, entre finales del siglo XIX y la década de 1930. Un periodo en el que más de 40 millones de personas migraron de un continente a otro sin regresar a sus países de origen, durante el cual varios imperios colapsaron, al tiempo que se hundían el sistema internacional de pagos controlado por el patrón oro y la libra esterlina, y millones de jóvenes morían a causa de los más feroces conflictos bélicos entre las grandes potencias imperialistas. La muerte, las epidemias, el hambre, el aumento de la llegada de migrantes a las grandes ciudades, la crisis de la economía agraria y el despegue de la industrialización imperaron esos años. Fue entonces cuando el mundo se planteó cómo hacer frente al aumento del número de enfermos en las grandes ciudades, cuya población se duplicó y en algunos casos se quintuplicó en apenas tres décadas.

De hecho, la crisis y las transformaciones que llevaron a la instauración de los modernos sistemas de salud y bienestar fueron previas a la II Guerra Mundial. Aparentemente en contraste con el escenario que acabamos de presentar, el primer avance significativo de la esperanza de vida en el mundo tuvo lugar en el primer tercio del siglo XX, gracias a mejoras sustanciales y progresivas en higiene y salubridad, y al efecto de las campañas contra las pandemias y epidemias infecciosas, de índole digestiva y respiratoria, que fueron patrocinadas por instituciones públicas y privadas, como la muy impactante liderada a nivel mundial por la también muy criticada Health Unit de la Rockefeller Foundation.

Hace un siglo, se hundió la economía agraria occidental, cayeron el Imperio ruso, el austrohúngaro y el otomano y millones de personas huyeron de la guerra portando con ellos sus bacterias y sus virus. Ante el tremendo shock que esto supuso, los precarios sistemas de salud decimonónicos reaccionaron recogiendo donativos, fomentando otros actos de caridad y aprobando precarios subsidios públicos en las grandes ciudades para evitar el colapso del sistema económico. Fue en esos momentos cuando la necesidad y la escasez de recursos, así como la presión social y política propia de los tiempos de crisis, hicieron que la iniciativa pública, privada y comunitaria confluyeran, con muy diversas propuestas, en la creación, apoyo y aceptación de modernos sistemas de salud pública.

En el primer tercio del siglo XX, se diseñaron los principales modelos de estos modernos y diversos sistemas de salud públicos: el de Europa occidental con la Europa mediterránea siguiendo su estela; el norteamericano; y el de las economías emergentes de Asia, América Latina y África. Esas particularidades quedaron en el sustrato de los estados de bienestar de la postguerra y son perceptibles también en la mayor o menor fortaleza con las que estos han afrontado su desmantelamiento, privatización o debilitamiento durante el periodo neoliberal y, por tanto, en su capacidad actual de respuesta y en las desigualdades en el acceso de la población a los recursos sanitarios. En lo que no divergieron tanto los distintos modelos de bienestar, incluidos los escandinavos hasta la década de 1970, fue en el hecho de que el nuevo pacto social que les dio sustento tras la Segunda Guerra Mundial se basó en otro pacto, éste de género, según el cual el cuidado de las personas quedaba en manos de las familias y, más particularmente, de las mujeres.

En lo relativo a los sistemas de salud, en Europa occidental se impusieron tres grandes modelos: el francés, muy centralizado, basado en la estandarización de la formación médica y la organización de grandes hospitales, muy burocrático y lento en su capacidad de reacción ante situaciones críticas; el inglés, muy descentralizado, fundamentado en la externalización de los servicios sanitarios a las comunidades y al voluntarismo local, con todas las desigualdades que eso crea entre pequeñas comunidades y grandes ciudades; y el alemán y el suizo, con una estructura federal férreamente organizada por el poder central, que delegaba a centros y autoridades de gran prestigio científico el control y registro del cuidado sanitario, siguiendo normas estandarizadas a escala estatal, y estimulando un acceso generalizado de la población a los seguros médicos y una remuneración justa del personal sanitario.

La Europa mediterránea, caracterizada por una economía dual y muy atrasada hasta hace apenas cuatro décadas, desarrolló, como oasis perdidos en el desierto, algunos sistemas locales y distritos de salud muy innovadores que pretendían reproducir el modelo alemán o el francés (y en menor medida el inglés). Durante décadas y hasta la llegada de la democracia, lo lograron sólo durante periodos breves, interrumpidos por la constante injerencia de élites e instituciones cuya prioridad era el control del poder económico y no la salud y el bienestar de los ciudadanos.

Estados Unidos y Canadá crearon un modelo muy influyente de atención sanitaria centrado en enormes infraestructuras hospitalarias, construidas en vertical y conectadas por ascensores para permitir la concentración de miles de pacientes en un espacio urbano reducido, y excelentemente dotadas con equipos de investigación y tecnológicos de vanguardia, tanto de diagnóstico como de terapia. Las autoridades sanitarias intentaron imitar la descentralización y la externalización del control de la atención sanitaria a centros de prestigio científico propias del modelo alemán –la John Hopkins University se convirtió en el centro de referencia–, pero sin copiar las normas alemanas que desde la década de 1880 habían favorecido el acceso masivo de la población a la cobertura médica. El resultado, tanto en Estados Unidos como en Canadá, fueron una enorme desigualdad y una injusticia clamorosa en el acceso a los servicios básicos de salud de amplias capas de la población.

La Segunda Guerra Mundial supuso, en poco tiempo, un trauma colectivo de tal envergadura que llegó a cambiar las prioridades políticas en un sentido amplio. Las propias élites políticas y empresariales y la ciudadanía en su conjunto se vieron imbuidas por lo que se llamó el “espíritu del 45”, que impuso una fiscalidad progresiva y democrática orientada al bien común frente al interés individual. Las lecciones apenas aprendidas en los años anteriores a 1939 pudieron, entonces, implementarse sobre una mayor base fiscal y con un criterio en general más equitativo en el acceso a los sistemas de bienestar de aquellos países en los que se adoptaron sistemas democráticos. España, sumida en la dictadura, fue mal que bien modernizando su sistema de salud, pero quedó al margen de ese proceso hasta el triunfo de la democracia. La dependencia de la senda histórica es más fuerte de lo que creemos.

Las diferencias de partida que hemos esbozado para las distintas regiones o países en lo que se refiere a las condiciones de acceso de la población en general a las infraestructuras y atención sanitarias se han mantenido hasta hoy. Por ejemplo, en Estados Unidos, miles de personas carecen de seguro o disponen de uno que no cubre todo el coste de la atención que precisan, generando continuos dramas humanos que las polémicas políticas no han logrado subsanar a pesar de los intentos del Obamacare. En Europa occidental, la tradición centenaria alemana de descentralizar la atención sanitaria y dotarla de un alto número de camas hospitalarias, así como de médicos y enfermeras, sumado al acceso general de la población a los seguros médicos, permite reducir la tensión en crisis como la de la Covid-19. La obsesión francesa, determinada históricamente, por centralizar la administración de la sanidad pública ha ralentizado la toma de decisiones en la actual crisis. El bloqueo, hasta muy recientemente, de algunas élites empresariales, sociales y políticas de Italia y España a las opiniones de expertos epidemiólogos ha podido contribuir de manera decisiva a la virulencia con la que se están produciendo los contagios y fallecimientos durante esta crisis en la Europa mediterránea. Aunque a esto es imprescindible añadir el efecto particularmente duro de las políticas de austeridad en las finanzas y servicios públicos de estos países.

La descentralización y atención local en el sistema sanitario inglés, con una fundamental aportación de entidades voluntarias privadas, permite hoy, como hace un siglo, paliar las carencias del más que insuficiente sistema público de salud, que tampoco salió indemne de las políticas de austeridad impuestas en Gran Bretaña antes y después de la crisis de 2008. En las economías emergentes, el poder del Estado, a pesar de la influencia de las élites depredadoras, se revela, como hace un siglo, primordial para imponer de manera centralizada medidas que son rápidas y visibles en la mejora de la situación sanitaria de las grandes ciudades, aunque, también como hace un siglo, en zonas alejadas de las grandes urbes la desatención sanitaria es la norma y la propagación de enfermedades endémicas, como el dengue en Perú o la malaria en África, sigue matando a una gran velocidad y con mucha virulencia sin que la OMS nos informe a diario de ello.

Desde la década de 1990, la política de concentrar camas hospitalarias en unos pocos grandes hospitales, reduciendo paulatinamente el número de camas por habitante y limitando su presencia en las ciudades de pequeño y medio tamaño, se ha vuelto casi universal. Las décadas de hiperglobalización financiera han primado inversiones en infraestructuras que generaban deuda y productos financieros para seguir especulando y asfixiando la economía productiva, desplazando a las personas del centro de la política económica. Personas que no son –no somos– robots, sino personas que vivimos en cuerpos vulnerables, que necesitamos cuidados, que enfermamos y morimos como moscas en pandemias que se expanden de manera exponencial. Ni las autopistas, ni los aeropuertos fantasma, ni los derivados financieros sirven para alojar camas de UCI o fabricar EPIs. El predominio de la economía financiera sobre la economía real ha de invertirse radicalmente y permitir que prioricemos las inversiones en salud y educación. O eso o en la próxima pandemia, como ya vaticinan algunos organismos de salud internacionales, podríamos alcanzar la escalofriante cifra de 80 millones de muertos en todo el mundo. Salud, educación, ciencia y bienestar deben ocupar el centro de nuestras políticas y sistemas fiscales, y eso incluye también organizar la producción, distribución y consumo de manera que podamos construir una economía incuestionablemente sostenible.

La Historia no es un armario lleno de esqueletos guardados para entretenimiento de populistas o jubilados. Es un auténtico laboratorio repleto de experiencias de éxito y de fracaso que, contextualizadas, permiten distinguir lo que, en situaciones de crisis, funcionó, y dónde y por qué lo hizo. Experiencias que nos impulsan a reflexionar sobre las vías por las que ahora podemos y debemos transitar para alcanzar soluciones comunes y solidarias, que coloquen el bienestar de las personas en el centro de la acción política, reforzando nuestros sistemas de salud y las respuestas globales a emergencias sanitarias como la actual.

El laboratorio de la Historia nos ofrece varias enseñanzas sobre lo que ocurre cuando un sistema de salud quiebra ante un fuerte shock externo como es una pandemia. La primera es que las condiciones de partida son clave para resistir y amortiguar el trauma. La segunda es que las bases para mejorar sustancialmente las condiciones de un sistema de salud y prepararlo así para futuros choques no pueden ser alteradas ni sustituidas con la velocidad que desearían los votantes ni, sobre todo, con la que las redes sociales y la información manipulada que por ellas circula exigen. Y la tercera, que es fundamental crear un fuerte consenso, no sólo entre las élites sino en el conjunto de la sociedad, sobre la necesidad de sostener con los impuestos y los votos de toda la población aquellas opciones políticas que garanticen el fortalecimiento de los sistemas de salud.

Disponer de más hospitales, más camas hospitalarias, más UCIs, más personal sanitario con mejores condiciones de trabajo y salario es algo que no se va a conseguir de la noche a la mañana. Se hará instando a todas las fuerzas políticas a que se comprometan seriamente a hacerlo, y a toda la ciudadanía a que acepte destinar un mayor porcentaje de impuestos a la salud y a la educación, de forma estable y en el largo plazo. Se hará incrementando el respeto hacia la Ciencia, los científicos y la investigación, aumentando por ley el porcentaje del PIB dedicado a I+D+i financiada con apoyo público, pero también privado, favoreciendo así que las y los científicos puedan realizar su trabajo dignamente y no sólo por vocación, entusiasmo o voluntarismo.

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