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Sobre este blog

(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.

Alucinógenos

Juan Bas

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Hace unas noches presencié un curioso espectáculo en un bar de copas del Casco Viejo de Bilbao. El barrio estaba desierto, el bar de marras era de lo poco que estaba todavía abierto y entré a tomar un trago con unos amigos. El camarero y los escasos parroquianos, siete u ocho, tenían todos los ojos como si estuvieran iluminados por la luz del fin del mundo; drogados hasta las patas con algo alucinógeno; muy pasados de rosca: enloquecidos, pesados y en el caso de un par de ellos, agresivos. El camarero mantenía el tipo y nos puso, aunque con cierto esfuerzo agónico, unos 'gin tonics' legales, pero los demás parecían, como digo, de la cuadrilla de la niña de 'El exorcista'. No me extraña que en el Medievo consideraran a las aldeanas vascas y navarras que se colocaban con belladona brujas poseídas por el Diablo.

Me he enterado después que vuelve a estar de moda comer hongos alucinógenos, entre ellos los 'monguis' que en mi época de dar tumbos entre la Barcelona de 'El Víbora' y el Madrid de la movida, dejaron colgado a perpetuidad a más de uno, al igual que pasó con los ácidos que tenían carga de LSD, de ácido lisérgico de verdad. En esa época de los ochenta, como la mayoría de los que estábamos en el rollo, en algún rollo, coqueteé con diversas drogas y me fumé media tonelada de hachís, pero nunca me atreví con un ácido. Consideré, con temor y creo que con acierto, que ya tenía por mí mismo una mente lo suficientemente calenturienta y alucinógena como para correr el riesgo de un mal viaje con LSD. La posibilidad de sufrir alucinaciones de terror, me disuadió.

Recuerdo que a un amigo que tenía un 'pub' en la calle Aribau de Barcelona, su socio, un cretino, le echó a escondidas un ácido en la cerveza. Mi amigo, que se llamaba Joaquín, me contó que de repente creyó que se estaba volviendo loco, que no sabía lo que le pasaba, pero desde luego nada bueno: un ramalazo de pura demencia incontrolable, el sonido que le venía como a densas vaharadas y una alteración de la visión, del espacio que le rodeaba. Saltó la barra, salió corriendo calle abajo y no supo lo que hizo.

Ya que esto es Internet y no hay problema de espacio, permítanme que concluya este artículo con un fragmento de mi libro 'Tratado sobre la resaca', en el que conté el ataque de psicosis que sufrí el 31 de enero de 1984 en el expreso Barcelona-Bilbao. Menos mal que nunca me comí un ácido. Aun así…

“Vivía por aquel entonces en Barcelona, tenía veinticuatro años y llevaba una temporada de desmadre absoluto. Comía poco, dormía menos, mantenía bastantes relaciones sexuales 'dentro de mis modestas posibilidades', consumía toda la cocaína que podía, fumaba mucho hachís y bebía riadas de 'gin tonics'. Completé el cuadro tomando Katovit, un complejo de vitamina B con un componente de anfetamina que me dio la puntilla.

Consideré que tenía que parar un poco aquella escalada de desenfreno y decidí ir a Bilbao a pasar unos días en casa. Le invité a venir conmigo a Toni Mena, mi amigo y dibujante, que aceptó, en mala hora para él. Entre otras cosas, en 1984 era guionista de cómics en la revista 'El Víbora' y Toni dibujaba mis guiones.

Así que montamos en el expreso que tarda toda la noche en hacer el recorrido de Barcelona a Bilbao. Era día de labor y el vagón de literas del tren, en el que viajábamos, iba casi vacío. Tras fumar los últimos canutos nos tumbamos en nuestras sendas literas, las superiores, para intentar dormir. Llevaba cuarenta y ocho horas sin poder hacerlo y estaba ya bastante acojonado. Pero tampoco conseguí pegar ojo. Avanzaba la noche y mi estado de excitación no cesaba. Supongo que tras unas cuantas horas sin beber alcohol comencé a padecer la resaca, pero mi organismo estaba todavía tan dopado que no lo notaba. Empecé a sentir angustia y tuve la mala idea de intentar entretenerme con los haces de luz blanca que penetraban fugazmente por el resquicio de ventanilla que no tapaba la persiana bajada y trazaban efímeros dibujos en el techo del compartimiento en penumbra. Y entonces comenzó a suceder. No imaginé, sino que vi fantasmas en el techo. No recuerdo bien cómo eran; unas figuras estilizadas que me sonreían con unas bocas como de dibujos animados crueles. Siempre he sido un peliculero y las alucinaciones que sufrí aquella noche se correspondieron con mi imaginario cinéfilo; también con el lastre de la educación religiosa.

En medio de lo posible intenté conservar la calma y decirme que yo mismo me forzaba a ver aquello y me producía aquellas alucinaciones. Pero no debí de ser convincente porque el desfile de grotescos fantasmas persistió. Cerré los ojos para privar a las alucinaciones del canal de acceso por la vista y entonces el horror subió de grado y cambió de sentido por el que asaltarme.

Noté por toda la cara el contacto de algo así como unas manitas frías, húmedas y diminutas, como de niños pequeños que acabaran de lavárselas. El pánico me ganó. Abrí los ojos, me incorporé, encendí las luces y desperté a gritos al pobre Toni, que dormía plácidamente. Le conté a trompicones lo que me sucedía y que necesitaba que pararan el tren; quería salir de allí. Intentó calmarme y como no lo conseguía se vistió para salir a buscar al interventor y pedir ayuda.

Y allí me quedé, solo. En camiseta y calzoncillos, sentado en la alta litera, envuelto en una manta áspera, bañado por la fantasmal luz fluorescente, bamboleado por el rítmico traqueteo del tren y aturdido por el ruido constante y monótono de la marcha. Cerré los ojos de nuevo y los aterradores contactos en el rostro se repitieron. Los abrí y cesaron, pero una voz profunda comenzó a hablarme en el interior de la cabeza con un demencial mensaje mesiánico, algo así como que era el elegido para organizar a la humanidad en una nueva sociedad basada en la mutua confianza. Y yo respondía mentalmente, como un mesías de pacotilla y de natural vago, que eso era una pesada carga y que no quería apurar ese cáliz.

La voz desapareció al cabo de un rato, pero sólo para dar el relevo a una nueva angustia. Pasaba el tiempo y Toni no volvía. Me sentía incapaz de moverme de la litera, de salir del compartimiento. De repente comprendí. No es que lo pensara, sino que tuve la aterradora certeza. Lo que sucedía era que me había vuelto loco, loco de remate. Estaba seguro de que en ese momento había en el compartimiento personas que me hablaban y me tocaban y no lo percibía porque la demencia me había aislado sensorialmente. No, no era eso. Era algo peor. Me puse a gemir y a llorar. No me había vuelto loco, sino que había muerto. Y la muerte era así: quedarte solo para siempre en el lugar en el que has estirado la pata. Grité desesperado por el terror.

Toni apareció por fin y por lo menos ese espanto se disipó. Me dijo que no encontraba al interventor y que no había nadie más en todo el vagón. Iba a ir a buscarlo por el resto del tren. Y cuando le rogaba que no me dejara solo, mi amigo, mi único vínculo con la realidad y la cordura, que me sostenía la cara con las manos y tenía su rostro cerca del mío, con los ojos enrojecidos por haberle arrancado del sueño, me traicionó. Vi cómo sus ojos se transformaban en los amarillentos y fijos de un reptil, en los de una gran serpiente. Cerré los ojos, sollocé y se lo conté. Salió corriendo a conseguir ayuda como fuera.

No recuerdo si tuve más alucinaciones visuales, táctiles o mentales durante su nueva ausencia. Toni volvió con el interventor, al que intenté agredir. Después amenacé con demandar a Renfe y hacerme rico a costa de la indemnización que les iba a sacar.

El tren llegó a Tudela, Navarra, donde tenía parada. Consiguieron que me vistiera y bajamos del convoy. En la estación desierta y helada había un teléfono público y Toni podía llamar a lo que hubiera de instalación hospitalaria en Tudela. Allí nos dejaron solos y el tren partió. Creo recordar que mientras Toni pedía una ambulancia me escapé a una cercana gasolinera y que quise pegarme con los empleados. Y que fueron buena gente y no correspondieron a la fama de brutos, más brutos y de Tudela y no me hincharon a hostias. Y sí recuerdo con nitidez que antes de subir a la ambulancia miré los rotos del asfalto y éstos se transformaron en pequeñas culebras que serpenteaban enloquecidas.

En la cama hospitalaria me llenaron por vía intravenosa de tranquilizantes y suero. No consiguieron hacerme dormir, no lo hice hasta la noche siguiente, pero el ataque cesó. Después de aquella noche que no olvidaré mientras viva, pasé un periodo aún más desequilibrado e intratable que de costumbre, pero no volví a sufrir un ataque de psicosis. Y nunca se ha repetido. Pero la fuerte impresión que me dejó poner un pie tras la auténtica línea de sombra, donde está el país de la locura y mora el horror, jamás me ha abandonado“.

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(Bilbao, 1959). Ha sido guionista de radionovelas de humor, cómic (El Víbora, Cimoc...) y numerosas series de televisión (Farmacia de guardia, Turno de oficio...). Ha publicado los libros de relatos, novelas históricas juveniles. Su novela Voracidad fue Premio Euskadi de Literatura 2007. Ha sido traducido al francés, alemán, italiano, ruso, búlgaro, noruego y euskera. Es columnista de opinión en el diario El Correo y otros periódicos de Vocento. Dirige el festival La Risa de Bilbao, Semana Internacional de Literatura y Artes con Humor.

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