'Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo'
Ludwig Wittgenstein citado por David Ruiz
El viernes 7 de febrero acudí a la invitación de Kultiba y Tenzing a la jornada 'Cultumetría: Aproximación al retorno económico y social de la cultura' en el BCAM-Basque Center for Applied Mathematics en Bilbao.
En la sala, muchas profesionales de la práctica y la gestión cultural y otros seres afines. Dispuestas a aproximarnos a la econometría para medir el impacto de la inversión realizada en cultura. Interesadas en comprender cómo el ámbito cultural puede aprovechar este análisis cuantitativo en la búsqueda de un mejor posicionamiento en el acceso a los recursos.
Las ponencias ilustraron perspectivas diversas: Pau Russel y la medición como tarea necesaria que no debe sustituir el debate social, sino aumentarlo, sofisticarlo cualitativamente; David Rúiz y la alerta sobre los riesgos y sesgos de la econometría y la necesidad de ampliar sus límites y dimensiones (quedo pendiente de echar un ojo a su blog); Andoni Garaizar y Álvaro Fierro y la búsqueda de 'proxys' para medir lo que resulta difícil de medir; y Mercedes González de Celis y la incorporación de la cultura a la estrategia de desarrollo humano local como eje transversal. Probablemente todo previsible, pero volviendo a citar a David Ruiz: 'la filosofía es la problematización de lo obvio', así que, buen caldo de cultivo para la reflexión.
Y es que no podemos pasar de puntillas sobre la tendencia de medir y cuantificar (también) en lo cultural en este tiempo neoliberal. Una práctica de la que ya no parece haber escapatoria, que tras engañosos parabienes, nos somete a su lógica y nos convierte principalmente en factor de una abstracta (o quizá no tanto) cuenta de resultados.
Porque aunque suena muy bien eso 'socializar los medios de medición para que los datos nos hagan libres' que decía Pau Russel (desde ColaBoraBora estamos alineadas con la producción de estándares libres y abiertos, la transparencia o el 'open data'), la utopía debemos construirla no desde la ingenuidad, sino desde la tensa consciencia, estando alertas a la contra o en la guerrilla desde dentro; sabiendo que medir, contar, casi siempre beneficia a quien tiene el poder y quiere mantener su dominio. Pensar que ahora la ciudadanía dispone de más datos y por tanto de más oportunidades para construir juicio y alternativas, sin ser desdeñable, puede resultar peligrosamente simplista. Y desde luego, es subestimar a Google, a Coca Cola, a la CIA, al sistema y todas sus ramificaciones, hasta encarnarse en nosotras mismas como (in)conscientes pequeños nodos generadores de datos y mediciones.
Y es que medir sirve sobre todo para controlar, modelizar, generar patrones de conducta. Medir es una herramienta para aprehender y tomar decisiones. Una forma conveniente para el modelo socio-político cuantitativo en que estamos insertas, donde lo que importa es el volumen de negocio y maximizar el rendimiento. Por eso el empeño cada vez más asfixiante por medir la dimensión económica de la cultura (¿al servicio de quién se pone la cultumetría? ¿quién la paga?). Una dimensión económica además malentendida o mejor, malintencionada, alejada de la idea primigenia de administrar la casa o poner los medios para satisfacer las necesidades humanas. Una dimensión economicista-monetarista, utilitarista e instrumentalizadora, cortoplazista, ideológicamnete reduccionista, orgullosa de su incultura, o peor incluso, consciente del poder transformador de la cultura y por tanto, desactivadora de su dimensión crítica.
Por eso, bajo mi punto de vista, la opción hoy debería ser rebelarnos frente a cualquier medición. Porque si la práctica artística es ante todo un ejercicio exploratorio e impredecible, en vez de medir, lo que se debería incentivar es el merodear, juguetear, vislumbrar. La lucha, antes que por ser mejor medidas, debería estar por defender la posibilidad de vivir plenamente, de manera inconmensurable.
Pero vivimos tiempos mediocremente pragmáticos y como mucho, ilusamente, nos autoengañaremos (con subterfugios como mejorar las políticas públicas, la asignación de recursos...), trataremos de resignificar la econometría, de acercarla a nuestros fines, del mismo modo que infructuosamente tratamos de hacerlo con el emprendizaje, la creatividad, la participación o la innovación.
Así que, si vamos a medir (si nos van a medir), definamos y compartamos primero las preguntas, los retos, el marco y unos indicadores y metodologías de medición a su medida. Midamos otras dimensiones (con una mirada multidimensional), sin que el dinero sea el patrón de medida principal, incorporando a la ecuación otros muchos capitales implicados. Y pensemos también sobre si para cambiar lo que medimos, no habría que cambiar cómo medimos y qué indicadores utilizamos.
El viernes llevado por un afán constructivo, en el círculo de sillas para el debate, pedía a la econometría un algoritmo más complejo, capaz de cruzar datos objetivos con percepciones subjetivas. Pero un matemático allí presente me persuadió de que eso no era posible y que en caso de serlo, probablemente tampoco sería deseable. Y es que ciertamente ¿queremos contribuir mínimamente al desarrollo de semejante algoritmo? ¿para quién? ¿para qué? ¿para alimentar el emergente nicho de mercado del 'big data'? ¿para ser más productivos y eficientes? ¿para someternos a sus medidas?
En esta dicotomía entre rebelarse contra toda medida o pensar sobre cómo medir de forma más justa, quizá la posibilidad sea problematizar las mediciones. Prestar más atención a los decimales, tender a infinito, hacerse el número primo, ser incógnita o calcular mal... En esta línea, termino tergiversando la frase que cierra el texto introductorio a estas jornadas en la web del BCAM: 'Medir el impacto económico como fin cultural en si mismo (desde la forma, la estética, el metalenguaje), en vez de como medio para conseguir otros objetivos'.