Nunca ha habido demasiadas dudas sobre que el Museo Guggenheim Bilbao, antes que una institución cultural es un instrumento desarrollista, una marca tan global como localista, un emblema comercial, paradigma de una de las últimas mutaciones de la sociedad de mercado: el capitalismo cognitivo. También nos resulta cada vez menos extraño que una institución financiada principalmente con fondos públicos y cuyos fines también deberían serlo, opere bajo formas y lógicas corporativas neoliberales y neocoloniales.
Pero aunque todas lo sepamos, el Guggenheim (en connivencia institucional) siempre ha puesto mucho celo en que esto se note lo menos posible, promoviendo su imagen como joya de la corona de la milagrosa transformación urbanística y económica (y por ende social) de Bilbao (y por ende de Euskadi). Por eso, podría parecer también normal que el Museo apenas cuente con departamento curatorial, pero que en cambio si posea una importante maquinaria al servicio del marketing y un potente brazo jurídico. Una manera de producir y proteger su legitimidad hegemonica, que esta no sea cuestionada.
A pesar de todo, en ocasiones, escándalos en la gestión o pequeños (grandes) gestos artísticos -desde un arte que aun resiste débilmente a su total instrumentalización y genera, ya no sabemos si anticuerpos o virus-, ponen en jaque a la institución, cuestionando, si no su legitimidad, si sus fundamentos éticos y morales. Y es en estos casos -en los ligados al propio arte- cuando la institución se desenmascara y muestra a las claras lo que es. Un lobo con piel de cordero, una fiera depredadora del propio arte, un soberbio instrumento de softpower que sólo tolera un arte domesticado (del que no importa tanto el contenido como que esté sometido a su lógica, dentro de sus límites, de su control), mero maquillaje chic consensual. Una máquina de guerra simbólica, dispuesta a descargar su fuego real sobre aquello que pretenda desvelar su simulacro.
El último caso que ha puesto en funcionamiento el brazo legalmente armado del Guggenheim Bilbao ha sido la obra de Paul McCarthy y Mike Bouchet, 'Offensive'. Una lona publicitaria de 2.000 metros cuadrados que, a modo de 'spin off' de la exposición de los artistas en Portikus de Frankfurt, ocupaba un emplazamiento principal en plena Gran Vía bilbaína. Una gran imagen invertida del Museo, representando un buque; pero no uno de esos mercantes antaño construidos en Abandoibarra y que supuestamente inspiraron a Gehry, sino un acorazado. Una metáfora sobre los intereses ocultos, políticos y económicos, que cada vez más (¿no siempre ha sido así?) sustentan y atraviesan el sistema del arte. Algo que ha molestado al Museo, quizá por considerarlo una dañina parodia, quizá por mostrar de manera excesivamente hiperrealista su reverso tenebroso.
Hoy, por efecto de la censura-legal corporativa, la lona ya no está. Visto lo visto, probablemente el Museo hubiese preferido dejar pasar el tema o manejarlo de forma más diplomática para evitar la amplificación comunicativa de la noticia a nivel internacional. Pero eso nos da lo mismo, es sólo un signo más de su torpeza (una torpeza que al menos abre fisuras). Lo que nos interesa es el arma de defensa-ataque que habitualmente utiliza el Guggenheim contra lo que le incomoda: la Ley de Protección Intelectual (LPI) y un posible abuso de derecho (o ejercicio antisocial del mismo). Así, la Fundación Guggenheim ha registrado el edificio como marca. Un subterfugio con el que pretende (parece que por ahora con éxito) no verse afectada por las excepciones que contempla la LPI, y más concretamente por su Artículo 35.2: Las obras situadas permanentemente en parques, calles, plazas u otras vías públicas pueden ser reproducidas, distribuidas y comunicadas libremente por medio de pinturas, dibujos, fotografías y procedimientos audiovisuales (y que también afecta al exterior de los edificios).
Este episodio nos recuerda otro sucedido en el 2000, que paso más desapercibido pero que probablemente es más certero en evidenciar los pliegues del Guggenheim, no tanto de la obra arquitectónica como de su modelo y su efecto. Se trata de la obra 'Pasta Bilbao', un macarrón elaborado en por el artista y pizzero Fausto Grossi, que como bien se explica en Souvenir Porvenir 'surgió del encuentro fortuito entre un edificio construido con la intención de convertirse en souvenir y un artista produciendo un objeto souvenir, en un momento en el que el valor inmaterial de una marca de un museo semipúblico-semiprivado dejaba de ser inmaterial'. Una obra para ser cocinada que se vendía en paquetes con una etiqueta en la que se leía, 'Cuestión de pasta'. El Guggenheim amenazó al artista con denunciarle y consiguió que la pasta saliese de circulación.
Es curioso que el Museo no haya hecho lo mismo con esos chabacanos souvenirs bola de nieve del Museo que, desde por ejemplo las estanterías de la tienda del Aeropuerto de Loiu, sí podríamos decir perpetran un atentado de orden estético y devalúan la marca.
Pero no nos dejemos despistar por la estética. Porque de lo que aquí se trata es de dos cuestiones fundamentales. Por una parte, el derecho a crear: con actitudes como la que el Guggenheim promueve, Monet no habría podido pintar su serie sobre la Catedral de Rouen, Duchamp, en vez de haber creado el ready-made habría sido perseguido por plagio, y el apropiacionismo o la remezcla serían prácticas, sin lugar a dudas, fuera de la ley. Y por otra parte, el derecho al uso y disfrute del espacio público (y de los bienes comunes en general) frente a su mercantilización, llegándose ya incluso a la privatización del paisaje y de la mirada subjetiva proyectada sobre él.
Para terminar, un advertencia: no nos engañemos. Todo esto no significa necesariamente que el Guggenheim sea una institución especialmente perversa. Simplemente es un síntoma más de por donde va el mundo. Desde el Museo nos dirán que ellos no tienen la culpa, que no han hecho más que ceñirse a las leyes. Y es verdad, la culpa no es suya, porque como cantaban Def Con Dos 'La culpa de todo la tiene Yoko Ono'.
Quizá este incidente con el acorazado de Paul McCarthy y Mike Bouchet pueda servirnos como acicate simbólico para pasar de buscar culpables a, desde el arte, desde la cultura, desde la sociedad civil, activar nuevas formas de reclamar nuestros derechos. Defenderlos y ensancharlos.
Nunca ha habido demasiadas dudas sobre que el Museo Guggenheim Bilbao, antes que una institución cultural es un instrumento desarrollista, una marca tan global como localista, un emblema comercial, paradigma de una de las últimas mutaciones de la sociedad de mercado: el capitalismo cognitivo. También nos resulta cada vez menos extraño que una institución financiada principalmente con fondos públicos y cuyos fines también deberían serlo, opere bajo formas y lógicas corporativas neoliberales y neocoloniales.
Pero aunque todas lo sepamos, el Guggenheim (en connivencia institucional) siempre ha puesto mucho celo en que esto se note lo menos posible, promoviendo su imagen como joya de la corona de la milagrosa transformación urbanística y económica (y por ende social) de Bilbao (y por ende de Euskadi). Por eso, podría parecer también normal que el Museo apenas cuente con departamento curatorial, pero que en cambio si posea una importante maquinaria al servicio del marketing y un potente brazo jurídico. Una manera de producir y proteger su legitimidad hegemonica, que esta no sea cuestionada.