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Ser catalán y estar español
La primera oración constitucional que se pronunció en España en 1812 fue para definir su nación de una manera hoy irreconocible: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Desde entonces y hasta 1898 esa nación española fue goteando territorios. La propia España deberíamos conceptuarla como un resultado más, como México, Colombia o Perú, de aquel complejo proceso de transición de la monarquía imperial a la nación. Desde el punto de vista de su historia como nación no le ha faltado a España, por tanto, experiencia en alumbrar otras naciones.
Desde que se aliviara completamente de imperio a finales del siglo XIX, ha sido España nación que ha tenido que hacer además cuentas con distintas formas de identidad nacional. Los historiadores hemos prestado atención muy preferente a esto último, a las formas de identidad nacional en la España contemporánea. Pero no tanto al hecho de que tales identidades surgen en una nación post-imperial que para cuando se le plantea la “cuestión nacional” ha tenido ya una notable experiencia histórica de desagregaciones territoriales y nacionales. Analizar esa cuestión como una fase última de un proceso que inició con el surgimiento de la nación española en un contexto de crisis imperial (entre 1808 y 1898) creo que puede ser de alguna utilidad para situar correctamente el debate actual sobre la crisis catalana.
Aunque la historiografía suele, con mucha razón, resistirse a enunciaciones generales y a admitir reglas históricas, del largo proceso de alumbramiento de naciones en la España del siglo XIX se puede concluir una: la disputa sobre el ser comienza cuando se agotan las posibilidades de tratar de la manera de estar. El contraste entre México y las provincias vascas y Navarra en las décadas de los veinte y treinta del XIX es elocuente. En 1821 las elites de Nueva España estuvieron literalmente hasta el último momento intentando negociar la creación de una suerte de Commonwealth hispana, encontrando el muro de las Cortes y del Gobierno. En 1839, sin embargo, se hizo realidad para las elites vascas y navarras aquel sueño criollo americano de contar con gobiernos y parlamentos donde gestionar de manera autónoma sus propios intereses. México inició en 1821 el camino del ser y las provincias vascas y Navarra en 1839 el del estar.
La misma secuencia de activación del ser por agotamiento del estar puede observarse en las Antillas entre 1868 y 1898, cuando se estuvo buscando lo que algunos testimonios aseguran que dijo el líder filipino José Rizal, en 1896, poco antes de ser ejecutado: que quería para su patria un régimen similar al de las provincias vascas; es decir, una forma particular de estar en España.
Por lo tanto, si por “cuestión nacional” en España entendemos la que plantean las identidades nacionales encontradas, deberíamos, al menos, aceptar que no son sino una última fase en un largo proceso de decantación nacional que arrancó con una larga crisis imperial. Deberíamos también tomar nota de esa dialéctica entre el ser y el estar porque todo parece indicar que esa fue la herencia que aquel proceso legó a la cuestión nacional en la España del siglo XX. No debe sorprendernos, por tanto, que el “catalanismo” surgiera como un movimiento con dos almas, una escorada hacia el ser y otra hacia el estar. Antoni Rovira i Virgili puede tomarse como ejemplo claro de ese dualismo. En 1917 escribía, explicando el nacionalismo catalán a los españoles y en castellano, desde la exclusividad del verbo ser (y su correlato de amor y pasión, intratable políticamente). Sin embargo, en 1931 lo hacía, en catalán, de manera muy diferente, desde las posibilidades para negociar el estar que ofrecían el pacto de San Sebastián y la República: pura política.
Todo parece indicar que hoy podemos estar en las mismas. La Constitución y el Estatut abrieron unas amplias posibilidades para que Cataluña encontrara una forma de estar acomodada en España. Pasados treinta y cinco años de aquel momento, no se antoja descabellada la necesidad de replantearse (no solo para Cataluña) las formas en que se puede estar en España, entre otras razones porque también ha variado sustancialmente la forma en que la misma España está en otro cuerpo político, la Unión Europea. Si, como parece hasta ahora la tónica, este debate se escora hacia el verbo ser, seguiremos, como estamos, hablando de amor y desamor; de pasión y desencanto; de ser o no ser; de Espanya contra Catalunya o de lo mucho que queremos a Cataluña los demás españoles porque nos gusta la crema catalana. La política, sin embargo, es más cosa del verbo estar (no por casualidad a su campo semántico pertenece “estatuto”). Es ahí, jugando en el campo del estar, donde puede más cívicamente gestionarse la complejidad de las identidades en Cataluña. Ser catalán (incluso ser solamente catalán) y, sin embargo, “estar español” (lo que es un grado más que “estar en España”) aparecería como una posibilidad más práctica y más coherente con la historia de la formación de identidades y de naciones en la España contemporánea. Aún sin la ayuda de la gramática, es lo que recientemente ha decidido la ciudadanía escocesa: debatir sobre el verbo estar.
La primera oración constitucional que se pronunció en España en 1812 fue para definir su nación de una manera hoy irreconocible: “La Nación española es la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios”. Desde entonces y hasta 1898 esa nación española fue goteando territorios. La propia España deberíamos conceptuarla como un resultado más, como México, Colombia o Perú, de aquel complejo proceso de transición de la monarquía imperial a la nación. Desde el punto de vista de su historia como nación no le ha faltado a España, por tanto, experiencia en alumbrar otras naciones.
Desde que se aliviara completamente de imperio a finales del siglo XIX, ha sido España nación que ha tenido que hacer además cuentas con distintas formas de identidad nacional. Los historiadores hemos prestado atención muy preferente a esto último, a las formas de identidad nacional en la España contemporánea. Pero no tanto al hecho de que tales identidades surgen en una nación post-imperial que para cuando se le plantea la “cuestión nacional” ha tenido ya una notable experiencia histórica de desagregaciones territoriales y nacionales. Analizar esa cuestión como una fase última de un proceso que inició con el surgimiento de la nación española en un contexto de crisis imperial (entre 1808 y 1898) creo que puede ser de alguna utilidad para situar correctamente el debate actual sobre la crisis catalana.