Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
La dicha y el honor de ser catalán
Yo de mayor quiero ser catalán. Me apetece formar parte de un pueblo de hombres y mujeres adorables, con la sonrisa en los labios y la papeleta de votar en la mano. Un pueblo de padres y madres que aman con ternura a sus niños y les llevan a jugar a los colegios para defender su derecho a la educación; y hasta les proporcionan clases prácticas de educación cívica y democrática, alzándolos sobre sus hombros cuando se enfrentan a quienes, en cumplimiento de una ley inicua (española, no les digo más), vienen a secuestrar sus libertades y sus urnas chinas. Un pueblo, en fin, que es muy consciente de que la voluntad popular está siempre por encima de las normas legales.
Tiene que ser reconfortante formar parte de un pueblo que nunca se equivoca y siempre tiene razón; que todo lo que hace lo hace en son de paz, hasta cuando amenaza a quienes, partidarios de la guerra, le llevan la contraria. Un pueblo que combate con alegría contagiosa y que tiene muy claro que la calle es para quien la trabaja; y, por eso precisamente, puede afirmar con toda verdad que la calle es suya, y no de cualquier indocumentado que pase por allí. Un pueblo, en fin, al que le gusta la fiesta y hace de sus atractivos castillos en el aire la imagen más adecuada de la construcción de la independencia que persigue con tanto ahínco.
Me pregunto si estaré a la altura de mi propósito o si necesitaré un asesoramiento previo de Gure Esku Dago, para ponerme al día y orientarme por las nuevas borrascas nacionales que atraviesan España. Porque no se puede ser catalán de cualquier modo. Ser catalán no es fácil. No basta sólo con vivir en Cataluña. Y, si me apuran, no es suficiente ni siquiera con ser “de Cataluña de toda la vida”. Porque, vamos a ver, ¿de qué le sirve a un catalán haber nacido en Cataluña, si al fin pierde su alma y se convierte en una gallina española? Y no es ésta la hora de las gallinas ni de quienes se ven acometidos por temblores de piernas ante la tarea grandiosa de alumbrar un nuevo Estado, como el Gran Timonel de la independencia advirtió en su toma de posesión.
Ser catalán de verdad y a tiempo completo lleva mucho trabajo y necesita mucha preparación. Hace falta mucha Formación del Espíritu Catalán para saber, por ejemplo, a quienes hay que aplaudir y a quienes silbar y acosar. Eso requiere una sólida formación en catalanidad y también, ¿por qué no decirlo?, el empujoncito de un verdadero liderazgo (¡no todos pueden ser catedráticos!), como el ejercido por Carles Puigdemont. Gracias a este hombre providencial, los catalanes de verdad pueden mirar directamente a los ojos de quienes les traicionan y cantarles las cuarenta.
Entre ellos están los alcaldes del PSC, partidarios de que la gente no votara, por empeñarse en seguir apoyando un marco legal, la Constitución española, que en Cataluña, como todo el mundo sabe, fracasó estrepitosamente cuando fue sometida a referéndum. Con decir que fue apoyada únicamente con poco más del 90 % de quienes concurrieron a las urnas (tan sólo un 68 % del censo electoral) creo que está dicho todo.
Pero a lo que iba. Me gusta formar parte de un pueblo tolerante que, cacerola en mano, es capaz de escuchar con atención el último mensaje del Rey de España al país; y, lo que es más meritorio, enterarse de lo que dice tras el estruendo de las caceroladas; y, lo que es más meritorio aún, criticar lo que no se ha oído porque ha habido una voluntad expresa de que no se pudiera oír. Un pueblo que jamás pierde las formas; que recibe, con flores a porfía, a quienes, españoles al fin, son incapaces de comprender su amabilidad; que abraza a su verdadera policía, reconvertida en hermandad franciscana, y rechaza a quienes, con órdenes judiciales, no tienen otra cosa que hacer que aguar la fiesta a la gente.
Y, sobre todo, me gusta un pueblo que tiene criterios sólidos para distinguir entre sus verdaderas referencias de autoridad moral (Lluis Llach, por ejemplo) y quienes (caso de Serrat) han terminado cayendo en el lado del fascismo. Lluis Llach lo explicó muy bien, con la clarividencia que le caracteriza. “Es un compositor de cojones –ha dicho estos días, refiriéndose a Serrat-, pero es muy de obediencia socialista”. Claro, así se explica lo incomprensible: que un catalán de prestigio pueda cuestionar un referéndum para la independencia de Cataluña. ¿Quién le mandaba a un “compositor de cojones” comportarse como un español de mierda?
Yo de mayor quiero ser catalán. Me apetece formar parte de un pueblo de hombres y mujeres adorables, con la sonrisa en los labios y la papeleta de votar en la mano. Un pueblo de padres y madres que aman con ternura a sus niños y les llevan a jugar a los colegios para defender su derecho a la educación; y hasta les proporcionan clases prácticas de educación cívica y democrática, alzándolos sobre sus hombros cuando se enfrentan a quienes, en cumplimiento de una ley inicua (española, no les digo más), vienen a secuestrar sus libertades y sus urnas chinas. Un pueblo, en fin, que es muy consciente de que la voluntad popular está siempre por encima de las normas legales.
Tiene que ser reconfortante formar parte de un pueblo que nunca se equivoca y siempre tiene razón; que todo lo que hace lo hace en son de paz, hasta cuando amenaza a quienes, partidarios de la guerra, le llevan la contraria. Un pueblo que combate con alegría contagiosa y que tiene muy claro que la calle es para quien la trabaja; y, por eso precisamente, puede afirmar con toda verdad que la calle es suya, y no de cualquier indocumentado que pase por allí. Un pueblo, en fin, al que le gusta la fiesta y hace de sus atractivos castillos en el aire la imagen más adecuada de la construcción de la independencia que persigue con tanto ahínco.