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OPINIÓN | 'En el límite', por Antón Losada

España, camisa blanca de mi esperanza

Puede parecer extraño, pero lo cierto es que yo, que soy más español que un botijo, me echo a temblar cada vez que oigo vocear a los profesionales del amor a España. Porque, francamente (y nunca mejor dicho), hay amores que matan. Y el que tiene que ver con la patria suele ser uno de los más frecuentes. No tenemos necesidad de salir de Euskadi (cerca de 1.000 asesinados, en su mayor parte durante la democracia) para saberlo. Cuando, gracias a Rodríguez Zapatero, nos vamos reponiendo de la pesadilla totalitaria de ETA, hay quienes se empeñan en revivir la del franquismo y sus cunetas mortuorias, aunque para ello tengan que sacar a pasear el cadáver de la extinta organización terrorista.

“España no se rinde”, le espetó Pablo Casado a un Pedro Sánchez, que parece no tener mejor cosa que hacer que “romper España” con sus bien acreditadas “felonías”. Entendámonos: España no se rinde, porque tenemos un PP que la defiende. Fue una de las perlas que soltó Casado en el debate de investidura; y cuando la escuché, bastante atónito, me pareció que volvía a ver “Sin novedad en el Alcázar”, “A mí la Legión”, “Raza” o cualquiera de esas películas adoctrinadoras surgidas del cementerio franquista en que se convirtió el solar patrio durante décadas, por obra y gracia de una insurrección militar contra el Gobierno legítimo de la República. Bendecida por Dios y la Iglesia Católica, naturalmente.

Para el PP –y Vox y lo que queda de Ciudadanos- a España no la puede representar cualquiera; entre otras razones, porque es una realidad metafísica, totalmente ajena a consideraciones coyunturales, como pueden ser unas elecciones. Conviene, pues, no confundir la España verdadera con el voto de los españoles. Un voto que ha concedido al partido de Pedro Sánchez treinta y un escaños más que al de Casado; y que ha configurado un Congreso de los Diputados que supera en escaños a la derecha una y trina, por lo que ha podido investir presidente del Gobierno al candidato socialista. Para el PP y compañeros mártires, sin embargo, las democracias pasan, pero España permanece.

Cuando oigo repetir, con insistencia atosigante, que su unidad está amenazada, me acuerdo bastante de aquello, tan manido ya, del dedo que apunta a la luna. Y uno imagina, por eso, que, cuando la unidad de España que defiende el trío de Colón apunta a su deseo de mantener la precariedad laboral o el desmantelamiento de los servicios públicos o las políticas de recortes o los regalos fiscales para los ricos o el crecimiento de la desigualdad o el fin de los derechos sociales y del Estado de bienestar… el necio se quedará con la copla de la unidad de España que las derechas entonan a todo volumen, para que nadie hable de lo que de verdad interesa a una gran mayoría de españoles: que es ver mejoradas sus condiciones de vida.

De eso precisamente se ocupará el Gobierno de coalición de izquierdas que se va a poner en marcha, tras la investidura de Sánchez en el Congreso de los Diputados, para disgusto de esos patriotas de profesión, que aman tanto a España, que prefieren tenerla paralizada. O, mejor aún, muerta y embalsamada, antes de caer en manos vulgares que mancillen su virginidad y obliguen a nuestros obispos a rezar por ella. Y la verdad, a mí, esa España que huele a muerto me huele muy mal (y valga la redundancia). Yo la prefiero sin mortaja; y luciendo un atuendo bastante más luminoso, como la “camisa blanca de mi esperanza” que cantaba Ana Belén.

Por suerte para el país, y para todos nosotros, al final de un proceso de investidura sembrado de gritos, amenazas y presiones, se acabaron frustrando los planes de quienes, en su histeria antisocialista, llegaron a confundir el debate parlamentario con la Pascua militar. Y hoy es posible parafrasear, en tono mucho más constructivo, aquel histórico parte, para anunciar algo parecido a esto: “Vencidas y desarmadas las iras y maquinaciones de las derechas más hirsutas que hemos padecido en años, han alcanzado las fuerzas progresistas sus últimos objetivos. El bloqueo político ha terminado”. Hoy podemos tener más esperanzas colectivas que ayer y menos que mañana.

Puede parecer extraño, pero lo cierto es que yo, que soy más español que un botijo, me echo a temblar cada vez que oigo vocear a los profesionales del amor a España. Porque, francamente (y nunca mejor dicho), hay amores que matan. Y el que tiene que ver con la patria suele ser uno de los más frecuentes. No tenemos necesidad de salir de Euskadi (cerca de 1.000 asesinados, en su mayor parte durante la democracia) para saberlo. Cuando, gracias a Rodríguez Zapatero, nos vamos reponiendo de la pesadilla totalitaria de ETA, hay quienes se empeñan en revivir la del franquismo y sus cunetas mortuorias, aunque para ello tengan que sacar a pasear el cadáver de la extinta organización terrorista.

“España no se rinde”, le espetó Pablo Casado a un Pedro Sánchez, que parece no tener mejor cosa que hacer que “romper España” con sus bien acreditadas “felonías”. Entendámonos: España no se rinde, porque tenemos un PP que la defiende. Fue una de las perlas que soltó Casado en el debate de investidura; y cuando la escuché, bastante atónito, me pareció que volvía a ver “Sin novedad en el Alcázar”, “A mí la Legión”, “Raza” o cualquiera de esas películas adoctrinadoras surgidas del cementerio franquista en que se convirtió el solar patrio durante décadas, por obra y gracia de una insurrección militar contra el Gobierno legítimo de la República. Bendecida por Dios y la Iglesia Católica, naturalmente.