Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.
Libertad, igualdad, fraternidad y... ¿sororidad?
Comparto al cien por lo que asegura Bernard Crick en su libro, 'Socialismo': “La fraternidad sin libertad es una pesadilla, la libertad sin fraternidad es la crueldad competitiva, pero la fraternidad con libertad es el sueño más grande de la humanidad”. Si a los dos términos ya citados le añadimos la “igualdad”, completaremos la utopía necesaria que puso en marcha la Revolución Francesa, y condensada en el ya conocido lema: “Libertad, igualdad, fraternidad”; tres palabras esenciales que van cogidas de la mano, se resisten a marcharse de la Historia e insisten en permanecer unidas, tal como nacieron, y no enemistadas, como pretenden la derecha y los poderes económicos que la secundan.
Y de la mano irán, por las calles de todo el país, el próximo 8 de marzo, para dar continuidad a la justa reivindicación de libertad e igualdad que las mujeres de toda España siguen reclamando. Y contarán con el apoyo fraterno de muchos hombres, el mío incluido. Aunque me asalta una duda: y es la de saber si lo que las mujeres necesitan es “fraternidad” o “sororidad”, de acuerdo con la feminización acelerada del lenguaje que se trata de imponer, no sé si por todo o por sólo una parte del movimiento feminista. Ocurrió ya con la palabra “portavoz”, a la que Irene Montero contrapuso la correspondiente “portavoza”. Ahora parece que la fraternidad tampoco es lo suficientemente femenina y necesita el correctivo de la “sororidad”, que es algo así como una fraternidad para chicas.
Cuando la vi escrita por primera vez, hace no demasiado tiempo, me pareció una broma con muy pocas posibilidades de prosperar. Y ahí la tenemos, ya oficializada, con el sorprendente aval de la Real Academia de la Lengua, partidaria hasta la fecha de no incluir en su Diccionario vocablos que no hayan conseguido un asentamiento razonable a lo largo del tiempo. Y no parece, por su muy escaso uso, que éste sea el caso de la “sororidad”.
No creo, además, que la introducción de tal vocablo sea pertinente. Se trata de un galicismo innecesario que se da de bruces con la realidad de nuestra lengua. El término podría tener algún sentido en el país vecino, donde, idiomáticamente hablando, un “hermano” (“frère”) se diferencia claramente de su “hermana” (“soeur”). Aquí, por el contrario, tenemos hermanos y hermanas. No veo, pues, dónde está la necesidad de meter con calzador una sororidad ajena y recién inventada, cuando, aquí en España, hace ya muchos siglos que tenemos a nuestra disposición la palabra “hermandad”.
No me parece, por lo demás, un buen invento esa especie de lenguaje segregado, para consumo interno de mujeres, que de un tiempo a esta parte se viene impulsando, a mi entender con bastante poco fortuna y demasiadas contradicciones. Prueba de ello es la facilidad con que se mete en jardines de los que cuesta salir.
De hecho, quienes lo patrocinan dan ya por perdida en la práctica una de sus batallas centrales por el “lenguaje inclusivo”, y se plantean acabar con esos desdoblamientos fatigosos para, hacer efectiva la “visibilidad de las mujeres”. Pero lo pretenden de un modo tan alambicado que, en muchas ocasiones, no sabemos si es mejor el remedio impuesto que su enfermedad previa. Valga un ejemplo: como decir “padres” excluía supuestamente a las madres, y repetir hasta el infinito “padres y madres” era una pesadez, se ha optado por la calle del medio para hablar de los “progenitores”, una palabra masculina sin género femenino que le ladre, de acuerdo con lo establecido por la Academia de la Lengua.
Hay quienes tratan de eliminar los desdoblamientos por otras vías: recurriendo a una feminización forzada que altera incluso las denominaciones de coaliciones políticas y organismos oficiales. Y, así, de la noche a la mañana, asistimos al bautizo de “Unidas Podemos” o del “Consejo de ministras”; o, de acuerdo con algunas militancias, descubrimos un “nosotras” colectivo que engloba tanto a hombres como a mujeres. Y, transitando por el mismo camino, es posible encontrarse con afirmaciones un tanto sorprendentes: como la de esa dirigente de una plataforma feminista, al asegurar que “las mujeres son el 50 % de las españolas”, lo que obliga a preguntarse qué ha pasado con las españolas restantes. Algo que, dicho sea de paso, no ocurriría si las incluyéramos entre los “españoles”, de acuerdo con un masculino genérico que todo el mundo admite y entiende.
Resulta extraño, ¿verdad?, que por querer visibilizar tanto a las mujeres se acabe marginando a una gran parte de ellas. Pero es que los idiomas tienen su lógica interna, con la que no se puede jugar alegremente, por justa que sea la causa que se defienda. No hay que olvidar que las grandes causas se libran fundamentalmente en el terreno del lenguaje.
La de la “inclusión, diversidad y visibilidad” de los colectivos de discapacitados la ha ganado estos días pasados el actor Jesús Vidal (“Campeones”) en la entrega de los Premios Goya. No le ha hecho falta llamar progenitores a sus padres. Le ha bastado con decir : “A mí me gustaría tener un hijo como yo, si tengo unos padres como vosotros”. Y toda España se ha conmovido porque todo lo que dijo este hombre –en una larga alocución que supo a poco- rezumaba verdad, desde la primera palabra hasta la última.
Y a lo mejor no vendría mal que los movimientos de mujeres siguiesen el ejemplo. Las luchas que mantienen en defensa de sus libertades y su igualdad conforman una causa lo suficientemente poderosa como para ser bien explicada, sin perderse en terminologías confusas para “iniciadas” que puedan volverla incomprensible para una mayoría social.
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