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No quiero morir...

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Mi historia no es la mía. En este caso, es la historia de mi hermano. Enfermó de esclerosis lateral amiotrófica y tras largos, tortuosos y sufridos años, nos dejó a los 37 años. Su última mirada fue para su hijo mientras le leía un cuento para dormir. Así nos dejó, la sedación le durmió con la mejor banda sonora posible, la voz de su hijo.

El diagnóstico fue temprano y nos puso frente a una esperanza de vida de cinco años en los que exprimir la vida, y eso posibilitó hacer algún viaje durante los primeros compases de la enfermedad y prepararlo todo para dar la batalla que anuncia el diagnostico de una enfermedad degenerativa sin cura como la ELA.

Mi hermano no olvidó en ningún momento a los y las que aquí nos quedaríamos tras dicha batalla, mujer, hijos, padres, hermanos, amigos, etc. Por lo que sus preocupaciones no sólo eran las propias de una persona con 37 años y dos hijos que sabe que va a morir tras años de sufrimiento inevitable. Sus desvelos tenían mucho que ver con dejar a su familia entera, sin reproches, sin arrepentimientos, sin desgarros psicológicos. Todo esto, a pesar de parecerme aún imposible, se logró. No es fácil librar una batalla sabiendo que la derrota será aplastante e inevitable. Hacerlo sin quebrar nuestra conciencia y sin tensionar las relaciones personales, no está al alcance de todos. En ese sentido, mi hermano dio una lección inigualable de entereza, tesón y dignidad durante toda su vida. Si algo pesa sobre la conciencia colectiva familiar es no haber dado una muerte lo suficientemente digna a una persona tan digna, tan grande.

El día 17 de diciembre de 2020 ha sido un día muy importante para la familia. Tenemos bien abiertos los ojos para ver quienes critican esta ley con la misma falta de respeto que muestran ante la voluntad de las personas agonizantes que quieren rendirse. Adelanto que jamás perdonaré semejantes posicionamientos.

Es muy doloroso ver cómo un ser querido dice a sus doctores con pestañeos que señalan la letra en un abecedario cantado a viva voz y que construye frases interminables como “no estoy deprimido, no es una cuestión de ánimo, es una cuestión espiritual, me siento vacío espiritualmente, quiero morir, no puedo más”. Cuando se quiebra nuestro espíritu y con él las ganas de vivir, la enfermedad termina por dominar el vacío que supone no poder más, en esa situación, es inhumano brindar como única opción el sufrimiento.

Mi conciencia tiene claro que por encima de leyes escritas siempre estuvo la dignidad de mi hermano. Hubiese ayudado a morir a mi hermano sin ningún remordimiento. No lo hice porque a mi hermano le preocupaba las implicaciones legales que esto podía suponer. Mi compromiso para con su voluntad se inició en una conversación tras el diagnóstico. Y ese compromiso perduró hasta su último aliento, inquebrantable. Hice todo lo que me pidió en cinco años y, sin duda, de haber recibido esa petición, la hubiese llevado a cabo. Siempre tuve claro que, ante todo, su voluntad debía prevalecer y no sólo en la cuestión relativa a su muerte.

Murió en una larguísima agonía, sufriendo dolores indescriptibles, sin poder hablar, sin poder tragar, sin poder prácticamente respirar. Es insultante oír hablar a ciertos sectores de “la ley de la muerte”. Esas personas quizás sean capaces de pasarse dos horas todos los días con su hermano encima mientras al ritmo de su débil respiración comprime su pecho para conseguir sacar una flema que está produciendo un ahogamiento. Dos horas, todos los días, hasta el día de su partida. Cuando no eran ahogamientos eran otras situaciones. Su mujer, sin poder pegar ojo ni una sola noche durante 365 días al año porque una simple flema podía ahogar a mi hermano. Los turnos de cuidados entre padres, mujer, hermanos y su hijo siempre colaborando. Todo sin poder moverse ni poder hablar. La vigilancia tenía que ser constante para evitar lo único que hacía temblar a un gigante como mi hermano: morir ahogado.

Nosotros no queríamos que mi hermano muriese. Es más, mi hermano no quería morir, no quería dejar a sus hijos sin padre, no quería destrozarnos con su ausencia. Pero elegir el momento, el lugar y con quien morir era la única opción de mantener la dignidad que era asaltada por una enfermedad tan cruel como implacable.

La eutanasia es un tema que transciende creencias, ideologías, clase económica, lugar de procedencia. La eutanasia transciende todo eso porque va directamente a la esencia del ser humano, a nuestra condición humana. Mucha gente lo percibe como una cuestión compasiva, otros como una cuestión de dignidad, otra de libertades. Para mí es una cuestión de respeto. Las personas somos seres complejos que ante situaciones similares no actuamos de maneras extremadamente diferentes. Todo lo contrario. Ante situaciones similares se registran comportamientos aproximados.

A mi hermano no se le respetó su voluntad de morir mediante protocolos médicos que garantizasen una muerte digna, bajo la supervisión médica, de manera colegiada, con seguridad para el paciente, sin poner en aprietos legales a nadie. Al contrario, quienes defienden la vida hasta la última bocanada de aire impregnada en sufrimiento, siempre han visto garantizada su voluntad. Y es que, al fin y al cabo, la nueva ley de eutanasia regula precisamente ese derecho también, porque el derecho no es a la eutanasia, sino a la libertad de elección. Y eso es lo que garantiza una muerte digna a quienes quieran la eutanasia y a los que no, la libertad de elección.

Yo no quiero morir, pero celebro que, como voy a morir muy a mi pesar, haya una ley que garantice que lo voy a hacer de manera digna. Ese derecho se lo arrebataron a mi hermano quienes durante años han bloqueado esta ley. 

Mi historia no es la mía. En este caso, es la historia de mi hermano. Enfermó de esclerosis lateral amiotrófica y tras largos, tortuosos y sufridos años, nos dejó a los 37 años. Su última mirada fue para su hijo mientras le leía un cuento para dormir. Así nos dejó, la sedación le durmió con la mejor banda sonora posible, la voz de su hijo.

El diagnóstico fue temprano y nos puso frente a una esperanza de vida de cinco años en los que exprimir la vida, y eso posibilitó hacer algún viaje durante los primeros compases de la enfermedad y prepararlo todo para dar la batalla que anuncia el diagnostico de una enfermedad degenerativa sin cura como la ELA.