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No es el sueño americano, es la pesadilla

Caminar, caminar y caminar hasta que los pies revienten, hasta que el cuerpo no pueda más. Avanzar y avanzar hacia el lejano norte, aunque no suponga, tal y como muchas crónicas nos resumen, encontrar el “sueño americano”. Porque bien al contrario, la razón principal de que miles y miles de mujeres y hombres, de ancianos y niños hoy atraviesen bosques, ríos, montes, desiertos y barreras policiales en Centroamérica no es esa hipotética búsqueda de la tierra prometida cual relato bíblico que nos están contando. La verdadera razón es huir de la pesadilla en la que se han convertido sus países de origen.

No hay sueño, sino pesadilla. Cuando la vida no alcanza ni a la simple sobrevivencia las personas se ponen en marcha; es un éxodo que se ha repetido miles de veces a lo largo de la historia en busca de la vida digna, esa que todo sistema político y social debería de tener no solo como primera proclama discursiva, sino como principal práctica diaria. Porque las grandes declaraciones de la clase política tradicional nos suelen recordar con cierta insistencia que el derecho a la vida debe de estar en el centro de nuestros anhelos. Sin embargo, suelen olvidar que el mayor y primero de los derechos debería verse complementado con la coletilla (nunca una coletilla fue tan importante) de “a una vida digna”.

Así, a millones de personas en Honduras, El Salvador y Guatemala se les ha robado este derecho. El sistema dominante establece hoy que este lo es solo para las minorías enriquecidas, aquellas que cada día son más minoría pues la brecha de la desigualdad se ensancha y profundiza continuamente, arrojando más y más personas al territorio de las mayorías empobrecidas, mientras aumentan las riquezas de las primeras.

Organismos tan poco sospechosos de radicalismo como el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) o el Banco Mundial establecen porcentajes de pobreza en estos países superiores al 50% del total de la población, y en muchas de sus regiones, superiores al 80%. Hablamos de millones de personas que viven con menos de 2 dólares al día, si a eso se le puede seguir llamando vivir.

Y esto es lo que explica que el movimiento que desde hace semanas iniciaron miles de personas en Honduras y que hoy se extiende por gran parte de esta región centroamericana, ese caminar hacia el norte, sea un grito por la urgencia de salir de la pesadilla que es la vida para estas personas. Movimiento casi espontáneo que asombra al mundo por haberse puesto en marcha sin esperar ni responder a grandes consignas políticas o a intereses geoestratégicos, aunque tiene una evidente carga y demanda política. Es la sociedad en marcha en un mundo que no da las mínimas opciones para una vida digna en el territorio que a uno le vio nacer y que, por eso mismo, la decisión de salir de él tiene que ser muy dolorosa pero imprescindible, inevitable. Por esto no se identifican grandes partidos o sindicatos al frente, y es la expresión de la autoorganización popular por la vida la que mejor refleja y define a este movimiento en marcha.

Centroamérica se reparte hoy, en el marco del neoliberalismo, entre una escuálida, aunque muy enriquecida, oligarquía de unas pocas familias en cada país y transnacionales norteamericanas y europeas que explotan hasta el agotamiento bosques, ríos, campos y las entrañas de la tierra. Se trata de obtener el máximo de beneficios, de la forma más barata posible y en el menor tiempo. Así, unas y otras privatizan la vida y la naturaleza en su beneficio y arrojan a los pueblos a la miseria que ya no se puede llamar ni sobrevivencia.

Por todo ello, es importante entender que no hay búsqueda del sueño americano en las intenciones de estas personas, quienes, posiblemente, han visto robada hasta su capacidad de soñar. Suena bien ese enunciado que nos retrotrae a tiempos pasados, a conquistas del oeste y a la posibilidad de labrarse una vida en una tierra de abundancia y oportunidades para todos como si fuera el paraíso cristiano o la tierra sin mal guaraní. Pero no olvidemos que también hay una clara intencionalidad política en esta visión para distorsionar las verdaderas razones de que este éxodo se esté produciendo. Así, los titulares de la prensa, la radio y la televisión nos arrastran con esa idea a los dominios de la memoria donde el imaginario popular entiende este movimiento que hoy recorre Centroamérica como si fuera una aventura más de pueblos sin futuro. Esto nos ayuda también a mantener a salvo nuestra conciencia; nos insensibiliza ante el drama existente que tendríamos que reconocer si pensamos en cada una de las historias vividas por estos miles y miles de personas, esas que les han obligado a tomar la decisión de echarse al camino hacia el norte ante la absoluta falta de posibilidades de vida y frente a todos los obstáculos que los estados puedan ponerles para impedir su caminar.

Nos narcotiza también esa imagen de aventura ante la posible pregunta de quiénes son los responsables últimos de esto que hoy ocurre en Centroamérica. Cierto es que hay desempleo, pobreza, inseguridad, que las maras y la delincuencia organizada dominan cada vez más estos países. Que la corrupción hace estados fallidos donde la democracia y justicia brillan por su ausencia. Pero, ¿es la incapacidad de las personas para hacerse un futuro, tal y como algunas crónicas interesadas nos cuentan, la razón de estas situaciones o es el propio sistema de dominación político, social y económico el que hoy cierra las puertas al futuro y hace que el presente sea insostenible para millones y millones de personas mientras que unos pocos cientos de familias y empresas enriquecidas viven en la más insultante de las abundancias? Sistema que, además, para asentar con más fuerza su dominio, no reparará en ningún momento en multiplicar sus mecanismos de persecución política y de criminalización de aquellos procesos y sectores populares y sociales que pretendan generar alternativas más justas al modelo dominante.

Y por último, es posible que también esa imagen de aventura desde Europa nos haga sentir este movimiento en Centroamérica como algo lejano, pero nos podríamos preguntar si realmente es tan lejano. África emigra, África camina hacia el norte desde hace años, y Europa tampoco es el sueño buscado sino la posibilidad de salir de la pesadilla que hoy es el continente africano para las grandes mayorías. Territorios y países donde también las mínimas oligarquías locales y las grandes transnacionales explotan sus recursos hasta el agotamiento, provocando la expulsión de millones de personas, están en el origen y razón de querer (necesitar) atravesar desiertos y mares para llegar a encontrar una vida digna. Y mientras esto ocurre como proceso humano, las respuestas de los gobiernos europeos no se diferencian tanto como pudiéramos pensar de las que está produciendo su socio estadounidense, consistente en cerrar fronteras, militarizarlas o alambrarlas y condenar y criminalizar la solidaridad.

En suma, demasiadas pesadillas en el mundo y pocos sueños donde las personas y pueblos puedan tener una vida digna y justa. Por eso, para cerrar esta reflexión, recuperamos las palabras de Leonardo da Vinci cuando dijo que “la desigualdad es la causa de todos los disturbios. No hay paz sin igualdad”.

Caminar, caminar y caminar hasta que los pies revienten, hasta que el cuerpo no pueda más. Avanzar y avanzar hacia el lejano norte, aunque no suponga, tal y como muchas crónicas nos resumen, encontrar el “sueño americano”. Porque bien al contrario, la razón principal de que miles y miles de mujeres y hombres, de ancianos y niños hoy atraviesen bosques, ríos, montes, desiertos y barreras policiales en Centroamérica no es esa hipotética búsqueda de la tierra prometida cual relato bíblico que nos están contando. La verdadera razón es huir de la pesadilla en la que se han convertido sus países de origen.

No hay sueño, sino pesadilla. Cuando la vida no alcanza ni a la simple sobrevivencia las personas se ponen en marcha; es un éxodo que se ha repetido miles de veces a lo largo de la historia en busca de la vida digna, esa que todo sistema político y social debería de tener no solo como primera proclama discursiva, sino como principal práctica diaria. Porque las grandes declaraciones de la clase política tradicional nos suelen recordar con cierta insistencia que el derecho a la vida debe de estar en el centro de nuestros anhelos. Sin embargo, suelen olvidar que el mayor y primero de los derechos debería verse complementado con la coletilla (nunca una coletilla fue tan importante) de “a una vida digna”.