Escribe Josefo de la Sota, echando mano de Max Aub, que “la ciudad es un libro que se lee con los pies”. Cierto, pero los libros, en general, se leen primero con las manos. Antes se miran que se leen. Primero son un objeto y luego un contenido. Y este es el caso. Bilbao, la gente, el libro que ha parido otra vez Mikel Toral, con el concurso fotográfico perenne de Mikel Alonso, es de primeras un objeto notablemente bello, inusual, sorprendente, a cargo del diseñador y maquetador Javi Martín. Para dar forma al cúmulo de experiencias narradas de un sinfín de personas ha tenido la habilidad de fabricar un ladrillo sin lomo –o con lomo a la vista-, que remite a la idea de acumulación y que incluso la distingue cromáticamente en las tres grandes secciones en que se ha distribuido el libro: participación ciudadana, derecho a la ciudad y derecho a la cultura. Brillante. Por si fuera poco, el invento permite abrir la obra en toda su extensión, en sus dos planas, sin que se descuajeringue con el uso. Y cierra una maqueta y una grafía limpias, que invitan a leer, además de fotografías de archivo y de la factoría Alonso, salpicadas con retratos personales y anónimos de los que han tenido que ver en esta formidable aventura ciudadana. Un ladrillo del que te haces con una sola mano, casi como una agenda, preparado para sufrir el manoseo y dispuesto a la vez para embellecer una estantería repleta o un solitario monumento a un libro bien pensado, diseñado, facturado y parido.
Por dentro habla de las personas y de las experiencias de las personas en los últimos cuarenta años hasta dar por acumulación con el Bilbao que ellas mismas (y otras que no salen aquí) tienen y viven. Reivindica un sujeto social impreciso –la gente-, alternativo a lo institucional. Es un tema viejo, de cuando el Estado era visto solo como enemigo, que sigue actual y ahora cobra también una semántica múltiple. El libro habla de la acción de las personas anónimas organizadas habitualmente y dispuestas a actuar, ya sea por una intención pensada o por una reacción no tan meditada. Las dos iniciativas confluyen en el tiempo. Reivindica la autogestión, el “hágaselo usted mismo” de los años sesenta para aquí, el vivir al margen del presupuesto cuando no había otra o hacerlo cuando este estaba disponible para recuperar lo hecho por nosotros mismos. Las instituciones han sido siempre un protagonista complejo. En un tiempo lejano solo quitaban y no daban nada, además de actuar al margen y muchas veces en contra de la gente. Cuando se democratizan no pierden ese carácter ajeno, dispuesto a hacer por el pueblo sin el pueblo, peligrosas sobre todo cuando aciertan en tanto que desactivan por innecesario el potencial creador de la multitud. Luego recuerdan de nuevo quién tiene el poder (y su legitimidad, ahora democrática) y están en disposición de volver a pasar de todos. Una historia vieja.
Las instituciones parecen no tener personas detrás. Es su fortaleza, su misterio y su debe. Es mejor que sea así, que el poder sea abstracto y no personalizado y dependiente de uno o unos sujetos. Es lo que distingue el poder en su versión moderna, la nuestra, diferente del patrimonial del tiempo de los nobles y los reyes. Las instituciones permanecen y las personas que pasan por ellas solo pasan. Cuando un testimonio del libro recuerda que hubo un tiempo en que el Gobierno Vasco trató bien la cultura en su nicho bilbaíno de Zorrozaurre, respetando sus iniciativas autónomas y ayudándolas con el erario público, nadie supone que detrás había unas u otras personas, y que eso determina la diferencia. Solo se adivinan gestores grises y anónimos, ejecutores de políticas públicas, un día afortunadas y provechosas, otro destructivas o paralizantes. Ahí se resume todo, lo bueno y lo malo de ellas.
Comparada con Vitoria o San Sebastián, Bilbao es una ciudad vieja, o mejor, madura, con cuerpos sociales, arriba y abajo, curtidos en la acción y en el enfrentar problemas aparentemente insalvables
En una dimensión bien distinta está la acción de los ciudadanos. Esta es personal, discontinua y frágil. No es la gente, sino las personas concretas, lo que construye desde esta posición una ciudad o una realidad precisa. El libro lo dice así, contraviniendo su título: son personas con nombre y apellidos las que hicieron tal cosa, y no la genérica multitud. De hecho, los testimonios hablan normalmente de ellas mismas, de su experiencia. Mucho más: cuando alguna desaparece, su acción se resiente y, si no ha sido capaz de transmitirla a otros, simplemente acaba a la vez que ella y se pierde en el recuerdo, aquí desvelado o renovado. La red ciudadana –y la cultura mucho más, por depender del genio personal, de la iniciativa particular, no colectiva- es tremendamente frágil por eso. Cuando un editor o un librero muere sin “descendencia”, sin relevo, se van con él todas las iniciativas que generó en vida y también las que podían haberse reproducido después.
Por eso el apellido “la gente” me resulta un tanto esquivo. Aunque se entiende su sentido –confrontarlo a todos los efectos a la acción institucional, presentar una realidad alternativa, ni siquiera necesariamente enfrentada-, proclama la singularidad del magma anónimo de manera poco precisa. Mucho peor: el gentismo refiere en algunos países, como Italia, una variante del populismo acantonada en el enfrentamiento contra la institución desde la reivindicación de un “sentido común” de la gente de compleja gestión. La vieja “voluntad general” de Rousseau, madre de tantos desastres en los dos últimos siglos, reaparece con insistencia.
Pero, como digo, la intención de Mikel Toral es simplemente dejar constancia de que, a la vez de una acción institucional y política que siempre se lleva las mieles del éxito (el Guggenheim, el metro o la recuperación de la Ría), hay una sociedad organizada intermitentemente (a veces también permanentemente) que generó iniciativas prácticas, articuló resistencias contra el error, mantuvo en soledad redes de soporte ante realidades novedosas y contribuyó como nadie y por acumulación a que, en este caso Bilbao, sea lo bueno o lo malo que es hoy. Aquí, obviamente, se habla de lo primero.
El libro, entonces, es un recorrido de gran amplitud a lo largo de cuarenta años de ciudadanía activa, narrando en primera persona, desde la voz de sus protagonistas, experiencias temáticas diversas. Se puede leer en el tiempo, diacrónicamente, como relato de una sucesión de problemas que tenían respuesta en la acción ciudadana: de los urbanísticos de los sesenta a los que surgieron con la inmigración desde comienzos del actual siglo, de la causa de las mujeres juzgadas por abortos ilegales en la Transición a la problemática del género en nuestros días. Y se puede leer temáticamente, en una sucesión de cuestiones que van apareciendo y desapareciendo y renovándose en su sustitución conforme va mudando la realidad social.
Al final es Bilbao. El lugar se puede ver también desde un sitio diferente del Pagasarri. A sesenta kilómetros de distancia, desde una ciudad tan nueva como Vitoria, Bilbao sorprende por el sentido histórico que tiene una parte destacada de su ciudadanía. No solo me refiero a una élite muy consciente de su función; hablo también de una población educada en la gimnasia social y en la percepción de sus resultados (el movimiento de pensionistas es un ejemplo palmario). Y lo digo en términos históricos, en una proyección en el tiempo que supera con mucho los cuarenta años que aquí se narran. Porque Bilbao se ha rescatado a sí misma varias veces en los últimos siglos, se reinventa al menos una vez cada centuria. Lo hizo cuando abordó su industrialización tras la última carlistada, también cuando superó las confrontaciones sociales de comienzos del siglo XX, qué decir del inicio del franquismo o también de su final, como aquí se cuenta, o del reseteo tras aquellas inundaciones el día de mi cumpleaños de 1983 que pusieron también fecha a una transformación general en medio de una superlativa crisis hasta dar con la ciudad postindustrial que hoy es. Eso lo hicieron las instituciones, cierto, pero también las personas y sus organismos, proponiendo, redirigiendo y resistiendo. Ese balance tiene muchos nombres y apellidos, y por eso el libro cuenta con un índice que suma hasta setenta de ellos, todos diferentes, pero todos importantes.
Bilbao, y las personas que lo conforman hoy, tiene sentido histórico porque se reclama en todas ellas, empezando por las que ya no están, pero consciente de que, como gusta repetir Toral, la realidad social es la suma de la acción y la inacción, además de los aciertos y errores, de quienes la protagonizan. La metáfora real de aquella compra del Pagasarri que propuso y logró el entrañable y desaparecido Rafa Toral es un ejercicio práctico de acción ciudadana. ¿Por qué tenemos que hacer los ciudadanos si ya están las instituciones democráticas para ello? Y lo explica, y se entiende que estas últimas funcionan mejor si tienen a la par una ciudadanía activa. El invento ciudadano de unas fiestas para la ciudad en el inicio mismo de la Transición es otro ejemplo feliz. No todo Rousseau resulta peligroso: su idea imposible de una ciudadanía hiperactiva soplándole la nuca al gestor público, atenta a sus movimientos, tiene mucho de positivo. La responsabilidad de cada uno es lo que salva a la democracia representativa de despeñarse por el abismo de la anomia o del desinterés, de la distancia insalvable entre representantes y representados. Cuando ese instante fatal llega, viene con él ese gentismo, esa multitud achuchando y no para bien, porque lo común se confunde entonces con una abigarrada e ingobernable suma de “qué hay de lo mío”.
Comparada con Vitoria o San Sebastián, Bilbao es una ciudad vieja, o mejor, madura, con cuerpos sociales, arriba y abajo, curtidos en la acción y en el enfrentar problemas aparentemente insalvables. Sus hermanas vascongadas son de historia más reciente y más providencialistas: una industrialización que les vino a ver y una Concha que era imposible no explotar (aunque hubo propuestas para no hacerlo). Quizás por eso estas discuten si son galgos o podencos hasta que pasa la ocasión. En Bilbao no, allí compran todo lo que se pone a tiro –incluyendo perros de flores de artistas frívolos-; luego lo ubican en su escenario, lo hacen propio y lo explotan. Y se les ve contentos.