Jamás hubiera pensado en asociar estas dos palabras (aula y trinchera) sin que me produjeran escalofríos en el cuerpo. En serio, jamás pensé que asociaría en un texto que pretende ser serio dos conceptos tan antagónicos como son la educación, que genera conocimiento, respeto, valores… con un término tan belicista como “trincheras” que me suena a odio, a dolor, que genera desigualdades.
Sin embargo, cuando no ha pasado más que una semana desde el inicio de curso, no puedo menos que decir que la vuelta al cole es una auténtica vuelta a las trincheras para la diversidad. En los centros educativos conviven chicos y chicas gays y lesbianas, e incluso biexuales. También hijos e hijas de familias homoparentales (con dos mamás o dos papás) y un nutrido grupo de jóvenes transexuales. Que desde el pasado lunes, siendo reclamados por las autoridades educativas, tratan de nadar, como en balsa de aceite, en un medio obligatorio (en muchos casos) pero poco o nada cómodo.
Da igual qué realidad investiguemos, la semana pasada ha sido dantesca. Extremadura es una de las regiones pioneras en el reconocimiento de derechos para las personas LGBTi y los hijos e hijas de éstas, pero poco o nada hay trazado desde el papel a las aulas, más que un puñado de buenas intenciones, y algún que otro titular de prensa.
No quisiera verme en la piel de muchas familias, que al inicio de curso aún tienen que escuchar cómo maestras y maestros de sus criaturas, que tienen dos madres o dos padres, afirmando que no abordan la diversidad en clase, por si alguna de las familias, mal llamadas “tradicionales”, se sentían ofendidas por este hecho. Y este no es un problema generacional o de sensibilidades, es de ideología.
La misma razón que lleva a una “educadora social” (permítanme que lo coloque entre comillas, porque el comportamiento no se ajusta demasiado a sus verdaderas funciones) que me aseguraba el pasado jueves que, trabajar mediante talleres la diversidad afectivo sexual y la identidad de género molestaba a los padres (no hay madres en esas casas) de los alumnos (no hay alumnas en ese centro) por tratarse en su mayoría de chavales y chavalas residentes en uno de los barrios de alto standing de la ciudad. De Badajoz, para más señas.
Tampoco quisiera estar en la situación de madres y padres de los jóvenes transexuales a los que acompaño y apoyo, sabiendo que sus hijos o hijas parten cada mañana a la escuela con la incertidumbre de si algún docente despistado -o despistada- nombrará por el nombre equivocado a su congénere, evidenciando que es una persona transexual, y dejando de manifiesto esas dolorosas reminiscencias que aún quedan de una etapa anterior de su vida, en la que su cuerpo y su sexo sentido no se correspondían.
Y mañana me dirán lo de siempre, que no se puede hacer del detalle una generalidad, efectivamente, no se puede. Hay casos, y créanme si digo que esos sí que son residuales, que saben trabajar y abordar la realidad diversa que encontramos en las aulas.
Mientras tanto, mucha tibieza, mucha excusa… aceptamos la diversidad pero… ¿la trabajamos? ¿Pensamos de verdad que solo con aceptarla en nuestra cabeza, todos los problemas derivados de “la diferencia” están resueltos?. O es que aceptamos todo mientras no nos acarreé trabajo y “dolores de cabeza” por tener que adaptar nuestras formas de afrontar las realidades del alumnado.
Mientras el tiempo pasa y nuestras chicas, nuestros chicos, pasan cada día de trinchera en trinchera.
Hugo Alonso es activista LGTBI