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Millennials de posguerra

Grupos de jóvenes se aglomeran en la vía pública de Santiago de Compostela

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Primero hay un barullo suave. El sonido de las familias que regresan a casa. Niñas y niños saliendo de actividades extraescolares. La última hora punta del tráfico en el centro de la ciudad. Autobuses urbanos que tragan y escupen gente. Cada vez menos gente. Los ruidos van desapareciendo junto con la luz, los cubre esa cosa espesa, dorada, del final de los días en otoño. Compostela se duerme.

Cuento con los dedos de la mano: una, dos, tres, cuatro horas. Y empiezan a salir a la calle los primeros grupos de estudiantes universitarios. Salen por primera vez desde 2019. Es jueves por la noche. El aforo de los locales es reducido. Complicado conseguir entrada (aunque hay trucos, contactos). La gente se va congregando fuera, delante de la discoteca Ruta, en el ensanche de la ciudad. La concentración puede ser o no intencionada, da igual. El ruido aumenta. Hay botellón en la calle, un enjambre de risas y gritos. Vasos grandes de plástico, botellas con mezcla apoyadas en las esquinas, la luz blanca de las farolas y la de los teléfonos móviles. Empieza a refrescar. Alguien le presta una chaqueta a alguien. Alguien derrama una bebida.

Cuento con los dedos de la mano: uno, dos, tres, cuatro vecinos o más llaman a la policía para quejarse por el ruido. Y entonces ocurre la barbarie. Llegan los antidisturbios. Antidisturbios para disolver un botellón en una calle de dos carriles en el centro de Compostela. Los golpean, los asustan, los espantan. Al día siguiente hay algún vídeo que se reenvía de modo viral donde podemos ver sangre: brechas pequeñas abiertas sobre la carne que sangran mucho, muchísimo. La sangre es como la lava, no obedece órdenes. El alcalde de Compostela, el socialista Sánchez Bugallo, dice que se ha empleado “la fuerza necesaria y suficiente para conseguir el objetivo”. Dice orgulloso que se respetará y garantizará la convivencia. Bugallo no convive con estudiantes universitarios. Envía a las tropas. Golpea. Repito: la sangre es como la lava, no obedece órdenes.

En marzo de 2020 este país inició un necesario confinamiento, imprescindible, cuyas restricciones todavía duran, se resisten a desaparecer. Se inició entonces una guerra. El lenguaje bélico estaba en todas partes, pero especialmente en los discursos del presidente Sánchez. Después de aquello, se instauró la nueva normalidad, a la que nos vamos acostumbrando dóciles, como a tantas otras cosas. Pues bien, las chicas y chicos agredidos y amedrentados en Compostela fueron parte de esa misma guerra, sufren el mismo desgaste frente a la norma. La diferencia es que, cuando comenzó la batalla, ellos, es decir, nosotros, ya estábamos cansados.

Lo recuerdo perfectamente, era 2009 y acabábamos de tener una sesión de orientación académica en el instituto. La profesora de Biología entró en clase y dijo algo así como: “¿Qué importa lo que estudiéis? De todos modos, no habrá trabajo”. En esa frase, las dos caras de la profecía: la libertad para hacer lo que quisiéramos y la seguridad de que, hiciésemos lo que hiciésemos, no saldría bien. Tras eso, con el paso de los años —más de una década— nos convertimos en lo que Elena Medel llamó magistralmente, para rebatir la teoría del síndrome de Peter Pan, “niños perdidos”: aquellos que asumimos una infancia eterna porque no había más opción. Los precarizados, nunca los precarios. Los que esperan que algo cambie. Los que se radicalizan frente a la mentira de la clase media.

A nosotros, que fuimos condenados hace una década, nos siguen ahora aquellos a quienes la pandemia ha robado algunos de sus años más preciados. Aquellos que han visto fracasar proyectos políticos en los que nosotros sí tuvimos esperanzas. Si nosotros somos hijos del 15M, esta es la resaca de sus nietos. Crecimos en la derrota. Asumamos ya que no todos los años valen lo mismo. Si estamos dispuestos a decir que la infancia es la patria del hombre, la adolescencia tiene el encanto de una noche que no se acaba nunca o el de los cuerpos expuestos al sol de julio sin protección, inconscientes de la vida que guardan.

Estábamos, estamos cansados.

Durante el pasado verano prensa e instituciones se encargaron de criminalizar el ocio nocturno de los más jóvenes. Nunca eran turistas los que generaban brotes. Nunca eran los mayores de treinta, de veinticinco. Se creó un relato donde el enemigo a combatir era la irresponsabilidad de los adolescentes. Olvidamos su sacrificio, su pérdida, su agotamiento. El discurso político, público, prefiere reprobar botellones en lugar de hablar sobre el aumento de suicidios, sobre cómo la primera causa de muerte violenta entre la juventud tiene que ver precisamente con un sistema sanitario débil y una sociedad enferma. Con el cansancio. El establishment prefiere enviar antidisturbios en lugar de habilitar espacios de ocio. Dejarlos de últimos en las prioridades de vacunación durante meses. Es más cómodo odiarlos, someterlos a la autoridad, que reparar en sus necesidades, dialogar. La pandemia va camino de convertirse en una oportunidad única para anularlos.

Hay a quien la juventud le sobra. Quieren que pase rápido, que moleste menos. Decía: la sangre es como la lava, no obedece órdenes. La sangre arrasa. Basta que se abra una brecha con violencia inusitada en la cabeza de un compañero de clase. Estoy contando de nuevo con los dedos de la mano: uno, dos, tres, cuatro millennials de posguerra van llegando de madrugada a la plaza vacía del Obradoiro, al centro vacío de cualquier casco histórico debidamente gentrificado en una ciudad española. Van llenando el espacio. Ríen, se mueven, beben, desobedecen. También molestan allí aunque no haya vecinos. Podría suceder el próximo jueves. En cualquier momento. Podríamos decidir estar vivos y enseñarles los dientes. ¿Nos escuchan?

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