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Antón Baamonde

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El pasado martes una sentencia de la Audiencia Nacional ponía en cuestión la fusión de las cajas gallegas en el mismo día en que el mismo órgano condenaba a Manuel Fernández de Sousa a ocho años de cárcel por falsear las cuentas de Pescanova. El rescate de las cajas significó 9.000 millones de euros de dinero público mientras que la modesta cifra de deuda que intentó ocultar Manuel Fernández asciende a los 2.000 millones. La pregunta es: ¿cierran esas sentencias un ciclo? ¿Son ya causa juzgada?

Escribía hace casi diez años Josep María Vallés que si el siglo XIX español vivió la desamortización de la tierra y el final del siglo XX contempló el de las empresas públicas, la desaparición de las cajas de ahorros compuso, en el siglo XXI, una tercera desamortización que permitió traspasar un enorme volumen de negocio –el 50% del negocio bancario en España– a manos de los bancos privados. Si la primera desamortización no alteró la estructura de la propiedad de la tierra y la segunda dejó intocado el carácter oligopolístico de grandes empresas abastecedoras de servicios como Telefónica, Repsol o Aldeasa, la tercera constituyó un enorme bocado que tragaron o van a tragar con enorme beneficio los grandes bancos.

La crisis bancaria de 2008 supuso enormes esfuerzos –paro, pobreza, desahucios y suicidios– que habría que recordar, aunque sea un tópico afirmar que las sociedades contemporáneas tienen memoria de pez. No es fácil saber las cifras del rescate bancario dada la opacidad con la que se manejan estas cosas, pero el economista Juan Laborda calcula que las ayudas al sector bancario –medidas de capitalización, adquisición de activos, garantías y avales, préstamos y líneas de liquidez– rondan los 730.000 millones de euros. La hoja de ruta pactada por políticos y grandes banqueros con el fin de acabar con las cajas de ahorro transformándolas en bancos privados se cumplió al dedillo.

Se quiere decir que hay que enmarcar la desaparición de las cajas gallegas en un proceso más amplio de oligopolización del sistema financiero español. Rajoy y Zapatero, movidos por la explosión de la burbuja y por una Merkel que quería, naturalmente, que sus cajas y bancos cobraran los préstamos, pusieron el marco normativo. El Banco de España, como hizo siempre, no controló ni vigiló absolutamente nada y, a su vez, la Xunta aplaudió con entusiasmo, hasta el último día, cualquier destrozo de los próceres económicos del país. Y así se escribió la historia.

Pero ese proceso de oligopolización, que hace oídos sordos al peligro del too big to fail [demasiado grande para caer], aún está en curso. La última noticia fue la entente cordial Bankia-Caixabank, pero todo induce a pensar que las fusiones, bendecidas por el BCE y el Banco de España, continuarán. Abanca puede ser una de las entidades a fusionar. De hecho, en la prensa económica se lee que Abanca intentó o está intentando esa posibilidad con el Banco Sabadell. No es la única opción posible.

Si así fuera, la historia se repetiría: cerrarían sucursales, se despediría a trabajadores, empeorarían salarios y condiciones de trabajo, etcétera. Lo más probable es que Abanca, una entidad que forma parte de Banesco, no sea la estación termini del grupo venezolano. Por lo demás, a la oligopolización bancaria le sigue como su sombra la concentración empresarial. Pescanova está hoy en manos de Escotet: Abanca posee más del 80% de las acciones de Nueva Pescanova. Así se cierra el bucle de las dos sentencias.

Que el destino de Abanca deba enmarcarse en un contexto más general no significa que las cosas no pudieron haber sido de otro modo. Al igual que la conducta del emérito no habría sido posible sin el silencio cómplice y la aquiescencia de tirios y troyanos, la desastrosa gestión de las cajas gallegas no sería posible sin el concurso necesario de una sociedad con baremos de información objetiva y examen crítico por debajo de cero. Fue necesaria una suma exorbitante de genuflexiones múltiples ante el paso de Gayoso&Méndez para que el abismo pasara desapercibido. A los dos los despidió no una sociedad, la gallega, escrupulosa con sus negocios e intereses, sino un ninja –no job, no income, no assets– de Alabama. Es una vergüenza, pero es así.

Si los dos gobernaron, con ánimo bonapartista, transformando entidades de carácter social sin ánimo de lucro al servicio del desarrollo económico del país en fincas privadas en las que sus camarillas obtenían pingües beneficios no fue, no pudo ser, sin el conformismo de tantos y la complicidad de los beneficiados. La historia de las dos cajas espero que sea ahora mismo objeto de alguna tesis que dé cuenta de los detalles. Un solo dato impresionista: a Gayoso lo nombró Portanet, alcalde sin el que no se entiende el Vigo de posguerra, en el año 1965 y duró hasta 2012. Un caso de libro de autoreproducción de las élites. Por su parte, Méndez fue el financiero del lobby coruñés que, durante mucho tiempo, marcó la agenda de Galicia. Hay que entender los entornos de los dos, si queremos entender algo.

Tal vez es en eso en lo que hay que incidir. Es fácil arrancar ramas del árbol caído, pero ahora lo que importa es extraer conclusiones para que la sociedad gallega no caiga en una inopia culpable en la que el chivo expiatorio sea, como siempre, la condición de la auto absolución de los propios pecados. Atrévete a pensar, escribió un clásico, y por supuesto que la ignorancia puede ser deliberada. Mirar para otro lado en una sociedad de intereses densos y en la que erguir la voz puede significar la muerte civil encierra una confesión de culpa. Tal vez ahora mismo estén sentándose las bases del próximo desastre. (Mi versión de lo que pasó la publiqué en este medio en otra ocasión y aquí la dejo para quien tenga curiosidad).

Lo que, naturalmente, no le quita responsabilidad concreta a Feijóo, ni al Banco de España, ni, por cierto, a las auditoras –KPMG– que santifican cualquier cosa que les pongan por delante. Feijóo, claro que ayudado por los grandes medios de comunicación del país, es un maestro del ilusionismo. Un toque de varita por aquí, un toque por allá y, ¡voilá!, es capaz de hacer desaparecer el elefante en la sala. A veces Feijóo es presidente; otras, solo un señor que pasaba por allí y que escuchó algo en alguna parte. Puede dar, para justificarse, los mismos argumentos que Rodrigo Rato –que la culpa es de los que tenían que vigilar lo que él hacía para que no lo hubiera hecho– o negar con descaro al Parlamento gallego –el núcleo de la soberanía popular– la información que precisa para deliberar con criterio formado. Sabe que en las portadas del día siguiente ni tan siquiera se mencionará tal ínfimo detalle...

La primera responsabilidad de un gobernante es tener una idea de a qué puerto hay que llevar el barco. Y no parece que Feijóo sepa, haya sabido o, ni tan siquiera, haya querido saber en algún momento a dónde ir. Con la mentalidad de un profesional de la política, de los que tanto abundan, todo se queda para él en administrar una finca en el día a día sin gastar el cerebro en tener una perspectiva. En su período de gobierno se produjeron, entre otras, la desaparición del Banco Pastor, de Caixa Galicia y Caixanova, del Etcheverría, del Banco Gallego, de R, o la chusca historia de Pemex que también se verá en los juzgados. Veremos lo que pasa con Alcoa. Solo el traslado de los servicios centrales del Banco Pastor a Madrid supuso la pérdida de 800 puestos de trabajo. Al tiempo, la sede fiscal de cierto número de empresas se va para un Madrid que practica el dumping fiscal con enorme perjuicio para otras comunidades. A su vez, la industria agroalimentaria sucumbe al capital foráneo. Y suma y sigue.

Naturalmente que la Xunta solo puede hacer lo que puede hacer y no otra cosa. Pero sí puede tener algún plan. Y lo cierto es que no hay en Galicia política económica digna de ese nombre, ni, en realidad, política económica ninguna, fuera de cuadrar las cuentas. No se ve iniciativa ninguna. Es un país, todos lo sabemos más o menos conscientemente, de poco futuro con un Gobierno que vende mucho humo. Claro que vivimos mejor que hace unas décadas, y que hay mayor productividad, y que la renta per cápita mejoró. Pero al mismo tiempo, hay datos que muestran que el horizonte se achata. La población esmorece, las empresas gallegas desaparecen y los jóvenes mejor formados emigran en masa allí donde puedan encontrar trabajos cualificados. A Madrid, a Berlín o Shangai.

Que Dios nos libre de que las grandes empresas del país –Citröen, Inditex– entren en crisis porque sería trágico para Vigo y A Coruña. En Galicia no hay ningún debate consistente sobre el futuro económico del país y sobre los posibles caminos a transitar. Sabemos que la AP-9 es un pesado fardo que llevamos encima gracias a Álvarez Cascos y que hay que poner en valor nuestras ciudades y la interrelación con el norte de Portugal –el llamado Eje Atlántico– y que habría que invertir en I+D+i y hacer por lo menos algún breve análisis DAFO de la situación, pero todo eso ocupa poco espacio y ninguna decisión ejecutiva.

Pero no se ve que nadie proteste. Galicia va bien, que diría el ínclito. Todo va perfecto con un Gobierno que dice que sabe lo que hace, mientras el tejido industrial se desvanece y se sabe que Galicia perderá 200.000 habitantes en los próximos diez años. Sucede que, en Galicia, los periódicos son como son, los partidos políticos son como son, y, tal vez, a fin de cuentas, la gente, la que manda algo, es como es.

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