Semana Kronen

Auge, movidas y caída de las tribus urbanas en Madrid: “Las multinacionales se dieron cuenta de que podían hacer negocio con nuestra estética”

Guillermo Hormigo

23 de octubre de 2022 21:57 h

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“En realidad el concepto de tribu urbana lo hemos recuperado un poco para esta charla, últimamente no se escucha mucho”. Lo comenta Iñaki Domínguez en un momento de la conversación que tuvo lugar en el icónico Picnic de Malasaña, dentro de la cuarta edición de la Semana Kronen (una reivindicación de la contracultura noventera), el pasado 18 de octubre. El autor de Macarras interseculares participó en ella junto al escritor Paco Gómez Escribano y el líder de la banda callejera Los Franceses, Juanma “El Terrible” (“el segundo rocker de España después de Alberto García-Alix”, dice). Todo ello moderado por José Ángel Mañas.

El tema, claro, eran las tribus urbanas y algunas de las mejores historias que dejaron en el Madrid ochentero y noventero, su época de esplendor. Unos años en los que las anécdotas se sucedían en el entorno malasañero. Mañas empezó contextualizando el fenómeno: después de la Segunda Guerra Mundial, en una época de expansión consumista, muchos jóvenes empezaron a disponer de algo de dinero para comprar discos. Así, se fueron configurando identidades a través de los gustos musicales primero, luego moldeadas por la vestimenta, los accesorios, las aficiones o las inclinaciones ideológicas. Un fenómeno ligado también al crecimiento de las ciudades y “eminentemente urbano”, explicó el autor de Historias del Kronen.

En esta cultura callejera, los tres invitados de la noche “serían generales si pusiésemos galones”, bromea Mañas. Cada uno desde su atalaya: Iñaki era graffitero, Paco el más heavy de Canillejas y Juanma lleva el rock 'n' roll en las venas desde que un colega le dijo que le pegaba ser “un tipo duro” y debía “dejar de ir de californiano”.

Después de las presentaciones de rigor (aunque en la noche malasañera todo el mundo se conoce), Mañas empezó hablando de los heavies. Mencionó cómo el día anterior, en el Pregonen que abría la semana de actos, preguntaron a los asistentes con qué tribu urbana se identificaban: “Con la que más gente levantó la mano fue con los heavies, y es verdad que da la impresión de que fue la más numerosa, aunque sin embargo se ha escrito poco sobre ellos”.

Fue Escribano, claro, quien tomó la palabra. Comienza hablando de una época de niñez, el tardofranquismo, en la que las referencias musicales con las que se cría son Camilo Sesto o José Luis Perales. “Cuando llega Fórmula V me creo que aquello es la caña”. Hasta que escuchó Highway to Hell de AC/DC: “Me mete un jamacuco por dentro. Empiezo a dejarme el pelo largo, me compro unos pantalones de rayas negras y blancas y mis padres flipan. Empiezo a escarbar hacia atrás, y cuando doy con Led Zeppelin me digo que esto es lo mío”.

Su juventud coincide además con grupos como Leño o Burning, en un momento de enorme efervescencia: “Madrid era una fiesta. Veníamos de una generación que había luchado contra el franquismo por la libertad, y nosotros simplemente queríamos pasarlo bien. Sexo, droga y rock'n' roll. No precisamente en ese orden.”.

Geografía de las identidades

El autor de 5 Jotas se explaya sobre los locales míticos de la época: del Argentina en San Blas al Malandro o el Nueva Visión de Malasaña, cuando sus amigos y él pasaron a ser “heavies-rockeros”. “La Vía Láctea nos parecía un poco de pijos y El Pentagrama demasiado melancólico”, declara sobre dos de los lugares más míticos de la zona. “Cuando cerraba Malasaña, no como ahora a las 03.00 sino a las 05.00, nos íbamos al Ya'sta. Era curioso, porque ya no quedaba nadie en la calle, pero si entrabas allí estaba petado”. Mañas comenta algo sobre este éxodo desde el barrio para salir de fiesta: “En realidad los madrileños vivimos en la periferia, el Centro no es de nadie”.

La cuestión geográfica no es baladí. Incluso se habla de una especie de frontera urbana, situada en la calle Fuencarral. A un lado Pachá (actual Teatro Barceló), “templo del pijerío”. Al otro, los garitos emblemáticos de las identidades urbanas más subversivas. En uno de ellos, El Sol, era habitual durante los noventa encontrar a tipos con patillas, tupé y chupa de cuero. Uno de ellos era Juanma “El Terrible”. Y no cualquiera: “Yo era el jefe de El Sol”.

Su ronda nocturna empezaba en La Ría, cerca de la Glorieta de Bilbao: “En aquella época ponían de aperitivo el pulpo a la vinagreta, que hoy es un auténtico manjar, así que ahí cenábamos mientras íbamos lubricando nuestro estómago con minis”. De ahí a El Penta, luego La Vía Láctea, Nueva Visión, vuelta a El Penta para “la antepenúltima” y después El Sol. La cosa no acababa ahí, ya que luego llegaban afters como el Ya'sta o El Comité.

El cabecilla de de Los Franceses no quiere olvidarse de nombres vitales en el ambiente de la época que no suelen salir a la palestra. Cita a Antonio Gastón, primer propietario de El Sol. Con sus hermanos y sobrinos compró el restaurante Tranquilino, uno de los más lujosos de la capital, y lo transformó en un espacio de referencia en la contracultura madrileña. También de una cultura menos contracultural, ya que como relata Juanma personalidades conocidas a nivel mundial aprovechaban sus visitas a la ciudad para dejarse caer por el garito.

Leyendas con trazas de realidad

“Hay muchas historia que la gente ha desvirtuado y se ha creado una mentira o manipulación de la realidad”, dice este icono rocker sobre los grandes hitos y mitos de la época. Se refiere, por ejemplo, a una de las famosas peleas entre rockers y mods, uno de tantos líos en torno a la turbulenta sala Rock-Ola: “Se nos acusó a nosotros de iniciarla y fue al contrario. Ellos se metieron con unos rockerines quinceañeros que según decían le habían levantado las faldas a sus chicas. Los mods nos tiraron de todo, desde vasos y botellas a sus propias cazadoras. Entonces nosotros nos quitamos los cinturones y fuimos a cargar contra ellos. Salieron corriendo porque no imaginaban que unos cuantos locos íbamos a ir contra ochenta o cien”.

Pero esta mítica movida de la Movida tiene componentes aún más peliculeros. “Mi novia de aquella época estaba en las filas enemigas: era mod”, recuerda Juanma entre las risas del público. “Sus hermanos y amigos le preguntaban que cómo podía salir conmigo, pero fue una historia bonita. Un amor tipo Romeo y Julieta”, añade. Aunque con tanta violencia callejera de por medio a la mente viene más bien West Side Story.

Ideologizados y modernos

Estas aventuras y desventuras no le son nada ajenas a Iñaki Domínguez, cronista de la historia macarra de Madrid. A nivel personal, sin embargo, su ambiente tuvo más que ver con la escena del graffiti, el rap y los roces con el movimiento skinhead. Una tendencia que llega a Madrid durante los ochenta, aunque experimenta su mayor boom e “ideologización” la década siguiente.

Graffiteros y raperos tenían una conexión muy estrecha y estos últimos eran eminentemente antirracistas. Así, las tensiones (por ser suaves) con los skinheads estaban servidas. Domínguez se movía por la Plaza de los Cubos y la calle Princesa. Eran también los dominios de los bakalas, con el New World como Meca y Óscar Mulero como profeta. De hecho, algunos grupos de graffiteros por los que transitó “eran modernos ya integrados en la escena rave que se puso de moda, música electrónica para gente que iba de guay, que empezó en Madrid alrededor de 1995”.

Domínguez rememora como en 1999 la Plaza de Fuencarral, hasta entonces sin mucha actividad, fue escenario del “mercado del moderneo más importante de Madrid”. Se acuerda también del Chill Out, desaparecido local malasañero cercano a El Penta dedicado a la música alternativa. Era una época “en la que se podía fumar porros dentro de los garitos”. Y tampoco se olvida del fenómeno que denomina “raperos malos”, grupos normalmente racializados que procedían de Quintana o las colmenas del barrio de la Concepción: “Cuando llegaba a Malasaña querían demostrar que eran los putos amos”. En una línea similar se movían los Color Power de Fuenlabrada, “los primeros del mundo del rap que luchan contra los nazis en Madrid”.

Maneras de vestir

Las tribus urbanas no pueden entenderse sin la ropa, los complementos y una serie de accesorios que les confieren sus características estéticas más básicas. El vestir es un lenguaje que transmite identidad, ideología o posición socioeconómica. “Nuestra estética era la de los quinquis del barrio”, dice Escribano. Un uniforme compuesto por pantalones pitillo, plumas azul y las míticas Juma como calzado. Y pelo largo, claro.

Para Juanma fueron clave las tiendas de segunda mano de El Rastro: “Podías encontrar cazadoras de tres cuartos del Ejército, la Benemérita o la Policía Municipal. Luego el zapatero de tu barrio te la cortaba y te la cosía”. Los más adinerados iban a la calle Toledo, donde estaban las tres o cuatro únicas tiendas de Madrid con la ropa que les gustaba. Y por último estaban los más avispados, “los que sabíamos dónde se vendía la ropa que entraba por Valencia para desecho o reciclaje”. Parte de la mercancía venía de otras partes de Europa o Estados Unidos, “supuestamente para los pobres, pero de eso nada porque acababa en El Rastro”, según Juanma. “Si conocías a alguien podías acceder a buenas prendas por casi nada”, presume.

Cuando la pasta se movió a otros intereses, como el pop y demás, todo se vino abajo

Pero la relación con la vestimenta se transforma radicalmente cuando “las multinacionales se dieron cuenta de que podían hacer negocio con nuestra estética”. Las prendas y complementos pasan a estar al alcance de la mayor parte de la gente, aunque lo que representan se desvirtúa y se mercantiliza. Iñaki Domínguez destaca el “valor cultural” que tenían algunas de las primeras tiendas enfocadas a lo urbano, como una en la que compraba los sprays para graffitis, algo que cree se ha perdido con el tiempo y con la usurpación de estos productos por parte de grandes marcas.

El 'genocidio' de las tribus

Según Mañas, el panorama actual de todos estos grupos, aunque no se hayan erradicado completamente, “no es tan nítido”. Escribano recuerda un primer golpe a la identidad urbana, cuando se correspondían más a las bandas de barrio: “Estas bandas se acabaron cuando vino la heroína. Se basaban en el compañerismo. Si un notas es capaz de robarle las joyas a su abuela para conseguir un chute, ¿qué lealtad va a tener con su colega?”. Luego, cuando fueron las tribus urbanas las que ocuparon un espacio de comunidad algo similar, el veneno fue el dinero: “Los productores vieron que había pasta en todo esto a través de conciertos, películas, etc. La peña más influyente nunca se acordaba de cierta gente si había periodistas de por medio”.

Todos coinciden en reivindicar a Burning, un grupo “maltratado durante la Movida” por sus letras sin contemplaciones. “Interesaba más una canción que diga ay déjame que ya no te quiero que otra sobre vamos a atracar un banco”, opina Escribano. Y remata: “Cuando la pasta se movió a otros intereses, como el pop y demás, todo se vino abajo”.

Domínguez recurre al origen de las tribus urbanas para explicar su final: “Surgen porque, a diferencia de lo que pasaba en los pueblos, en las ciudades no todo el mundo se conoce. Mucha gente busca una identidad para terminar con una angustia vital por no saber quién se es en un mundo masificado”. Cree que actualmente esas identidades compartidas pueden configurarse en otros lugares, como las redes sociales. Ahora podemos encontrar personas con las que compartir gustos, pensamientos y en definitiva una forma de ver el mundo, aunque no se comparta un espacio físico como el que dominaron estos “generales de la calle”.