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Relato de una asperger en cuarentena

Mari

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No, si yo lo que es la cuarentena no la he pasado mal. Soy estudiante de doctorado, pero, a efectos prácticos, sigo viviendo con mi madre: en cuanto se nos anunció, la noche del jueves, que todo lo presencial se suspendía, no tuve más que echar tres o cuatro cosas más de lo que normalmente pongo en la maleta todos los fines de semana para venirme al pueblo en el autobús (porque no conduzco). Así que he pasado mi cuarentena en una casa de 120 metros cuadrados, en un pueblecillo de la sierra, con mi madre. Que, por cierto, tiene asma. Y rodeada de personas mayores por todas partes, todos parientes míos, casi todos enfermos de algo.

Unas vacaciones de verano largas anticipadas, con la excepción de que no podía subirme con mi madre al coche para ayudarla a hacer la compra una vez a la semana en el Mercadona más cercano. Ni pasar por la casa de mis abuelos para verlos cuando salía a hacer algún recado en el pueblo, con los guantes y la mascarilla puestos. Ni salir a dar una caminata cuando me entraban, como diría Rubén Darío, “hambre de espacio y sed de cielo”.

Ni ir a ver a mi hermano, que también está estudiando fuera y al que ya hacía varias semanas que no veíamos. Porque se ha confinado en su piso de estudiantes y hemos tardado setenta días en volver a comprobar si era verdad que estaba bien. Sé de buena tinta que él lo ha pasado bastante peor que yo, porque es mucho más amigo de las multitudes. Había días que nos daba miedo escucharlo, porque se le notaba en la voz lo que no nos decía con palabras. Pero yo, lo que es yo, he estado muy bien.

En realidad, a las personas que tenemos Síndrome de Asperger esta cuarentena nos ha venido de perlas en algunos sentidos. De hecho, en algunos aspectos contados, yo considero que la atmósfera ha experimentado cierta mejoría durante este encierro generalizado de la ruidosa humanidad depredadora: la desaparición de los ambientes irrespirables por su saturación, del promiscuo contacto espontáneo e invasivo, de los pitidos impacientes e impertinentes en todas partes.

No puedo fingir que echo de menos enlatarme en un autobús para ir al cine, o andar por una acera desbordada para ir a pie a visitar cualquier lugar que me apetezca ver (y que, seguramente, también estará al doble de su aforo), mucho más de lo que podría fingir que las pataletas del fondo a la derecha de la caverna ante los rayos de luz que se han abierto paso en la sociedad a través de las grietas abiertas por esta repentina bofetada de realidad me inspiran algo que no sea rabia y asco. Lo único que lamento de todo lo que ha cambiado desde aquel viernes 13 es que haya tenido que ocurrir a semejante precio.

Mi madre es profesora de idiomas, se ha tenido que preocupar en pensar cómo adaptar a contrarreloj su librillo a la enseñanza online, aprender a manejarse con esas aplicaciones de Google que jamás le han hecho la menor gracia para usarlas con soltura, y acceder a esos alumnos, menos afortunados que yo, que desaparecieron del radar del profesorado en cuanto se cerró el instituto, porque no tienen con qué conectarse a Internet en casa.

Hay días que la he visto trabajar desde las nueve de la mañana hasta las nueve de la noche solo para corregir una clase; agobiada por si podría o no conectarse al Google Meet que tendría al día siguiente, que a ver qué hacía si le fallaba algo. 'Mari, por favor, estate pendiente de la puerta por si viene a vernos tu abuela, que no me interrumpa. No te pongas los cascos en un rato, no sea que no la oigas venir. Y, por favor, cuando termines, si puedes, ve a la farmacia a por pastillas para dormir, que llevamos las dos tres días durmiendo cuatro horas; pero entra y sal sin hacer ruido, que lo de hoy es un oral'. 

Pero hemos estado bien, en serio. El sentimiento que más ha predominado durante mi cuarentena no ha sido el miedo; sino una especie de esperanza salvaje mezclada con alegría rabiosa, al ver por televisión y leer en la prensa cómo la sociedad neurotípica dormida en los laureles empezaba a despertar al que, desde hace casi tres décadas, ha sido para mí el mundo real. Las leyendas urbanas pintan a los asperger como autómatas metidos en una vaina, y nos llaman raros y asociales, y dicen que tenemos “ceguera emocional”, pero nosotros siempre hemos tenido muy claro que las tres cuartas partes de los problemas reales de la humanidad están en que el medio primermundista no piensa en nada que no sea él mismo.

Una sanidad pública fuerte y que no se vende, un sistema de cuidados para personas ancianas o dependientes que sea revisado y controlado de la misma manera que se revisa y controla cualquier hospital, un acceso a una salud mental que no exija dejarse el bolsillo solo en encontrar a alguien que realmente entienda lo que intentas contarle, un ingreso mínimo vital... no son medidas “de izquierdas”, son lo único sensato que un país puede hacer cuando el bienestar de sus ciudadanos depende de él, cuando existen los ciudadanos con asperger o depresión crónica, que a lo mejor pueden no encontrar un trabajo en su vida aunque tengan tres másteres.

Pero es ahora, cuando se está avisando de que todos los sanitarios del país van a necesitar atención psicológica por estrés postraumático, cuando se acuerdan de que no tenemos más psicólogos en la Seguridad Social que respiradores, mascarillas y equipos de protección. Es ahora cuando todos los trabajadores en negro del país se están muriendo de hambre cuando se dan cuenta de que, a veces, no basta querer trabajar para ganarte la vida honradamente. Es ahora, cuando un virus salido de un murciélago ha venido a darse una orgía desenfrenada en nuestras aglomeraciones urbanas, cuando nos damos cuenta de que eso de interferir en el desarrollo de los ecosistemas sin pedir permiso ni perdón para enlatarnos mejor en nuestras torres de hormigón era un suicidio lento y sádico. 

En serio, que yo estoy bien. Es solo que se me ha metido un “imposible que tengas Asperger” en la oreja, y me duele un poco. Hace siglos que sé que necesito hablar con alguien, pero no encuentro con quién, y tener que poner buena cara hasta en mis horas más negras para que mi madre duerma no me hace bien. Es cosa de este encierro, este no poder salir a que me dé el aire aunque sienta las venas ardiendo por la pulsión de huida insatisfecha y las heridas mal curadas, que está sacando todos mis trapos sucios del trastero a lo bestia.

Pero estoy mejor que quiero, en realidad. Lo de los cuadros ansiosos y depresivos no son por haberme sentido una marciana rodeada de terrícolas invasores toda mi vida, son solo una “comorbilidad”. Es normal que los Asperger puedan desarrollar trastornos de ansiedad o depresión, después de todo; no tiene nada que ver con la sensación persistente, hermana siamesa desde la cuna a la sepultura, de que nadie los escucha, de que nadie piensa en ellos, de que son una piedra en el zapato de la sociedad. Ha tenido que venir la COVID para que hablemos del autismo y de las necesidades específicas de los que estamos en el espectro. 

Vale, está bien. Lo reconozco. Esta cuarentena no ha sido jauja: ha tenido sus momentos. Pero seguro que han sido solo porque soy una hipocondríaca de manual, que se hizo amiga de sus ataques de pánico porque no sabía cómo dejar de tenerlos. Como el día que me vine, por ejemplo; que estuve un rato preguntándome si realmente debía venirme o no a casa de mi madre asmática que pasa todos los días a atender a un padre con los pulmones hechos papilla, porque llevaba un día o dos con una temperatura corporal algo más alta de la habitual (incluso dejé de ponerme el termómetro en la axila y empecé a usarlo en la boca: todos los asperger sabemos que la precisión puede ser la diferencia entre la vida y la muerte). Me recuerdo sentada en la cama, con la maleta ya hecha al lado, llorando con el termómetro puesto. Si vuelve a salirme más de 37 ºC, me quedo aquí.

O aquella vez que, de vuelta a casa después de unos recados en la tienda del pueblo y sabiendo que no iba a volver a cruzarme con nada ni nadie hasta que llegara, me saqué un guante para hacerle una foto con el teléfono a un precioso banco de niebla que se veía a lo lejos, acercándose al pueblo desde detrás de las montañas. Hacía un calor horrible y, al volver a casa, me lavé las manos obsesivamente antes de quitarme la mascarilla y después, antes de quitarme el abrigo y después, antes de quitarme las zapatillas y después y antes de quitarme los guantes y después; angustiada ante la imposibilidad de desinfectar también mi teléfono. Y lloré mientras lo hacía, aterrorizada y contrita, jurándome a mí misma que no volvería a cometer esa imprudencia, que podría acabar costándole la vida a mi madre.

O el hecho de que últimamente, aunque tengo un horario de sueño regular y duermo más de seis horas al día, no sueño; o, si sueño, tengo pesadillas. En la última, yo tenía una enfermedad extraña y mortal y, aunque no manifestaba tener síntomas y podía hacer una vida completamente normal, tenía que ir desinfectando todo lo que tocaba para que nadie muriera por mi culpa, por mi egoísmo, por mis descuidos.

Pero, por favor, no te preocupes por mí. Si esta cuarentena me ha venido de perlas. Si, en realidad, yo no he tenido ningún problema de verdad: no he pasado hambre, no me he quedado sin dinero, no se me ha muerto nadie. No he pasado miedo. No me ha afectado para nada; son las ventajas de tener Asperger, aunque los psiquiatras se nieguen a reconocer mi diagnóstico (al parecer, una persona que tuviera TEA de verdad jamás podría escribir algo como esto) y, por lo tanto, a tratar adecuadamente mi “comorbilidad”. En realidad, ni siquiera tiene sentido que haya escrito esto. Mi cuarentena ha sido de ensueño, y no tengo absolutamente nada que contar.

No, si yo lo que es la cuarentena no la he pasado mal. Soy estudiante de doctorado, pero, a efectos prácticos, sigo viviendo con mi madre: en cuanto se nos anunció, la noche del jueves, que todo lo presencial se suspendía, no tuve más que echar tres o cuatro cosas más de lo que normalmente pongo en la maleta todos los fines de semana para venirme al pueblo en el autobús (porque no conduzco). Así que he pasado mi cuarentena en una casa de 120 metros cuadrados, en un pueblecillo de la sierra, con mi madre. Que, por cierto, tiene asma. Y rodeada de personas mayores por todas partes, todos parientes míos, casi todos enfermos de algo.

Unas vacaciones de verano largas anticipadas, con la excepción de que no podía subirme con mi madre al coche para ayudarla a hacer la compra una vez a la semana en el Mercadona más cercano. Ni pasar por la casa de mis abuelos para verlos cuando salía a hacer algún recado en el pueblo, con los guantes y la mascarilla puestos. Ni salir a dar una caminata cuando me entraban, como diría Rubén Darío, “hambre de espacio y sed de cielo”.