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No sabemos cómo han sido los últimos días de nuestro abuelo, pero esperamos que su muerte no sea en vano
Espero que la muerte de mi abuelo no haya sido en vano, todavía pienso en buscar un día en el calendario para ir a verle a la residencia. Qué difícil es asimilar la muerte sin despedirse, sin verse, sin tocarse, sin besarse, sin abrazarse.
Cada vez que un abuelo o abuela nos deja, una parte de nuestra infancia nos abandona, cuando ya no nos quedan abuelos, ni abuelas, eres consciente de que la infancia no volverá nunca, el duelo ya no solo es con él o ella, sino con la infancia. Y dejar marchar a la infancia es muy duro.
Siempre me había despedido de mis muertos de frente, con el duelo entretejido. ¿Cómo me despido de ti? ¿Cómo se hace un duelo del duelo? ¿Cómo se hace un duelo de la infancia en estas condiciones? Esto es un despropósito deshumanizante, una distopía tan real que sangra, pero aquí estamos, hablándole a un teclado.
Tu risa. A cualquiera que le preguntes, te recordarán por tu risa, eso seguro, la contraseña de la felicidad, de la vida plena y tranquila, la contraseña de la buena gente, la que no tiene dobleces, ni rencores, ni malos quereres, la contraseña de la resiliencia, del agradecimiento porque sí, porque es de bien nacidos. La risa que se conoce a la entrada del pueblo es la tuya.
Mi abuelo tenía 98 años y la última etapa de su vida la ha pasado en la Residencia Urbanización de Mayores en Sevilla la Nueva (Madrid), gestionada por la empresa Rosalba. Mis tías y mi madre siempre han estado muy pendientes de su estado, revisando su cuidado y acompañándole todas las semanas.
Un día fuimos a visitarle mi hermana y yo y una auxiliar nos mostró su malestar con la situación de precariedad y falta de recursos que atravesaba la residencia. “No tenemos tiempo ni para un café, no damos abasto”, nos dijo, mientras se marchaba ligera a atender otra habitación.
No sabemos cómo han sido los últimos días de nuestro abuelo, mi tía consiguió que hicieran un par de videoconferencias con la familia y en la última fuimos testigos de su deterioro, pero no sabíamos exactamente qué le ocurría. Después de esa última conexión dejó de haber comunicación con la residencia.
Nos llegaba información de que la residencia estaba desbordada, que faltaba personal, que solicitaban trabajadores y que no había recursos suficientes. Si no había antes, no podía imaginar la situación de la residencia en estos momentos de emergencia sanitaria.
Nos sentimos tristes, pero también con rabia, frustración e impotencia, porque se ha puesto en evidencia que los recortes en servicios sociales traen estas consecuencias: abandono, deshumanización, precariedad y vulneración de los derechos humanos.
¿A quién pedimos cuentas ahora? Han fallecido miles de ancianos y ancianas en residencias de mayores a causa del coronavirus, pero también por la falta de recursos, mala gestión y vulneración de lo público, porque los recortes matan, y no es una frase hecha.
Han dejado morir a nuestros abuelos y abuelas sin atención sanitaria, en soledad y hermetismo, alejados de sus familias, mientras los recortes sociales provocaban una atención precaria, que nada tiene que ver con el estado de bienestar que tanto esfuerzo les costó a nuestros mayores conquistar. La sanidad, la educación y los servicios sociales no son productos a la carta, son derechos fundamentales, aunque para algunos se hayan convertido en un negocio muy jugoso. Los pacientes no somos clientes, ni el alumnado, ni las personas mayores.
¿Qué va a pasar ahora? ¿Se van a hacer auditorías a las residencias? ¿Se replantearán el modelo? ¿Se investigará la gestión liberal feroz que ha hecho el gobierno de la Comunidad de Madrid? ¿La que ha acelerado todo este colapso sanitario?
Espero que la muerte de mi abuelo no haya sido en vano. Ahí fuera hay más abuelos y abuelas viviendo en residencias, a saber en qué condiciones, de hecho somos una población envejecida, un estado de bienestar fuerte es fundamental para garantizar una atención adecuada y una vida digna a las personas mayores. La inversión pública es imprescindible, sí, si no la muerte de mi abuelo habrá sido en vano.
Me quedo con el mensaje lleno de amor que nos regalaste no hace mucho a través de videoconferencia, el prefacio de la despedida definitiva, con la misma sonrisa y los mismos besos lanzados al aire.
Qué mal se nos dan las despedidas. La última vez que nos vimos en persona fue en navidad, acababas de cumplir 98, estuvimos charlando de lo de siempre y de los globos que te habían regalado y que ya se habían desinflado, y de repente dijiste: “Ojalá nos veamos todos en el cielo”. Ojalá, te contesté, ojalá.
Espero que la muerte de mi abuelo no haya sido en vano, todavía pienso en buscar un día en el calendario para ir a verle a la residencia. Qué difícil es asimilar la muerte sin despedirse, sin verse, sin tocarse, sin besarse, sin abrazarse.
Cada vez que un abuelo o abuela nos deja, una parte de nuestra infancia nos abandona, cuando ya no nos quedan abuelos, ni abuelas, eres consciente de que la infancia no volverá nunca, el duelo ya no solo es con él o ella, sino con la infancia. Y dejar marchar a la infancia es muy duro.