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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Un viaje desde Chile a Madrid para cuidar de mis abuelos enfermos de coronavirus y enterrarlos sin abrazos

Una fisioterapeuta trata a un paciente con COVID-19 en la UCI del hospital. Los pacientes que pasan muchas semanas ingresados necesitan que les ejerciten las articulaciones.

Mónica Gomariz Moreno

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Santiago de Chile, 11 de marzo. Como otro miércoles cualquiera mi día se basaba en una agenda de reuniones, de un lado para otro, a pocos días de haber iniciado el curso escolar después de las vacaciones de verano. Entre reunión y reunión sentada en el taxi recibo un mensaje de mi madre desde España: “Se han llevado a la abuela al hospital”. Al parecer esa mañana le había subido la fiebre y la tensión, y habían tenido que llamar al SAMUR. Sospechaban que podría ser una posible bronquitis, que le solía pasar a menudo, pero el médico había decidido llevarla al hospital, cosa que nos preocupaba debido al posible contagio que pudiera darse en el contexto que estaba viviendo el país con el coronavirus.

La sorpresa llegó horas más tarde cuando nos llamaron desde el hospital para comunicarnos el PCR había dado positivo y que no se trataba de una bronquitis como todos pensábamos, sino de este nuevo virus que recién se estaba conociendo y sobre el que, por lo poco que sabíamos, su propagación era rápida y sus posibles efectos, irreversibles en las personas mayores.

Mi abuela tenía demencia desde hace cuatro años, el deterioro había sido demasiado rápido y en ese momento ya no se comunicaba verbalmente, ni era capaz de comer sin ayuda, difícil situación para una persona que por protocolo tenía que estar en aislamiento. El único contacto que podía tener era con un médico que pasaría una o dos veces al día, al que no podía ni ver la cara por el equipo de protección. El hospital en ese momento no entregaba información por teléfono por temas de protección de datos- asunto que luego cambió- y en nuestro caso ningún familiar podía ir en los horarios estipulados para visitas, ya que, aquellos que no eran población de riesgo, ya estaban con síntomas, y por lo tanto tenían que quedarse en casa para no contagiar a los demás.

Ese viernes, gracias a una amiga que pudo acercarse al hospital para preguntar por el seguimiento de mi abuela, nos llegó la noticia: la COVID-19 había producido una neumonía en ambos pulmones y la situación se hacía todavía más compleja.

Mi agenda se paralizó, mi vida cambió de rumbo y sin saber lo que estaba por llegar decidí pedir permiso a mi jefe para viajar a España, preparar la oficina para un posible teletrabajo y coger un vuelo a ojos cerrados sin saber si en alguna de las escalas de mi recorrido por América Latina me quedaría tirada, por un cierre de fronteras o por algunas medidas que en esos días varios países tomaban, como la entrada en vigor del estado de alarma que en España ya se había decretado y que comenzaría ese mismo sábado.

Lo único que necesitaba era llegar lo antes posible para poder ir al hospital, hablar con los médicos, y cuidar a mi abuelo y a mi abuela (84 y 91 años). Mi madre y mi hermana no podían hacerlo ya que en ese momento ya estaban contagiadas, enfermas y aisladas.

Tuve la suerte de llegar a Madrid. Entrar al país fue un alivio y un respiro, ante una situación en la que era difícil aliviarse. El ambiente era triste, difícil y lleno de incertidumbre y angustia al no saber qué podía pasar mañana con los que estaban dentro y fuera del hospital.

A las horas de instalarme en casa de mis abuelos, mi abuelo empezó con los síntomas que tanto hemos escuchado: fiebre, tos, dificultad respiratoria... A esa altura ya sabíamos de qué se trataba, y también nos encontrábamos en un momento en el que el sistema sanitario estaba colapsado, nadie nos podía ayudar con su traslado al hospital y la recomendación que nos daban era que nos quedáramos en casa y controláramos la fiebre. Cuando la temperatura de repente subió a 39 no lo pensé más y ,con ayuda de voluntarios que nos echaron una mano para bajar las escaleras, nos fuimos al hospital. Estaba asustado, no decía nada pero se veía en sus ojos, y nos despedimos con un “nos vemos pronto yayo” mientras se lo llevaban adentro.

Gracias al equipo profesional y humano del hospital los dos quedaron ingresados en la misma habitación. Para nosotros fue un alivio por una parte, ya que gracias a mi abuelo podíamos tener noticias de mi abuela más de una vez cada dos días, pero a la vez una gran preocupación por saber cómo se desarrollarían los próximos días y el avance de este virus en el sistema inmunitario de ambos.

Las buenas noticias llegaron pronto, a mi abuela le daban el alta y volvía a casa, ya podíamos tenerla con nosotros y cuidarla. Desafortunadamente la alegría no duró mucho, porque a los efectos que podíamos prever después de siete días aislada, se sumaban también las todavía presentes dificultades respiratorias, que ante ese sistema colapsado se convirtieron en una lucha por conseguir oxígeno, suero, y medicamentos que pudieran aliviar los dolores que tenía.

Paralelamente, las llamadas de esos días desde el hospital no eran muy esperanzadoras: los niveles de saturación de oxígeno de mi abuelo cada vez eran más bajos, los tratamientos no estaban funcionando, se estaba yendo… El equipo médico, cercano y preocupado durante todos estos días, estaba sorprendido de cómo podía parecer estar tan bien, cuando sus niveles de oxígeno eran tan sumamente bajos. Se estaba ahogando, pero aún así mostraba toda la fuerza para seguir adelante, para volver a ver a su mujer que ya estaba en casa, y para transmitirnos tranquilidad en cada una de nuestras conversaciones telefónicas.

Mi abuelo falleció el sábado 21 de marzo a las 21:30 de la noche. No sé cómo mi abuela lo supo cuando me vio entrar en la habitación intentando disimular y entender la noticia que me acababa de dar la doctora por teléfono. Se había ido solo, y no le iba a volver a ver.

Al día siguiente no era suero lo que necesitaba mi abuela, sino morfina para paliar los dolores y el sufrimiento que estaba viviendo por no poder respirar. Tuvo una crisis a las once de la mañana, falleciendo esa misma noche en su casa. A ella, mi madre y yo sí la pudimos agarrar de la mano mientras nos dejaba.

Ese lunes enterramos a los dos, sin gran parte de la familia, sin amigos y sin abrazos. Se fueron juntos y ahora están descansando en paz. Ni siquiera la enfermedad ni la muerte fueron capaces de separarles. Tres meses más tarde puedo contar esta historia, ya desde Santiago de Chile otra vez, sintiendo de nuevo el miedo de otro país triste, encerrado y colapsado, intentando entender qué está pasando en el mundo y, lo peor de todo, viendo cómo todo aquello que esperábamos “aprender” y cambiar en la sociedad en la que vivíamos se quedó simplemente en el aire.

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