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Los últimos restauradores de molinos, carpinteros rurales o encuadernadores: oficios en peligro de extinción

“Soy la cuarta generación y quinta no habrá”. Miguel Gomila es maestro carpintero y ha seguido la tradición familiar. “Es lo que he visto siempre”, dice Miguel, a la vez que asegura que su hijo ya tiene claro que no seguirá con el taller. “Van a estudiar fuera y cogen otros caminos”, explica. Desde niño, revoloteaba por el taller y, con 12 años, antes de ir a jugar al fútbol con los amigos, ayudaba a su padre pintando las puertas. “Siempre me ha gustado este trabajo y lo sigo disfrutando”, dice a dos meses de cumplir los 65 años.

Será en diciembre cuando pueda jubilarse, pero no lo hará. “Aguantaré al menos un año más”, apunta Miguel, “aunque trabajando un poco menos, eso sí”. Empezó en el taller con su padre a los 23 años, después de hacer la mili. Por aquel entonces, había ocho carpinteros solo en Mercadal (Menorca). Más de 25 repartidos por toda la isla. “Ahora apenas somos cuatro o cinco que hagamos barreras artesanales en toda Menorca, y dos ya tenemos una edad”, matiza.

No solo ha cambiado el número de carpinteros, también los trabajos. Se han especializado en barreras de acebuche para las fincas, pero antes eran los carpinteros del campo. “Arados, carros, utensilios, todo lo que te puedas imaginar que se utiliza en la agricultura, nosotros lo hacíamos en madera”, explica. Pero el trabajo en el campo ha cambiado, también va a menos y ahora solo hacen esas puertas de campo tan características en Balears.

“La más lejana que he hecho está en Suecia, ahora tengo un pedido para Suiza y me hacen encargos para Italia, Francia y Alemania”, explica Miguel. “Si me dieran 50 céntimos por cada turista que se para en el taller a hacer fotos, me pago un viaje al final de temporada”, dice sonriendo Miguel. “A veces no los dejo pasar, vienen en grupos de 40 personas y tengo máquinas en el taller que pueden ser un peligro”, matiza. Pero para él es una “manera de que el resto de Europa vea lo que hacemos aquí y cómo somos, y es una satisfacción cuando me mandaron una fotografía de Suecia con todo nevado y mi barrera”. 

Si me dieran 50 céntimos por cada turista que se para en el taller a hacer fotos, me pago un viaje al final de temporada. A veces no los dejo pasar, vienen en grupos de 40 personas y tengo máquinas en el taller que pueden ser un peligro. Es una manera de que el resto de Europa vea lo que hacemos aquí y cómo somos, y es una satisfacción cuando me mandaron una fotografía de Suecia con todo nevado y mi barrera

Miguel cuenta que el trabajo que hace se aprecia ahora mucho más que cuando empezó: “Hubo unos años en que el trabajo bajó bastante, la gente no lo valoraba, se veía como una cosa antigua y empezaron a colocar las barreras de hierro, pero el tiempo ha demostrado que duran mucho, son bonitas y, al potenciar la pared seca, se han convertido en imagen también de Menorca”.

También se ha adaptado a los nuevos tiempos y si la barrera que le piden es para la puerta de entrada de alguna finca, colocan automatismos. “Tenemos mucho trabajo, porque somos pocos”, añade Miguel. Y su padre, con 95 años, sigue pasando cada día por el taller. “Es un oficio muy creativo, por eso me enganchó”, explica el maestro artesano. “Con una barrera puedes hacer mil y una cosas, como cabeceros de cama o barandillas interiores, quedan muy bonitas”, cuenta. Casi todo el trabajo es manual. Miguel puntualiza que tiene alguna máquina para cortar madera, “pero es muy básica”. “No todo el mundo puede sentarse delante de un ordenador y trabajar, alguien tendrá que hacer estos trabajos, si no se perderán todos los talleres y alguien tendrá que sembrar la tierra, si no de qué vamos a comer”, reflexiona el maestro carpintero.

No todo el mundo puede sentarse delante de un ordenador y trabajar, alguien tendrá que hacer estos trabajos, sino se perderán todos los talleres y alguien tendrá que sembrar la tierra, sino de qué vamos a comer

Pedro, tercera generación de encuadernadores

Pedro Reinés cose unas páginas con la misma máquina que lo hacía su abuelo en 1939. Es la tercera y última generación de una familia de encuadernadores artesanales. “Es un trabajo sin futuro, como el papel”, explica Pedro desde su pequeño taller en el centro de Palma. Lo regenta en solitario desde hace 41 años, cuando tomó el relevo de su padre. Tiene 62 años. “Intentaré sobrevivir estos tres años como sea y, si hay trabajo, miraré las condiciones de la jubilación activa para seguir un par de añitos más y según qué, pues continúo o se acabó”, relata Pedro a elDiario.es. 

Encuadernaciones Reinés forma parte de los comercios emblemáticos de Palma y hasta Pedro asegura no conocer a más encuadernadores en Mallorca. “Alguno de oídas, pero ya están jubilados y han cerrado y no es un negocio como para abrir uno nuevo”, explica Pedro. “Si tuviese que empezar ahora, no aguantaría las cuatro décadas que llevo trabajando”, reflexiona el artesano.

Es un trabajo sin futuro, como el papel. Intentaré sobrevivir estos tres años como sea y, si hay trabajo, miraré las condiciones de la jubilación activa para seguir un par de añitos más

El abuelo materno de Pedro inició la saga de encuadernadores. Su padre, Salvador, era músico profesional, saxofonista, y trabajaba de noche, dedicando las horas libres del día a aprender el oficio, convirtiéndose en la segunda generación y la que traspasaría el conocimiento de coser los cuadernillos, pegar las guardas, cortar las tapas, manejar la guillotina y componer las letras de plomo para hacer los textos de los grabados a su hijo Pedro, actual propietario de Encuadernaciones Reinés. 

“Hace 30 años había muchísimos encargos con los fascículos de los periódicos y ahora cada vez hay menos trabajo, los jóvenes son digitales”, expone Pedro. “Un día pensé”, rememora, “el día que los periódicos cambien los fascículos por calcetines, adiós negocio, pero ha sido la tecnología”. Pero no solo de los coleccionables de la prensa escrita vivía el encuadernador, también de las memorias de los colegios profesionales, documentación de los ayuntamientos, los libros de contabilidad de las empresas, el Boletín Oficial del Estado o el Aranzadi de los abogados. Pasaron del papel a la vía telemática y, salvo algún clásico que lo quiere físico, “ya nadie encuaderna esos documentos”, explica Pedro.

Sus encargos actuales tienen un halo de nostalgia, recuerdo y conservación. Libros antiguos deshilachados por el paso de las décadas, aquellos fascículos olvidados al fondo de un armario, libros de firmas para ocasiones especiales, los cómics de la infancia, álbumes de fotografías, ejemplares de revistas o alguna tesis doctoral. Las editoriales cosen a máquina, Pedro lo sigue haciendo a mano. “Y hacen talleres donde aprender, pero como afición, no para dedicarte a esto profesionalmente”, prosigue.

También han cambiado los materiales con el transcurso de los años. “Hago muy pocos trabajos con las tapas en piel”, afirma Pedro. “Y cada vez hay menos distribuidores, ahora tengo que pedir el guaflex por Internet y es difícil acertar con las tonalidades cuando solo lo ves en la pantalla”, critica el encuadernador. Antes también grababa a mano, ahora ese utensilio decora su hogar y utiliza una máquina “para que todas las palabras queden rectas”, detalla. Y es que, “si miramos los libros antiguos, con las portadas grabadas a mano, verás que no están simétricas, es muy difícil haciéndolo a pulso”, cuenta Pedro. 

Es un trabajo que hay que hacer sin prisas. Recuerda Pedro que vio un documental por la televisión en el que un encuadernador decía “este trabajo hay que hacerlo despacio y, si no lo haces despacio, después entenderás por qué te he dicho que tenías que hacerlo despacio, y es que si lo haces con prisas, te saldrá mal y lo tienes que volver a hacer todo”.

De enero a julio es cuando Pedro tiene más encargos. “Son trabajos que duran varias semanas y estoy entretenido, pero hay semanas que no entra nadie en el taller”, enfatiza el encuadernador. “Si puedo seguir abierto es porque no pago alquiler, la finca era de mi abuelo y, estando en el centro de Palma, sería inasumible el coste de levantar la persiana cada día”, relata la tercera y última generación de Encuadernaciones Reinés.

“Ahora lo lleváis todo ahí metido”, dice Pedro mientras señala el móvil de la periodista. “Si quieres mirar fotos de hace unos años, cuando tu hijo era pequeño, enseñárselas, que las tenga, o no las encuentras o las has perdido, es muy diferente cuando tienes algo físico, el papel queda”, expone el encuadernador con un móvil que solo sirve para llamar. 

'Hay semanas que no entra nadie en el taller. Ahora lo lleváis todo ahí metido', dice Pedro mientras señala el móvil de la periodista. El suyo solo sirve para llamar

José, el zapatero accidental

José Gómez empezó como zapatero de causalidad a los 15 años. Y ya van tres décadas con su taller de reparación en la barriada Camp d’en Serralta de Palma. Ayudaba a su hermano para pagarse sus gastos, le fue gustando y decidió dedicarse a este oficio, que ha cambiado mucho con el paso de los años. “Antes los zapatos eran de mayor calidad y había más cultura de comprar calzado que durase, ahora llevan un zapato en la temporada y, cuando se rompe, se tira”, explica José. “La moda es llevar zapatos de colores que combinen con esto o aquello, casi todos son sintéticos y algunos cuestan tan poco que ni compensa arreglarlos”, añade el zapatero.

Pero también ha bajado la calidad del calzado al que se le presupone. “Los procesos de elaboración se han disparado y eso repercute en los acabados de los zapatos, son mucho peores, pero no son baratos”, expone José. “Ahora cuesta encontrar un tacón que sea macizo, casi todos están huecos”, matiza el zapatero. Recuerda la tradición zapatera de la isla, con grandes marcas que han deslocalizado sus fábricas y que el material que se trabajaba era la piel, “y estaban a precios razonables”, rememora. 

Las tapas y suelas siguen siendo los arreglos más habituales que solicitan los clientes, “pero hace años el trabajo era más limpio, porque los zapatos eran de más calidad”, remarca el zapatero, quien añade que ahora tiene que “pegar muchos zapatos, ya no están cosidos y duran menos”. José cuenta que, cuando llega la época de vacaciones, siempre tiene “varios clientes que paran de camino al aeropuerto, con las maletas preparadas, para que les pegue las suelas de un par de zapatos que quieren llevarse, que de estar guardados hasta la temporada siguiente se han despegado por completo al ser sintéticos”. Reconoce que es de los trabajos más complicados que tiene porque “hay que limpiarlo, rascar bien para poder encolar y no se cobra el tiempo que realmente lleva”. 

La media diaria de clientes de este taller de reparación de calzado es de unas treinta personas. “Más en invierno que en verano”, cuenta José. Llevamos zapato cerrado, botas, patinas con la lluvia y son más frecuentes los arreglos que de alpargatas o sandalias de verano que, si se suelta una tira, ni se plantean arreglarla“, comenta. Este zapatero suele sacar la máquina de coser para los bolsos y es que, a día de hoy, ”hay poco zapato bien cosido, la mayoría vienen pegados“. Aunque sigue teniendo algún encargo que requiere costura a mano, como antaño.

Lo que más le gusta de este oficio es que siempre está aprendiendo. “No es A, B y C, tengo arreglos con agujeros en sitios impensables que tienes que escurrir el ingenio para poder repararlo”, dice José. “Es un oficio minucioso, variado y entretenido si te gusta trabajar con las manos”, añade. Recuerda que hace unos dos años fue al colegio de su hijo a explicar su trabajo. Llevó un martillo, algunos clavos y muestras de diferentes tejidos. Los profesores le contaron que todos los niños de la clase querían ser zapateros. “Y es verdad que suena romántico, entrañable, por un lado me gustaría que siguiera mi hijo con el taller, pero, por otro, prefiero que se gane la vida de otra manera”, comenta el zapatero.

Suena romántico, entrañable. Por un lado, me gustaría que siguiera mi hijo con el taller, pero, por otro, prefiero que se gane la vida de otra manera

En sus 30 años de trayectoria hay una anécdota que nunca olvidará. “Me trajeron unos zapatos y me insistieron mucho en si los podía limpiar al momento, que les corría mucha prisa y es que ese par eran para un muerto que ya estaba en el tanatorio”, cuenta José. “Al fallecido le gustaba llevar siempre bien arreglados sus zapatos y así lo quiso la familia también para despedirle”, apunta.

En las estanterías de su taller hay algún que otro par de zapatos olvidados por algún cliente despistado. “Cuando pasa, que ocurre poco, los dono a la iglesia de San Sebastián, la del barrio, o se los doy a un chico que los vende en el mercadillo”, cuenta José. Y una última curiosidad: ¿qué tienen que ver las llaves con los zapatos? “Nada”, explica el zapatero, “uno, que era más listo que el resto, lo probó, fue bien y los demás le seguimos la corriente”.

Miquel, el último molinero de Mallorca

“Me llaman el último molinero, pero tengo que explicarlo, yo no soy molinero, soy carpintero”, explica Miquel Ramis, el único restaurador de molinos que queda en Mallorca. “Antes, los carpinteros y herreros hacían de todo, mi padre tenía una carpintería y, junto con el herrero vecino, arreglaban molinos, carros, barreras, persianas, hasta que me especialicé y dediqué en exclusiva a su restauración”, apunta. Es la tercera generación dedicada a la madera, en marcha desde 1952 cuando su abuelo, por motivos de salud, aprendió el oficio.

En Mallorca hay más de 3.000 molinos. “Si los tuviese que arreglar todos, tendría trabajo para varias vidas, pero el molino ha perdido su utilidad, están en desuso y a los propietarios les viene justo mantenerlos”, asegura Miquel. Por eso, sus principales clientes son hoteles, restaurantes o dueños de fincas con alto poder adquisitivo y “algún que otro enamorado de los molinos que repara él lo que puede y, donde no llega, nos lo manda a nosotros”, cuenta el restaurador a elDiario.es.

Su trabajo de restauración principalmente es decorativo, no para que los antiguos molinos recuperen su funcionalidad. “Sólo un 5% de los molinos están bien, el resto están en estado ruinoso”, calcula Miquel, quien asegura que, “de los 1.500 molinos que hay en el Prat de Sant Jordi, no hay ni 70 que conserven todas las aspas y la cola”. “Dile a un niño mallorquín que pinte un molino, lo dibujará en ruinas”, se lamenta Miquel.

Pese al elevado número de molinos mallorquines, para este restaurador lo más difícil es “el día a día de aguantar el taller, buscar trabajo y darte a conocer, con los enemigos de Riesgos Laborales y Hacienda, que me complican seguir”. “Me obligan a cambiar las máquinas de mi abuelo, porque las modernas tienen frenos, protectores, más seguridad, pero cortan un dedo igual y funcionan mucho peor”, critica Miquel.

Pese al estado de abandono de la inmensa mayoría de los molinos mallorquines, son una imagen muy aprovechada y representativa de la isla. Hasta el punto de que Miquel los compara con la sobrasada y la ensaimada. “Los molinos de extracción de agua son muy peculiares, muy nuestros y los estamos perdiendo, cuando no hace tanto estaban funcionando, que yo de pequeño los he visto”, puntualiza Miquel. Pero es que si el campo desaparece, los molinos también. “Si te fallaba el burro y el molino, estabas perdido, había que correr para arreglarlo”, recuerda Miquel de un tiempo no tan lejano.

Recuerda que, en los días ventosos de su infancia, bastaba mirar por la ventana para saber de dónde venía el viento y “ahora cuesta encontrar un molino que tenga cola y gire bien”. Unas experiencias que, aunque no viven sus dos hijos, sí que le gustaría que fuesen la cuarta generación de restauradores de molinos. “Aunque también me cuesta que pasen por todas estas dificultades, hemos tenido momentos muy complicados y el consejo que les doy es que estudien y que elijan lo que les guste”, reflexiona Miquel.

Pide que se valore más el patrimonio y cuenta que “las personas de fuera hacen más por su conservación que los de aquí”. Dotar de nuevos usos a estos viejos molinos olvidados es una de las soluciones para el carpintero, quien forma parte de un innovador proyector para reconvertirlos en generadores de electricidad. Se despide recordando que empezó jugando con las maderas en el taller de su abuelo, que acompañaba a su padre para ver montar las diferentes piezas de los molinos y que ahora es él quien restaura esas aspas, en algunos casos, de más de tres metros.