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Ariel Sharon, el líder que siempre creyó en el poder de la violencia

En el Ejército y en la política, Sharon aceptó pocas veces recibir órdenes de nadie.

Iñigo Sáenz de Ugarte

Soldado, héroe militar, criminal de guerra, arquitecto de la colonización judía de los territorios palestinos y líder político incontestable. Ariel Sharon ha muerto en un hospital con 85 años, ocho años después de su muerte política, precisamente en el momento en que había comenzado a aceptar que el final de la cuestión palestina no consistía sólo en la máxima aplicación de la fuerza con independencia de sus efectos. Al no haber culminado ese proceso de final incierto, lo cierto es que el Israel actual lo debe todo a la trayectoria política de Ariel Sharon.

Nacido en 1928 en la Palestina sometida al Mandato Británico, se unió con 14 años a la milicia judía del Haganá y participó en la guerra de 1948. El negocio agrícola familiar no le interesaba tanto como la carrera de las armas, y ahí comenzó una de las carreras militares más relevantes de la historia del Ejército israelí. Sharon era tanto una pesadilla para los combatientes enemigos como para sus propios superiores. Pocas veces un militar ha desobedecido tantas veces a los generales y se ha librado con tanta facilidad de las consecuencias. De ahí que se dijera de él que fuera un táctico excelente y un pésimo estratega, características que le acompañaron también en su carrera política.

En 1953 puso en marcha la Unidad 101, dedicada a realizar incursiones en territorio enemigo contra las guerrillas palestinas para responder a sus ataques. El objetivo militar era en realidad la venganza: no dejar un ataque sin respuesta. Sharon interpretaba las órdenes a su manera. En una operación contra el pueblo de Qibya, en Cisjordania, se le dijo que destruyera 10 casas para vengarse de un ataque palestino en el que habían muerto tres israelíes, una mujer y sus dos hijos. Colocó cargas explosivas en 45 casas y una escuela y mató a 69 civiles que se habían escondido en su interior.

El rechazo internacional obligó al Gobierno israelí a pedir disculpas por la matanza. Sharon no vio su carrera militar comprometida. A pesar del escándalo, la operación cumplía los requisitos habituales en la respuesta israelí durante décadas a la violencia de la resistencia palestina: siempre había que infligir un daño superior al recibido.

En las guerras de 1956 y 1967, volvió a protagonizar acciones espectaculares y arriesgadas, cimentando su fama de héroe militar para el que ninguna operación parecía imposible. De hecho, siempre superaba los límites de las órdenes recibidas. Y otra vez demostró que nadie como él para ser cruel y despiadado con el enemigo. Las tropas a su mando fueron acusadas de ejecutar a prisioneros de guerra egipcios en 1956.

El gran fracaso de Sharon fue no llegar a jefe de las Fuerzas Armadas de su país. Estaba claro que ningún Gobierno le iba a entregar el control del Ejército a alguien incapaz de respetar una orden. Su destino era la política, donde dejó una huella mucho mayor. Con la llegada del Likud al poder en 1977, se convirtió en ministro de Agricultura, un puesto aparentemente menor que le sirvió para impulsar la colonización de las tierras palestinas. Lo vendió siempre como una medida de seguridad. Los asentamientos serían la primera línea de defensa en futuras guerras.

Era mucho más que eso. La expansión de las colonias judías, continuada por todos los gobiernos posteriores, convertía en imposible en la práctica cualquier idea de un Estado palestino. Mientras los gobiernos afirmaban que estaban dispuestos a negociar con sus enemigos siempre que estos abandonaran la violencia, sobre el terreno los palestinos eran desposeídos de sus tierras y entregadas a colonos, que gozaban de los privilegios y la protección necesarias para hacer ver a los palestinos que estaban condenados a ser ocupados para siempre.

Sharon quería más. Como ministro de Defensa, convenció al primer ministro, Menahem Begin, de que era posible acabar de una vez por todas con la OLP en Líbano: poner fin a los santuarios palestinos en el vecino del norte, acabar con la guerra de baja intensidad en marcha desde hace años, e instaurar en Líbano un Gobierno amigo controlado por los cristianos maronitas. Es difícil saber con total seguridad si Begin era consciente de la viabilidad de la tercera parte de la misión. Muchos en Israel creen que Sharon engañó al jefe de Gobierno, que nunca fue consciente de lo que estaba haciendo su ministro de Defensa.

La matanza de Sabra y Chatila fue el inevitable desenlace de una empresa condenada al fracaso. Siria no podía impedir la invasión israelí, pero sí que prosperaran sus objetivos políticos. No iba a dejar que los israelíes implantaran en Beirut un Gobierno títere que le hiciera el trabajo sucio en la frontera. El nuevo presidente libanés, Bachir Gemayel, fue asesinado y las milicias falangistas maronitas se decidieron a vengar su muerte.

Un grupo dirigido por Eli Hobeika, jefe de inteligencia de la milicia dirigida por Gemayel y por tanto con contacto directo con los militares israelíes, se reunió en el aeropuerto de Beirut, controlado por los israelíes, y se dirigió a los campamentos de refugiados palestinos de Sabra y Chatila, que estaban rodeados por las fuerzas israelíes. Desde los edificios altos cercanos, podían ver perfectamente lo que ocurría dentro.

Los milicianos de Hobeika asesinaron a cerca de 2.000 personas. Excepto unos pocos combatientes, la mayoría de las víctimas eran civiles. Sharon negó saber cuál era la verdadera intención de los falangistas. Una comisión de investigación israelí le hizo personalmente responsable de lo sucedido. Ni aun así, Begin aceptó que Sharon tuviera que dimitir. Pero cuando alguien lanzó una granada de mano contra una manifestación pacifista en Jerusalén y mató a una persona en 1983, comenzó a surgir el miedo a un enfrentamiento violento entre israelíes. Begin y Sharon llegaron a un pacto por el que el segundo dejó la cartera de Defensa y se convirtió en ministro sin cartera.

Parecía que su carrera política se había detenido y que tendría que conformarse con puestos menores en los gobiernos del Likud. Sin embargo, como ministro de Vivienda en 1990 dio un nuevo impulso a la construcción de los asentamientos. Otros políticos, como Shamir y Netanyahu, le cortaron el camino hacia el liderazgo de la derecha, pero él se ocupaba de que el futuro quedara modelado por decisiones tomadas por él. Durante los años del proceso de paz de Oslo, la suya fue la opinión más destacada contra las concesiones a los palestinos. Era como si la suya fuera la voz de las guerras del pasado que se resistían a morir.

Sharon era un político acostumbrado a segundas y terceras oportunidades. La derrota de Netanyahu ante el laborista Barak le permitió de forma algo sorprendente conseguir por primera vez el liderazgo del Likud. El proceso de paz agonizaba y su último estertor fueron las fracasadas negociaciones de Camp David y Taba. Se hablaba ya de la posibilidad de una segunda intifada y Sharon aceleró esa pendiente hacia la violencia en septiembre del año 2000 echando gasolina al fuego con su visita a la Explanada de las Mezquitas protegido por un millar de policías. Meses después, ganó las elecciones.

El suyo fue un Gobierno de mano dura que prometía paz y seguridad, y que estaba en camino de no conseguir ninguna de las dos cosas, sino como mucho alcanzar un nivel tolerable de violencia que permitiera perpetuar la colonización de Cisjordania. Pero en 2005 sorprendió a sus partidarios decretando la retirada unilateral de Gaza. Fue una decisión hecha contra el criterio de los militantes del Likud e ignorando las necesidades de la Autoridad Palestina.

En el Likud se hizo una consulta por la que el 60% de sus miembros votó en contra de la retirada. Sharon ignoró el resultado. El Gobierno palestino reclamó una retirada pactada que le permitiera adelantarse a los acontecimientos y que no se produjera una situación caótica que terminara beneficiando a Hamás. Sharon también les dejó a un lado.

Las prioridades de Sharon tenían únicamente que ver con las necesidades de la sociedad israelí y no se veían afectadas por ninguna idea sobre la coexistencia pacífica con los palestinos. Su única misión consistía en salir de Gaza, cerrarla con llave y tirarla al mar. Ya en 1999 le había dicho al primer ministro italiano, Massimo D'Alema, cómo veía el futuro de los palestinos. D'Alema contó años después que Sharon había intentado convencerle de que el sistema de bantustanes, impuesto por el régimen racista de Suráfrica, era el más apropiado para resolver el conflicto. Los palestinos podían autogobernarse en zonas aisladas entre sí y vigiladas desde fuera por el Ejército israelí.

Sin embargo, la retirada de Gaza era importante no por el hecho en sí, sino por lo que podía venir después. A una edad en la que pocos políticos cambian de ideas, Sharon lo apostó todo por la idea de la separación entre israelíes y palestinos. De aplicarse en Cisjordania, como era su intención, hubiera exigido un acuerdo político entre ambos gobiernos que pasara por la formación de un Estado palestino. Al menos, esa es la interpretación de muchos líderes extranjeros (Condoleezza Rice ha dicho que si Sharon hubiera sobrevivido, hoy habría un Estado palestino) y que aparecerá en la mayoría de las necrológicas de Sharon.

Él nunca lo dejó tan claro en público. En privado, era mucho más explícito. Un mes antes del ataque que lo dejó en estado de coma, contó a Rafi Eitan, antiguo alto cargo del Mossad y asesor suyo en múltiples ocasiones, que su plan era crear una “separación mosaico”, que dejaría intactos a la mayor parte de los asentamientos y conectaría los pueblos y ciudades palestinos aislados con un complejo sistema de túneles y puentes.

“Arik (Sharon) dijo: dividamos Judea y Samaria (el nombre judío de origen bíblico para Cisjordania) y cojamos un tercera parte para nosotros, dejando dos tercios a los árabes. Con este plan, el Valle del Jordán y el desierto de Judea (al este de Jerusalén) seguirían siendo nuestros”, explicó años después Eitan.

Sharon abandonó el partido que él mismo había ayudado a crear y formó uno nuevo, Kadima, que impulsado por su prestigio personal se preparaba para ganar las siguientes elecciones. En su cerebro, irreparablemente dañado por el ataque, quedó el enigma de su futuro político y el de su país.

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