Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
La declaración de Aldama: “el nexo” del caso Ábalos apunta más arriba aún sin pruebas
De despacho a habitaciones por 1.100 euros: los ‘coliving’ se escapan de la regulación
Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala
1 de noviembre de 2020 21:44 h

14

Etiquetas

Primera parte: Banderas confederas y un pasado con cadáveres de negros en el río: un retrato del sur de EEUU (I)

Carolina del Norte presume de ser “el estado más amigable para los militares”. Así lo anuncian los carteles de acceso al mismo, por el norte, por el sur, por el oeste: Welcome to the most military friendly state. No en vano, alberga algunas de las bases militares más grandes y antiguas, es el tercer estado con más población militar de todo el país y las fuerzas armadas representan el segundo sector económico más importante, con 578.000 puestos de trabajo. A ello hay que sumar la presencia de 670.000 veteranos que viven en una población total de diez millones de personas. Casi todo el mundo en Carolina del Norte tiene un padre, un hermano o hermana, un marido o un amigo que ha servido o sirve en el Ejército.

En la ciudad de Wilmington la tranquilidad diaria es interrumpida a menudo por el rugido de aviones militares rompiendo la barrera del sonido, haciendo maniobras desde algunas de las bases cercanas. A veces vuelan tan a ras de suelo que hacen temblar las lámparas de las casas y vibrar los cristales de las ventanas. Las guerras lejos de la frontera aquí se sienten más cerca.

“¿Quiere donar a nuestro Ejército?”

En las taquillas de los cines, en las cajas de los supermercados, en las entradas de los museos, en cualquier pequeña tienda, siempre se formula la misma pregunta: “¿Quiere usted donar su propina a nuestro Ejército?”. A pesar de que la base militar más cercana se encuentra a unos setenta kilómetros de distancia, Wilmington se asemeja a menudo a una especie de base militar en sí misma. No hay reunión social sin alguien contando alguna historia sobre sus vivencias en Irak o en Afganistán o sobre las experiencias de alguien cercano en destinos bélicos. 

Existe una atmósfera de conciencia de guerra: militares que están de visita y pasean con su uniforme por las calles, carteles de apoyo a “nuestros soldados” en carreteras y autopistas, centros de reclutamiento y los aviones rugiendo desde el aire, una banda sonora diaria que ayuda a tener presente a la gente cercana que se está jugando el pellejo fuera. Cuestionar en una reunión social de Wilmington algunas operaciones militares estadounidenses sería como insultar la esencia misma de su tejido social.

Las secuelas no atendidas de los veteranos

La heroicidad del Ejército estadounidense en el ideario colectivo contrasta con las circunstancias a las que se enfrentan muchos militares a su regreso. Quienes sobreviven a la guerra llegan a menudo con graves secuelas físicas y psicológicas. Y con un futuro excesivamente incierto.

En el mercadillo de los domingos desplegado en el downtown de la ciudad, entre puestos de ropa vintage, comida local y artesanía, son habituales dos carpas: una, de reclutamiento, con soldados animando a los transeúntes a alistarse; en otra, veteranos de guerra organizados en asociaciones piden ayuda económica para los heridos, los desempleados, los tocados de por vida que nunca lograrán superar el trauma que los conflictos bélicos les provocaron. La imagen de señores de cincuenta años con mirada triste, hombros caídos y uniforme desgastado pidiendo una propina es muy gráfica y habitual. 

En una de las montañas Apalaches del estado, a seis horas de Wilmington, hay un conjunto de cabañas de madera situado casi en su cima y llamado museo de Historia. En él un guía con atuendo del siglo XVII y escopeta incorporada suele relatar a los visitantes cómo llegaron los primeros colonos a ese lugar, cómo vivieron, cómo se enfrentaron “gloriosamente” a los indios. El hombre es un veterano de guerra. Participó en la primera Guerra del Golfo y también fue integrante de las Fuerzas de Operaciones Especiales que entraron de avanzadilla en Bagdad en marzo de 2003. ¿Qué hace alguien como él viviendo en una cabaña en mitad de la nada?

“No hay noche que no tenga pesadillas con Irak. Por eso vivo aquí en las montañas, como si estuviera en otro siglo, desconectando de todo, intentando encontrar la calma. No quiero saber nada del mundo real. Así son las jodidas guerras”, es su contestación.

El voto “contra el sistema”

Ante ellas, ante las guerras, una parte importante del país llama a la unión, al cierre de filas en torno al comandante en jefe –el presidente–, al no cuestionamiento de las políticas nacionales, a la oración por quienes luchan. Pero en lugares como Carolina del Norte muchos de los que han pasado por el Ejército siguen viviendo con precariedad y sin la atención que precisan las heridas físicas y psicológicas. 

Esa gente que se siente fuera, olvidada, discriminada, reacciona contra “el sistema” no votando, como el veterano refugiado en las montañas, o votando “con rebeldía”, como dicen otros, refiriéndose a su apoyo a Trump. Constituyen la llamada basura blanca, la white trash: algunos son exmilitares, otros están vinculados a la Asociación Nacional del Rifle o al Ejército, muchos están en paro o tienen empleos precarios y la mayoría son hombres -blancos- que siguen constituyendo hoy en día el baluarte principal del apoyo a Trump. 

Muchos perdieron sus empleos cuando algunas fábricas cerraron, dentro del proceso de deslocalización industrial

En las zonas rurales de Carolina del Norte hay amplias comunidades que corresponden a esos estereotipos. En los alrededores de Wilmington se extiende un barrio formado mayoritariamente por caravanas, donde viven familias blancas en situación precaria. Buena parte de ellas tienen, a las puertas de su hogar, un cartel de apoyo a Donald Trump. Muchos perdieron sus empleos cuando algunas fábricas cerraron, dentro del proceso de deslocalización industrial.

El último mitin electoral de campaña de Trump en 2016 tuvo lugar en Carolina del Norte. En él clamó contra las multinacionales que enviaron a México o a Asia sus fábricas, anunció que las multaría y prometió a su público que recuperaría sus empleos perdidos “trayendo de nuevo las fábricas a su lugar original”. 

Muchos de esos hombres blancos de bajos estudios y clase trabajadora portan armas en este estado y participan en la feria anual “Armas y tatuajes” de Wilmington. La presencia de pistolas y rifles es tan visible en Carolina del Norte que buena parte de los establecimientos públicos cuelgan en sus puertas carteles en los que se lee: “Por favor, deje su arma fuera”. O: “Por favor, no saque su arma dentro del establecimiento”. Varias organizaciones civiles y de derechos humanos, como Amnistía Internacional, están impulsando estos días campañas exigiendo a los gobernadores que prohiban la presencia de armamento en las áreas cercanas a los colegios electorales, “para evitar la intimidación y facilitar el voto libre y seguro”. 

Trump vuelve a Carolina del Norte en busca del voto de los militares

Encuestadores y analistas estudian con lupa si los ciudadanos que acostumbran a no votar o a votar poco se movilizarán o no. Es posible que el miedo a Trump empuje a la participación de ciertos sectores que se abstuvieron en 2016. Pero es cierto también que las encuestas, más sólidas que hace cuatro años, siguen contando con un margen de error no desdeñable.

Así lo exponen al menos dos encuestadores que en 2016 fueron de los pocos en predecir el triunfo de Trump. Arie Kapteyn y Robert Cahaly están advirtiendo estos días en varios medios de comunicación de que no es totalmente descartable una sorpresa a través de un voto oculto a Trump, no confesable: “En voto popular gana Joe Biden, pero en el voto final por estados todo está en juego”, predicen. Por eso los candidatos apuran las últimas jornadas de campaña. 

Las grandes encuestas dan ganador a Biden y también lo colocan con un ligero margen de ventaja en Carolina del Norte, donde busca el voto afroamericano. Ante ello, Trump ha viajado de nuevo este domingo a este estado, donde pasará las últimas horas de campaña electoral en busca del apoyo de la comunidad militar. También pretende arañar votos de esos hombres blancos que ya le dieron el triunfo en 2016 en varios puntos del país, que se sienten víctimas de prejuicios y discriminados y que piensan que integrantes de las minorías les roban los trabajos. 

Trump ha sido capaz de instrumentalizar las vulnerabilidades de ese sector blanco, masculino, sin educación universitaria, que se siente ignorado o incluso insultado por las elites demócratas y que es fácilmente manipulable con eslóganes populistas y promesas vacías. Por eso el actual presidente no ha tenido reparo en decir que ama a la gente con un bajo nivel educativo. Gane o pierda, ese sector seguirá ahí y necesitará políticas que atiendan sus problemas.

Tampoco se evaporarán la polarización y la crispación, construidas a base de mensajes de odio y de provocación. Los resultados electorales son trascendentales, porque está en juego mucho dentro y fuera del país. Pero igual de clave será cómo se configure la tensión social actual y la capacidad de los sectores más sensatos para reconducirla. 

stats