Alaska, esa aldea gala donde 45 años de mandato republicano ininterrumpido sobreviven al exceso y la prepotencia

Alberto Arce

North Pole, Alaska —

Si las elecciones intermedias en Estados Unidos pudieran reducirse a una imagen que represente los dos países que conviven −cada vez más polarizados− bajo la misma bandera, sería la de un apretón de manos.

En Anchorage, la capital económica de Alaska, a mediados de octubre y tras debatir durante algo más de una hora sobre los problemas del estado, Alyse Galvin, del Partido Demócrata, una mujer de 53 años, reconocida por su activismo en defensa de la educación pública y sin carrera política previa, cerró su carpeta de notas y le tendió la mano a su rival, el impetuoso e incombustible Don Young, un republicano de 85 años que ocupa el único escaño por Alaska en el Congreso desde 1973.

Sí, desde hace 45 años.

Con una sonrisa, Young se la estrechó. A su manera. “No me aprietes la mano así”, dijo ella inmediatamente. Él no hizo caso. Ella levantó la voz. “Duele”. Lo repitió. “Duele”. Galvin se soltó, se levantó y se fue, protestando y explicando con un gesto de evidente incomodidad. Él, sorprendido, pidió perdón y rió -aquí no ha pasado nada-.

No era la primera vez que Young forzaba la mano de alguien más allá de lo razonable. Lo ha hecho antes en reuniones escolares o los pasillos del Congreso, siempre rodeado de polémica, blandiendo un pene de morsa frente a un rival, calificando los vertidos de petróleo de catástrofes naturales, amenazando con morder a otro congresista o culpando a los compañeros de un estudiante que se suicidó de no haberlo apoyado lo suficiente. Es y ha sido su estilo, mimetizado con un momento y un país marcados por las continuas salidas de tono y la conflictiva relación con la verdad del presidente Donald Trump, de quien Young −quien lo dudara− es firme partidario. Una forma de entender la política ruda, recia, directa, sin diplomacia alguna, incluso amenazadora, que huye de cualquier posibilidad no ya de búsqueda de consenso sino de establecimiento del diálogo necesario para una democracia.

Lo que Young no procesó aquella mañana en Anchorage ante el concurrido auditorio del Congreso anual de la Federación de Nativos de Alaska es que, por primera vez y tras casi medio siglo de victorias aplastantes, una mujer, demócrata para más señas, se atrevía a marcarle los límites en público. Con naturalidad. Desde otra forma de entender la política. Como si en ese gesto, en ese ¡basta ya! quisiera recalcar no solo la diferencia de proyectos que los separa a ambos sino comenzar a sanar la fractura que aleja al país de sí mismo.

Un debate

Un debate En apenas media hora de debate electoral, la que precedió a ese simbólico apretón de manos, ambos candidatos pasearon prácticamente por todos los temas, tonos y líneas divisorias que han dirimido unas elecciones intermedias, consideradas por muchos plebiscitarias, en torno a continuidad o cambio y en las que se definía la elección de congresistas y senadores que sean capaces de ejercer de contrapeso al modelo político que el Partido Republicano está permitiendo seguir al presidente Trump.

Alaska es un estado conservador. Muy conservador. El Partido Republicano ha ganado todas las elecciones celebradas aquí desde 1968. Y este estado donde cabría España tres veces -pero que no llega al millón de habitantes - es el predio particular de Young, decano de los congresistas, epítome de ese republicanismo de estado mínimo y libertades individuales que salta a la vista en la propaganda electoral que los voluntarios de campaña sostienen impertérritos junto a los semáforos pese al frío polar. Bajo el azul metálico y el naranja apagado de una puesta de sol ártica -demasiado temprana ya en noviembre- no hay cartel republicano que no lleve sobre la cara del candidato una pegatina, certificación de calidad necesaria para el éxito: Apoyado por la Asociación Nacional del Rifle.

Si en Estados Unidos se utilizara la palabra cacique, Young sería el jefe de jefes de la tribu. Llegó a Alaska para cazar, buscar oro y vivir al norte del Círculo Polar. Su entrada en la política fue extraña. Necrófila si acaso. Perdió la elección al Congreso de 1972 aún cuando su rival, el ganador, había muerto en un accidente de avión tres semanas antes de las elecciones. Perdió para quedarse. Firmemente apuntalado. No se conoce localidad en Alaska donde no llegue su rastro, donde no haya inaugurado un pozo, un arreglo de la pista de aterrizaje o un contrato vinculado al oleoducto. Es un repartidor. Cuando habla de sí mismo, Young se presenta como el hombre de los números. Durante 45 años de mandato, ha recibido a miles de ciudadanos en su despacho, ha visitado cientos de veces las localidades del interior. “Soy uno de vosotros”, repite cada vez que puede. Tantas como niega cualquier planteamiento de ideas. “Soy el hombre práctico. Sin prioridades, porque las prioridades son las que en cada momento marque su gente”. La expresión “pork barrel” (gasto clientelar) que muchos aquí traducen en un “conseguir dinero para construir puentes hacia la nada”, tiene propietario. Es Young, el hombre que pacta su voto a cambio de ese dinero, para lo que sea, luego modifica su uso y así, una a una, teje voluntades.

Galvin, por su parte, desciende una familia establecida en Alaska desde hace varias generaciones que ha tenido relativo éxito en el sector turístico y ha dedicado los últimos años a hacerse un hueco en la defensa de las escuelas públicas. A construir organización. Aula a aula. Reunión a reunión. Con un discurso político más claro, progresista y, sobre todo, un talante suave. Tanto que la voz le tiembla, inexperta, en demasiadas ocasiones. Sin ocultarlo. Porque quizás de eso trataba su campaña. De abrir espacios menos categóricos a la discusión de la esfera pública.

Young, la edad, el poder establecido, comenzó aquel debate en el que aplastaría la mano de su rival señalando sus dos propuestas centrales. La defensa de la segunda enmienda, la que permite la portación de armas frente a cualquier regulación, y el acceso a las tierras de propiedad federal para el desarrollo económico, eufemismo con el que en Alaska se habla del esfuerzo persistente por terminar con la protección medioambiental que prohíbe el acceso a los combustibles fósiles de las costas y tierras próximas al Ártico. Para él, si hay dinero de por medio, no hay salmón, agua ni caribou que merezcan defensa.

Sentada a su lado, Galvin, la progresista, reenfocó el debate para pelearlo desde lo social. Eligió abrir denunciando que el 16% de población de Alaska no tiene cobertura sanitaria, que quienes la tienen pagan la salud per cápita más cara del mundo, con una tasa de desempleo que en algunos condados dobla la media nacional y que su prioridad sería la lucha contra fuertes problemas sociales como la violencia doméstica o la adicción a los opiáceos, que registran tasas muy superiores en Alaska a las del resto de país.

En esa mesa, igual que en las urnas de Alaska, dos cosmovisiones. Mientras Young defendía que las respuestas a los problemas de consumo de alcohol y drogas en el estado están en la biblia y la moralidad individual, la negación misma de la política desde un jactancioso: “Yo no puedo resolverlo, tú tampoco vas a poder”, Galvin fintaba y corría hacia la salud pública, lo complejo y el matiz, donde se siente más cómoda. Es una batalla perdida para ella. A más políticas sociales, las acusaciones clásicas sobre quién va a pagarlas. Y entonces, el barro. Porque si hay algún consenso es este: Ninguno de los candidatos, en ningún caso, está dispuesto a mencionar una subida de impuestos ni un aumento del rol del Estado en la vida de los ciudadanos. No en público.

Ese es el elefante en la habitación. Aquello de lo que no se habla pero que permea todo lo demás. El estado de Alaska no cobra impuestos a los ingresos personales. Se financia, casi exclusivamente, gracias al petróleo. Y el déficit crece. Los demócratas quieren aprobar el impuesto sobre la renta. Los republicanos no. Se abre el silencio. Los ciudadanos saben. Los candidatos omiten el tema. Patean su debate hacia arriba. La retórica inflamada de Washington, indignarse frente a ella o azuzarla, les protege de sí mismos, a ambos, a sus contradicciones.

Young es un defensor firme del presidente Donald Trump y sus planteamientos. Mientras ella no descartaba, de ser elegida congresista, que en el futuro pudiera tener lugar un proceso de destitución del presidente, él no cree que eso pueda ni deba suceder. Y ya que Trump irrumpía en el debate, qué mejor momento ese para posicionarse ante la política migratoria, tema nacional que ha colonizado hasta la última opinión del país estas semanas. Young cree que hay que levantar el muro con México y la caravana de centroamericanos es una invasión a América (sic) que debe ser detenida con todos los medios al alcance del gobierno. Galvin, como era de esperar, se mostraba partidaria de defender el legado de Estados Unidos como nación de inmigrantes, aplicar la ley existente y estudiar los casos de solicitantes de asilo que se presenten en la frontera sur del país.

Sobre ese espíritu, la sonrisa, Galvin se animó de nuevo: “El congresista Young usa el término wetback (espalda mojada un término denigratorio que se refiere a los migrantes que cruzan el río) y eso no es correcto. Tenemos que ser inclusivos”.

“El diccionario no marca la política”, respondió Young sin pestañear. Corto y cambio.

De la migración, sin mayores transiciones, al futuro de la tierra. Hace tiempo que la Universidad de Alaska repite allá donde publique un informe que el Ártico está calentándose al doble de velocidad que el resto del planeta. Que las consecuencias del cambio climático para Alaska en transportes, economía o parámetros medioambientales son, si cabe, más apremiantes aún que en el resto del planeta. Pero, en una tendencia negacionista marcada por el propio presidente Trump, el congresista Young rompía cualquier posibilidad de diálogo racional para anclarse en la posverdad, esa mentira emotiva tan propia, también, del discurso conservador de esta época.

Nueva oportunidad para Galvin: “El cambio climático es uno de los principales problemas de seguridad del país y del mundo en este momento”, que es como ponérselo fácil a Young, sus tablas y experiencia. Al anciano le costó un giro de suficiencia anular cualquier racionalidad con un “no creo que el ser humano sea responsable del cambio climático. Eso se dice para asustar. Conozco la ciencia. Los científicos, muchos de ellos, amigos, dicen que no es así. Es un fraude. Una conspiración”.

Galvin volvió a equivocarse. Sintió que esa era la suya y contraatacó. “El 99% de los científicos dicen que sí está pasando”, espetó, pagada de sí misma y su fuente. Young se la merendó, siguiendo las enseñanzas de su líder: “Preséntamelos, dame una lista de nombres” antes de cerrar con la apuesta segura, el dinero, los impuestos. “Estoy contra cualquier impuesto a las emisiones de carbono y eso es de lo que nos hablan cuando nos hablan de cambio climático, de cobrarnos más impuestos”.

Montados ya sobre un carril acelerado por la inercia de esa demagogia que tan bien maneja Young, la discusión sobre lo sanitario, qué sorpresa, terminó rápido. Galvin, aparentemente radical e innovadora, defendió comprar medicamentos en Canadá o Europa para ahorrar costes, abrir el mercado a la competencia y terminar así con la cautividad a la que condenan los precios de los medicamentos más altos del mundo. Young, sin inmutarse, acusó a la administración demócrata anterior, argumento de victoria asegurada entre los suyos, de todo lo que pueda ir mal hoy y mañana. Nadie defiende que la sanidad esté funcionando. Nadie. Porque no lo está. Pero, sorpresa, “la culpa de que no haya un programa de salud adecuado es del presidente Obama”. La complejidad de siglas y programas en las que se encharca el tema lastran de nuevo el debate hacia un barro en el que no gana nadie.

Dos países, dos estilos. Galvin ha basado la financiación de su campaña, que ha costado poco más de 300.000 euros, en pequeñas donaciones individuales y no ha dudado en señalar las grandes empresas que financiaron la de su rival, desde petroleras a farmacéuticas. El gasto del candidato permanente no ha sido muy superior. De hecho, casi no ha hecho campaña. Cree que la diferencia entre ambos es tan de fondo, profunda e inmutable que ni la necesita. Ha ganado siempre y seguirá haciéndolo, como ha repetido en incontables ocasiones, porque todos lo conocen y “pese a mi edad, solo estoy empezando mi carrera”. A tal certeza, ¿qué podría arreglarse con publicidad o un debate público? El espíritu del momento, se acepte o no, parece alejarse de cualquier racionalidad discursiva y sobrevivir exclusivamente en el plano de lo simbólico y lo identitario, bien encogido dentro de la combinación de matrioskas en la que se fracturan el estado y el país. Cada candidato conoce al grupo al que apela y a ese grupo, y solo a ese, se refiere en cada gesto. La victoria dependerá casi solamente de cuantos de los tuyos, por identidad y definición, decidan moverse. Young lo sabe y apuntala. Como su jefe.

De muestra, el último ejemplo. Mientras Galvin habla, para su público, de la diferencia de salarios entre mujeres y hombres o de cómo las cifras de violencia doméstica en el estado multiplican por diez la media del país, Young se luce ante el suyo. Aplica siempre esa lógica tan práctica propia del yo no soy racista porque tengo un amigo negro y tan útil ante su corte, para explicar que las mujeres de sus oficinas cobran lo mismo que los hombres y matizar que, en general, el movimiento feminista está volcando la carga de la prueba en los hombres, inocentes hasta que se demuestre de lo contrario, de cualquier acusación. Y desde esas islas rodeadas por la apelación continua al estómago de la pertenencia, no hay vencedor en el debate. Young y Galvin, dos países, dos estilos, dos públicos, dos compartimentos estancos. Cada vez más impermeables. Un diálogo de besugos, una mano que aplasta otra en función de la fuerza que aplique, de cuantos de los suyos sea capaz de levantar de la comodidad un martes de noviembre gélido en Alaska.

Martes electoral

Martes electoralFairbanks, una ciudad boreal en la planicie interior del estado, la entrada a la tundra ártica, es más republicana, si cabe, que el resto de Alaska. Mientras en el estado, Donald Trump ganó a Hillary Clinton por 15 puntos en 2016, en el condado de Fairbanks, Trump multiplicó el número de votos de su rival por cinco. Pero ninguna ciudad en Estados Unidos es un bloque monolítico. Y si hay un lugar seguro para quienes piensan diferente, para quienes rechazan a candidatos republicanos como Don Young o el presidente Donald Trump, son las universidades.

En la pequeña Universidad de Alaska, como en tantas otras a lo largo del país, estudiantes y profesores se acercaban a votar -aquí todo sucede en silencio- antes de asistir a clase, en la pausa para la comida, en un hueco entre tareas. Trasunto de la cotidianeidad más habitual, se formaban colas apretadas, con poco espacio para la ambigüedad. La polémica por el apretón de manos entre Young y Galvin se zanja rápidamente. Nadie cree que fuera inocente. Sarah Stanley, de 37 años, profesora del Departamento de Inglés lo despacha con ironía. “No se ganan 23 elecciones seguidas sin haber aprendido a estrechar una mano”. Cree que ese gesto no es más que un símbolo de que el ambiente no es seguro −duda entre inseguro y peligroso y elige inseguro− para la libertad de expresión, para la diferencia, para el ejercicio de la oposición.

Cesal Hanes tiene 20 años, estudia matemáticas y ha elegido un jersey de la película Pesadilla antes de navidad para este martes. Si le preguntan por la casualidad, ríe. Vivaracho, abierto, consciente, politizado, habla sin reparos frente a la pequeña cola para votar. Está por el cambio y va mucho más allá que la profesora. “Ya no creo que ser ciudadano de este país sea lo que fue en el pasado. Este presidente es responsable de establecer diferentes categorías de ciudadanos. No representa los Estados Unidos de hoy. Por eso elijo definirme como hispano y como gay antes que como ciudadano de Estados Unidos. Cualquiera que no encaja en su patrón inventado de lo que es un americano siente la posibilidad de que le ataquen por ser quien es. El presidente Trump está tratando de instaurar el país de la supremacía blanca y no es correcto”. Respecto a Young, su posición es evidente. “Yo defino quién soy y vivo aquí y no soy como él quiere que sea”.

En Fairbanks, los hispanos como Hanes no llegan al 5% de la población.

Patrick S. Woolery estudia contabilidad, tiene 18 años y es la primera vez que vota. Mucho más seco que Hanes −aún dormido o recuperándose de los 22 grados bajo cero que acaba de dejar tras la puerta− aporta que el clima político es cada vez más extraño. Y que a la hora de votar por Young o Galvin, no quiere dejarse influir por lo que sucede en el resto del país sino pensar en el futuro de Alaska. Al tiempo que reconoce que “es muy difícil aislarse de lo que sucede fuera”, le suma que el hecho de que Young se presente, a su edad, después de tantas elecciones seguidas le resulta cuando menos “extraño” para finalmente añadir un sutil y escueto “es probable que no sea la persona más representativa de cómo es esta comunidad hoy”.

Al sur de la ciudad, en el distrito de North Pole -Polo Norte, sí, el lugar donde se reciben las cartas a Santa Claus de los Estados Unidos y parte del planeta- se encuentra el grupo de votantes más conservador del estado, que además habitan el distrito más pobre, un lugar cuya renta per cápita media está 30% por debajo de la nacional.

En una rotonda, peleando contra el frío, acompañando a una amiga que sostiene una pancarta a favor de una proposición sobre el Salmón, Lauren Hatty, una diseñadora gráfica de 34 años, aguanta sin guantes, con optimismo y motivación. “Alaska es extraña”, comienza. “Funciona a su manera. Una se siente tan lejos de los Estados Unidos y tan cerca del vecino, por necesidad, que acaba comprendiéndose que es un lugar aparte, diferente”. Cree que el clima político es “inquietante”. Y no sabe si para bien o para mal. “Se rompen amistades, relaciones, y eso es malo, pero la gente se informa más sobre la política y la participación aumenta. Y eso es bueno”. Duda. “Hay más debate, pero es más vitriólico. Es malo a corto plazo, quizás bueno a largo plazo. La gente se toma en serio la política. Dejémoslo ahí”.

Ya dentro del Centro Comercial −lugar extraño, el pasillo entre el supermercado y la juguetería para votar− la cola, larga, nutrida, se retuerce para no entorpecer el tráfico de la compra semanal. North Pole alberga dos bases de la Fuerza Aérea. Los soldados votan en orden, de uniforme. Al igual que los policías, pistola al cinto. Las familias, numerosas. Los estereotipos, alistados uno a uno. Las barbas, largas, los prejuicios contra la prensa, a flor de piel. Las opiniones, previsibles. “La política local es lo que importa”, dice Lawrence Chapin, de 45 años, mecánico de mantenimiento civil de la base. “Aquí no votamos por el partido, lo hacemos por la persona, por la propuesta concreta. Muchos, por culpa de los medios, que no hacen su bien su trabajo, muy tendenciosos, votan impregnados por un espíritu de enfado contra el presidente. No se está informando bien de la realidad”.

En pocos minutos, esa sería la opinión recurrente a constatar, cual contagiada de uno a otro votante entre prisas, recelo y un cierto enfado. “El clima político es de locos, la televisión no hace su trabajo, sólo empeora la situación, ha desaparecido la verdad” explica un hombre que se dice republicano, parece miembro de honor de la banda de apoyo a las giras de ZZtop, calza botas y parka de tamaño desproporcionado y no quiere dar su nombre tras lanzar un monólogo monocorde y falton.

“¿Young?, Sí, lleva demasiado tiempo”, dice casi despidiéndose. “Debería dejarlo. pero es el único candidato”.

¿Y Galvin?, pregunto.

“¿Quién es Galvin? Young es el único candidato” me dice antes de estrecharme la mano como si quisiera cascar las patas de un cangrejo.

***

No lo logró. Galvin no pudo. No alcanzó a vencer al hombre, anciano, republicano y aparentemente eterno que el martes logró renovar su como único representante por Alaska en el Congreso de Estados Unidos por vigesimocuarta vez consecutiva. Que, si nada lo impide, seguirá en el cargo hasta cumplir los 87. Esto es, ejerciendo durante 47 años consecutivos el puesto.