Davos se equivoca siempre y ahora más que nunca
La gran cita de las élites políticas y económicas del World Economic Forum ha conseguido deshacerse ya de esas teleconferencias vía Zoom que resultaban tan poco excitantes. Ha regresado con todas sus armas a la ciudad suiza de Davos, donde volverá a presumir de dos activos innegables: su gran poder de convocatoria y su absoluta incapacidad para acertar en las grandes tendencias de la economía mundial.
“El Consenso de Davos siempre está equivocado. En el cien por cien de las ocasiones. El truco está en saber por qué y cómo está equivocado”, dijo en 2020 el millonario inversor norteamericano Glenn Hutchins.
No vieron venir ni a Trump ni el Brexit ni la gran recesión de hace diez años. Ahora no parecen muy interesados en hablar de impuestos, a pesar del aumento de la desigualdad en el mundo, y algunos titulares apuntan que “la geopolítica amenaza con destruir el mundo que Davos construyó” (en el caso de que esto último sea cierto). Pensaban que habían cambiado la historia, pero esta ha resultado ser un rival muy peligroso.
Sus debates no cesan de destacar que el gran objetivo es “cambiar el mundo”, aunque en realidad la misión ha sido siempre preservar el orden económico. Salvar el mundo sin cambiar nada sustancial es la definición más apropiada que les dio Anand Giridharadas: “Una élite del poder en ascenso que se define por sus objetivos concurrentes de prosperar y hacer el bien mientras se beneficia económicamente al mismo tiempo del statu quo”. Evidentemente, la idea de pagar más impuestos no se les pasa por la cabeza.
En Davos se están celebrando un centenar de debates y sólo uno de ellos tiene que ver con política fiscal. Hay dos sobre desigualdad. A los ricos les encanta hablar de cambio climático. A fin de cuentas, eso también incluye nuevas oportunidades de negocio facilitadas por grandes inversiones públicas. “Un dólar pagado al Gobierno en impuestos es un dólar menos en beneficios para la empresa y sus accionistas”, ha escrito el director de la revista Fortune, Peter Vanham. “Con la acción climática, no funciona así. Algunas empresas ya están ganando dinero con la transición energética”.
La evolución de la desigualdad se ha agravado en estos últimos años. Desde 2020, el 1% más rico ha conseguido hacerse con casi dos terceras partes de toda la riqueza mundial generada, según Gabriela Bucher, directora ejecutiva de Oxfam International. “Eso es casi tanto dinero como el que ha ganado el restante 99% de la humanidad”.
Por eso, Vanham recuerda que el Club de Roma, que lleva décadas analizando el fenómeno, no ha sido invitado a la cita de Davos de este año. Su mensaje no es bien recibido. “No podemos hablar del clima sin hablar de la hipocresía de nuestras estructuras fiscales”, ha dicho Sandrine Dixson-Declève, copresidenta del Club de Roma. A Davos no le preocupa ignorar ese debate. Los patrocinadores no quedarían muy contentos.
Quien sí habló del asunto en la ciudad suiza fue Pedro Sánchez en su discurso del martes. El presidente dijo que la desigualdad está aumentando y que la movilidad social se ha estancado. Mientras tanto, las multinacionales “multiplican sus beneficios” al beneficiarse de esas mismas estructuras fiscales omnipresentes en el mundo occidental: “¿Cómo podemos pedir a los ciudadanos que aguanten un poco más la inflación cuando algunas multinacionales no pagan impuestos gracias a los paraísos fiscales y a los agujeros legales que nosotros permitimos?”.
Esos privilegios fiscales deslegitiman el sistema político, si bien en Davos están más ocupados en garantizar los incrementos de la cuenta de resultados.
La mayoría de los presidentes de las corporaciones españolas que acudieron a Suiza no desentonaron con ese clima y se saltaron el discurso de Sánchez. A ellos lo que de verdad les preocupa son los impuestos que no quieren pagar.
Davos como símbolo atraviesa una época muy complicada. Hay cosas que no cambian, como pagar 60 dólares por una ensalada César y un refresco. “Cooperación en un mundo fragmentado” es el eslogan de esta edición. Lo de “fragmentado” se merece una posición alta en cualquier ranking de eufemismos.
El mantra de que la globalización era un seguro contra la guerra se ha hecho pedazos. Se le ha llamado la venganza de la historia, que no estaba muy motivada por el hecho de que hubiera muchos McDonald's en Rusia –por la simplista teoría de los arcos dorados de Thomas Friedman– y por la intensa relación de su economía con la del mundo occidental. Tampoco ha envejecido bien la idea alemana de que las relaciones comerciales con Moscú iniciadas en los años 70 eran el incentivo perfecto para impedir aventuras bélicas.
A comienzos del siglo XX, muchos economistas creían que los beneficios causados por la interdependencia y el comercio harían que la guerra quedara desterrada de los planes de los países más ricos. Siempre sería un mal negocio para todos. En 1914 un nacionalista serbio asesinó al archiduque austriaco Francisco Fernando, lo que inició un momento histórico que puso fin a esas esperanzas durante décadas.
Ahora otro acto violento –la invasión de Ucrania– ha vuelto a frenar el internacionalismo liberal. El nacionalismo de los grandes estados europeos vuelve a situarse en un lugar destacado de la mesa. Una vez más, Europa hace cálculos para saber cuántos tanques necesita para defenderse.
Pero no es sólo Putin el que ha despertado a Davos de su sueño. Ese tejido global al que se había unido China también comienza a romperse en el lado occidental. EEUU ha lanzado un paquete masivo de subvenciones e incentivos fiscales por valor de casi 400.000 millones de dólares con el que reducir su dependencia industrial del exterior. Joe Biden lo llamó “Inflation Reduction Act”, aunque la idea de que por sí solo pueda reducir la inflación es discutible.
La Unión Europea ha reaccionado alarmada, ya que se verá obligada a alterar o simplemente abandonar su política contraria a las grandes subvenciones públicas a la industria. Las reglas del libre mercado pueden ser un lujo prohibitivo que deje a las empresas europeas inermes ante las norteamericanas y chinas.
La Comisión Europea dijo inicialmente que no quería verse inmersa en “una carrera de subsidios”. No tardará en rendirse a la evidencia. El problema reaparecerá cuando la mayoría de sus miembros no pueda competir con la potencia de fuego alemana o francesa.
Como en los grandes concilios de la Iglesia en siglos anteriores, la prioridad en Davos es mantener la auténtica fe por la que todo lo que es bueno para los negocios tiene que ser bueno para los gobiernos y los ciudadanos. Ese Consenso de Davos es cada vez menos creíble y está más que nunca alejado de la realidad.
Nada de esto sorprende a las personas que llevan tiempo criticando la utilidad de Davos. Jill Abramson, exdirectora de The New York Times, es una de ellas. Nunca le gustó que el periódico prestara mucha atención a sus discusiones.
Luego, eso cambió: “Comprobé (después de abandonar el periódico) que aparecían más noticias sobre Davos en el Times, dedicadas a citar a los asistentes y participantes de esos interminables debates. Desde luego, la cobertura buscaba elogiar a los consejeros delegados para que vieran sus nombres en el NYT, y así aceptarían intervenir en las muy rentables conferencias organizadas por el NYT. Era y es un círculo idiota y corrupto”.
Lo segundo es muy posible. Lo primero, no tanto, si ha servido para defender los intereses económicos de ciertas élites durante décadas.
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