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Cómo derrotar a la ultraderecha sin pronunciar la palabra fascismo

"Las izquierdas tienen que poner en marcha una respuesta que sustituya la inseguridad por acción e ilusión colectiva"

Bernardo Gutiérrez

El 12 de octubre de 2014, un conjunto de artistas convocó en São Paulo un acto de apoyo a Dilma Rousseff, candidata presidencial del Partido dos Trabalhadores (PT). Artistas como Otto, Karina Buhr o Lucas Santana manifestaron su apoyo crítico a Dilma en un evento llamado Treze tons de vermelho (trece tonos de rojo). Aécio Neves, candidato del conservador Partido da Social Democracia Brasileira (PSDB), lideraba las encuestas. La polarización de la campaña había subido en decibelios. El tono de ambos candidatos era visceral. Se respiraba odio. Se invocaba el miedo. Ambos lados estaban apostando por un binarismo categórico.

Algunas corrientes minoritarias del PT intentaban renovar las narrativas con iniciativas como Podemos Mais, para intentar conectar con las multitudinarias protestas de junio 2013, las denominadas “jornadas de junio”. Sin embargo, la campaña oficial de Dilma Rousseff era un rodillo contra las nuevas narrativas y prácticas surgidas desde 2013. El evento Treze tons de vermelho era una bocanada de aire fresco en medio del lodazal electoral. Mandaba un recado a las consignas unitarias y los símbolos históricos del PT. Rojo sí, pero con trece tonos.

Detrás de las luces y estéticas de aquellos conciertos estaba el activista Paulinho Fluxus. Paulinho, que no esconde su izquierdismo, llevaba años recorriendo São Paulo vestido de rosa, con un carrito de supermercado con cañones de plástico. El rosa era su nuevo rojo. “Ese color de la fragilidad puede tornarse potente. Un carrito de supermercado es capaz de enfrentar a cincuenta hombres de la tropa de choque y salir ganando en la foto”, afirmaba en 2013 a Folha de São Paulo.

Durante las jornadas de junio, Paulinho Fluxus, junto a un grupo de activistas, disparó desde un rascacielos un láser en la cara del presentador del informativo de la Rede Globo en São Paulo. Sus “disparos estéticos”, que obligaron al presentador a citar la manifestación que cercaba la emisora aquel día, servían de metáfora de unas revueltas polifónicas, fragmentadas y descentralizadas en las que cualquier mensaje unitario se derretía. Tanto la derecha como la izquierda quisieron apropiarse, sin éxito, de las jornadas de junio.

La campaña presidencial de Dilma Rousseff de 2014 intentaba barrer la heterodoxia de aquellas protestas. Forzando la polarización contra su enemigo clásico, el PT aspiraba a controlar el tablero de juego. Azuzar el miedo a la derecha trajo de vuelta a críticos por la izquierda. Y Dilma ganó las elecciones. La estrategia del petismo tendría consecuencias inesperadas: un antipetismo superlativo que cristalizaría en un falso outsider, Jair Bolsonaro. Al otro lado de la polarización nacía un monstruo. Un monstruo nuevo, diferente, de mil cabezas. Un monstruo que, hiperfragmentándose, acabaría ganando la batalla rehuyendo el combate cara a cara.

En 2015, los manifestantes de las marchas contra Dilma defendían, paradójicamente, pautas progresistas y rechazaban la presencia de políticos. Esas protestas crearon una atmósfera para la fragmentación de junio de 2013 que el PT despreció. No eran, todavía, de ultra derecha. En 2016, el mismísimo Lula enterró la posibilidad de entender los mensajes segmentados de las jornadas de junio. El 18 de marzo de 2016 Lula dió un discurso en la Avenida Paulista de São Paulo para redondear el “ellos o nosotros”. Ellos “compran ropas” en Miami, dijo, y nosotros “compramos en la 25 de março” (una región populachera). Izquierda o derecha, rojos o azules, buenos y malos. No sospechaba que aquel “nosotros” cerrado estaba alimentando un “ellos” vigoroso, inclusivo y diverso. Aquel “nosotros” vestía un único color rojo. Las banderas brasileñas de las manifestaciones del “ellos” ya incluían 1001 tonos de verde amarelo y 1001 gritos de indignación.

Discursos prêt-à-porter

Hace unos meses, la campaña de Jair Bolsonaro era apenas un lema: “Brasil acima de tudo, Deus acima de todos”. Nacionalismo y moralidad religiosa. La familia como espacio de acción. El miedo como telón de fondo. Los ataques agresivos de Bolsonaro contra la izquierda eran la gasolina. La simplicidad de las ideas de la campaña permitió la apropiación. Y la campaña la hizo la gente. Los mensajes, los memes, los vídeos, surgían de la gente. Valía y cabía todo. Cualquier estética, tipografía, grito. La auto organización tecnopolítica de la sociedad civil que caracterizó el ciclo de las plazas de 2011, en el caso brasileño estuvo del lado de los votantes de Bolsonaro.

Mientras la campaña del PT estaba construida sobre mensajes unitarios de inclusión, justicia o igualdad, Bolsonaro lanzó discursos diferentes, segmentados para diferentes públicos. Y la gente despedazó los mensajes y los puso en circulación. Aquí yace una lección mayúsculas para las izquierdas. Los intelectuales progresistas hacen manifiestos; la ultra derecha incentiva que la gente haga vídeos y memes para los grupos de WhatsApp familiar. La izquierda habla de grandes ideales; Bolsonaro, Trump o Salvini preparan discursos explosivos llenos de emoción, orgullo o violencia.

Usan fake news, sí. Pero la lección política no es que sean mentira, sino que esa desinformación encaja a la perfección con malestares, deseos y subjetividades reales. “Los hechos alternativos son hechos afectivos, bits de información que evocan un sentimiento que es preferible a las verdades subrayadas por los hechos”, asegura Peter Zuurbier, académico que investiga la affect theory (teoría de los afectos), en un artículo reciente.

La paradoja es que los candidatos de ultra derecha apelan al orden sembrando el caos. Se presentan como salvadores tras usar una estrategia militar denominada psico ops, introducidaen las disputas electorales por SCL Group, empresa matriz de Cambrigde Analytica, acusada de incentivar el Brexit y apoyar a Donald Trump. Si las nuevas izquierdas abandonan su tono anti-establishment, la ultra derecha ocupará ese espacio estratégicamente. Si solo habla de orden, perderán su base. Presentarse como ordenada solución al caos y mantener el tono anti-establishment es uno de los grandes desafíos de la izquierda.

Por otro lado, la etiqueta fascismo, no solo no se ajusta a la realidad hiperfragmentada del siglo XXI, sino que es casi inofensiva. Evocar el antifascismo despierta resistencias populares parala población más politizada, sobre todo en Europa. Sin embargo, parece insuficiente para enfrentar al monstruo de mil cabezas de la ultra derecha. El discurso magnánimo contra el fascismo no es eficiente contra millones de personas que votan a la ultra derecha y no se consideran fascistas. Mientras el antifascismo sea solo discurso y no práctica, consignas y no comunidades barriales, la ultra derecha crecerá presentándose como solución a los problemas y miedos concretos de la gente.

La gente simple

Los discursos de Jair Bolsonaro incluían constantes citas a “ciudadanos simples”. También guiños a culturas mal consideradas (como las músicas sertaneja caipira) o a regiones olvidadas (como el Centro Oeste o la Amazonia). Bolsonaro ha arrasado en ese Brasil olvidado y estigmatizado por la élite cultural progresista. El Brasil brega, término usado para todo lo cutre, ha alzado la voz y el voto. El periodista Leando Demori destaca que Bolsonaro ha incluido a las personas “menos letradas”, a gente que según la izquierda no “tiene nivel para saber qué es una persona transgénero” o no entiende la priorizad de las ciclovías.

Bolsonaro ha arrasado en la clase C (clase media baja) así como Trump o Le Pen lo hicieron en una clase obrera desubicada por la globalización e ignorada por las élites culturetas. La superioridad moral de la izquierda, que estigmatiza al “obrero de derechas”, el gusto cultural cutre de un habitante de favela o a la España vacía de la que habla Sergio del Molino, ahonda la brecha. Talíria Petrone, elegida diputada federal por el PSOL por Río de Janeiro, afirma que “la izquierda tiene que volver a los territorios”, pero “no para llevar una verdad, si no para escuchar”. La afirmación sirve también para todas las áreas metropolitanas y para las regiones rurales del mundo.

El auge de Bolsonaro en los territorios más violentos está relacionado con el auge de las iglesias evangelistas. Mientras las organizaciones progresistas perdían espacio en las favelas y en el interior de Brasil, las iglesias evangélicas iban construyeron una verdadera red comunitaria de apoyo mutuo y de solidaridad. Aunque existen corrientes progresistas como la Teologia da Missão Integral, la izquierda ha estigmatizado al mundo evangélico, cediéndole el monopolio de acción social en muchas periferias. La izquierda, para disputar el desencanto en las periferias, tiene que volver a los territorios.

Escuchando, construyendo espacios para ser habitados, facilitando la auto organización sin procesos de cooptación. La izquierda española tiene que tolerar los gustos de las clases populares, por muy “cutres” que les parezcan. Si no, el huracán VOX crecerá y crecerá. Urge cuñadizar el lenguaje, como apunta el colectivo Homo Velanime. Urge disputar el campo político de la familia. Un discurso familista progresista, especialmente en América Latina y el Sur de Europa, puede ser más útil para espantar el miedo al futuro que los grandes valores de la izquierda.

Símbolos nacionales

Tras el susto del primer turno, la campaña del PT cambió radicalmente. La bandera brasileña sustituyó al color rojo. La estrategia era una tardía reacción al bolsonarismo, que se adueñó totalmente de la bandera brasileña. Desde las revueltas de junio de 2013, la izquierda se alejó de los símbolos patrios. A partir de 2015, la marea verde amarela creció, convirtiendo la bandera y las camisetas de la CBF (Confederação Brasileira de Futebol) en sus iconos. Abandonar la bandera, en un país nacionalista donde hasta los terreiros de candomblé tienen banderas y el fútbol de la selección es religión, fue uno error catastrófico para el PT.

Las derechas están sacando provecho a las pautas identitarias, especialmente al nacionalismo. Sin embargo, su nacionalismo económico es un falso patriotismo inclusivo lleno de trampas. Disputar los símbolos nacionales, resignificándolos, tejiendo alianzas con la ciudadanía de otros países, es una de las tareas más complejas de las izquierdas. Para no caer en un populismo nacionalista simplón, la estrategia debería combinar narrativas populares y ciudadanistas. Rojo y narrativas populares (incluso antifascistas) para los politizados. Narrativas múltiples y ciudadanistas para una nueva multitud que prefiere las campañaspuntuales a la militancia constante. Discursos hipersegmentados para ganarse a cada uno de los públicos del fragmentadísimo Leviatán del neofascismo.

Al mismo tiempo, las nuevas izquierdas que gobiernan tienen que lanzar políticas públicas contundentes para los nuevos excluidos (especialmente para clases medias empobrecidas), sin perder el tono anti-establishment contra las élites. Y construir dispositivos de escucha ciudadana, digitales y presenciales, para canalizar malestares y dar voz a todas las manifestaciones culturales, incluidas las cutres. Las izquierdas tienen que poner en marcha una respuesta que sustituya la inseguridad por acción e ilusión colectiva. Y han de desplegar un abanico de deseos que sea mayor que el miedo.

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