El titular de la noticia de The Wall Street Journal era muy revelador sobre el impacto del fichaje de Kamala Harris por Joe Biden. Además, valía también para definir al propio Biden como candidato. “Wall Street respira aliviado después de que Harris se una a la candidatura de Biden”. El análisis coste-beneficio estaba claro. No era ya sólo que Biden sea un veterano representante del establishment de su partido, es decir, un tipo bastante moderado, sino que la elección de Harris como candidata a la vicepresidencia confirmaba que el aumento de la regulación del sector financiero estaba fuera de las prioridades de los demócratas. Obviamente, el ritmo de las respiraciones de Wall Street habría sido diferente si la elegida hubiera sido Elizabeth Warren.
La campaña de Donald Trump reaccionó de inmediato a la noticia de la elección de Harris con un anuncio que destacaba dos veces que suponía un paso en dirección a “la izquierda radical”. No fue un arrebato causado por la urgencia. En declaraciones posteriores, los partidarios de Trump han anunciado que una victoria de Biden supondría que EEUU se dirigiría de forma inexorable hacia “el socialismo”.
Biden ni siquiera está a favor de Medicare for All, la idea de Bernie Sanders de levantar un sistema de sanidad pública, universal y gratuita, similar a los existentes en Europa occidental. Al igual que en 2016, los votantes demócratas han vuelto a presentar un candidato del sector moderado del partido que se declara capaz de llegar a acuerdos con congresistas republicanos moderados, en el caso de que aún existan, para aprobar leyes en favor del progreso del país y en contra de la polarización más extrema. En pocas palabras, Biden es presentado como alguien que no es Trump. Eso no funcionó muy bien en 2016, si bien es cierto que él no despierta en la gente el rechazo que provocaba Hillary Clinton.
El fin de las convenciones de los dos partidos demócratas en los últimos días de agosto suele ser el comienzo real de la campaña electoral de EEUU. A partir de ahí, ya hay muy poco tiempo para grandes cambios de estrategia, y si se llevan a cabo, denotan cierto nivel de desesperación por las malas noticias. El electorado empieza a prestar realmente atención, no sólo las personas muy interesadas en la política. Los sondeos en los estados cruciales pasan a ser más importantes que las encuestas nacionales. Los temas de los que hablan los candidatos son muy similares a los que utilizarán en la última semana de octubre. Ahora es cuando se vislumbra cuáles son las ideas que escucharemos una y otra vez en los próximos dos meses.
Trump no ha sido nada ambiguo ni en la convención ni en estas semanas dominadas por la pandemia y las manifestaciones contra el racismo en EEUU. Parece haber elegido el manual de campaña con el que Richard Nixon ganó las elecciones de 1968. El país se arriesga a caer en una espiral de desórdenes públicos y anarquía protagonizada por sectores radicales que pretenden cambiar el 'estilo de vida americano'. Tratándose de Trump, no pueden esperarse muchas sutilezas. “¡Ley y orden!”, ha tuiteado en más de una ocasión, la última este domingo.
Hay dos diferencias fundamentales con el éxito de la estrategia nixoniana y la situación actual. Nixon era en 1968 el candidato de la oposición tras ocho años de presidentes demócratas. Podía acusar a sus rivales del supuesto estado de caos del país. Trump es el presidente desde hace casi cuatro años, lo que no le impide denunciar que son los demócratas los responsables de los problemas sociales que existen en estos momentos.
En segundo lugar, Nixon podía contar con un amplio apoyo entre los votantes conservadores, mientras la candidatura demócrata del vicepresidente Hubert Humphrey arrastraba el desgaste que sufría la Casa Blanca de Lyndon Johnson por la guerra de Vietnam y las convulsiones sociales. Ahora, las encuestas revelan que la mayoría de los norteamericanos apoya el movimiento Black Lives Matter –o la reciente decisión de los jugadores de la NBA de suspender por unos días los partidos del playoff– y critica la forma en que Trump ha gestionado el estallido de las tensiones raciales.
Para contrarrestarlo, Trump se ocupa de rentabilizar en su favor los incidentes violentos dando una idea exagerada del desorden ocurrido en algunas ciudades gobernadas por demócratas, como Portland, Chicago y Minneapolis, y exigiendo a esos alcaldes y gobernadores mano dura contra los manifestantes. Presenta a Antifa, un movimiento de grupos sin estructura común y de carácter minoritario, como si fuera la amenaza real de una organización concreta y poderosa empeñada en subvertir el orden. En un momento en que se cuestiona la conducta racista de muchas policías locales en EEUU y la violencia desproporcionada de sus agentes, Trump reclama más dureza en la calle contra los manifestantes y defiende a los sindicatos policiales, identificados como el principal obstáculo para la adopción de reformas.
Esa estrategia, rechazada por la mayoría de los medios de comunicación, tiene un único destinatario: el electorado de raza blanca. En dos direcciones. Mantener el apoyo de los votantes de clase trabajadora que fueron decisivos en su victoria en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin en 2016. La segunda, recuperar el apoyo perdido entre votantes blancos de clase media o media alta, que viven en su mayoría en los suburbios de las ciudades, que abandonaron a los republicanos en las elecciones legislativas de 2018.
En esas elecciones, Trump jugó la carta del resentimiento racial y xenófobo alentando el miedo a la caravana de inmigrantes centroamericanos que cruzó México. La vendió prácticamente como una invasión del país. No le funcionó.
El Partido Republicano es consciente de eso y en su convención, montada a mayor gloria de la familia Trump, intentó compensarlo concediendo la tribuna a personas de raza negra a los que habían asignado como misión negar que el presidente sea un racista. Parece un empeño condenado al fracaso, pero tiene su lógica. Se trata de conseguir desmovilizar el voto negro en favor de Biden. A fin de cuentas, el descenso de participación de afroamericanos en las urnas en 2016 fue una de las razones citadas para explicar la derrota de Clinton.
Antes de las convenciones, las encuestas nacionales daban a Biden unas ventajas tan superiores al margen de error que no admitían dudas. La gestión de la pandemia, que de forma incomprensible Trump ha querido protagonizar ocupando el espacio público que deberían tener los miembros de su Gabinete y los consejeros científicos, estaba destrozándole en los sondeos.
Las últimas noticias confirman que la Casa Blanca ha presionado al CDC y a la FDA, organismos de la Administración clave en la lucha contra el coronavirus, para alterar sus recomendaciones científicas. No hay una semana sin noticias sobre lo que el Gobierno de Trump debería haber hecho y no hizo para hacer frente a la pandemia.
Los disturbios ocurridos tras el homicidio de George Floyd a manos de la policía inauguraron un escenario político diferente. Trump decidió aprovecharlo en la línea que se espera de él.
En la convención, los oradores insistieron en reciclar el eslogan de la campaña de Trump cuatro años atrás –“Make America Great Again”– en un momento en que EEUU ha sufrido 180.000 muertes por el coronavirus, a lo que hay que sumar el destrozo económico subsiguiente. Los partidos se ven obligados con frecuencia a ignorar la realidad para mover el mensaje más favorable a sus intereses, pero todo tiene un límite.
¿Utilizaron los demócratas su convención para definir el debate en su favor? Sí, si el único objetivo era atacar a Trump. Los que pensaban que de la convención saldrían mensajes destinados a recuperar el voto de la clase trabajadora del Medio Oeste quedaron decepcionados. Si bien las encuestas nacionales continúan siendo favorables para el demócrata, la diferencia en varios estados clave no supone una barrera infranqueable para Trump.
Biden no lo tiene tan difícil. Al igual que en los países europeos, 2020 está ofreciendo una sucesión de noticias horribles en EEUU que ha hecho que una mayoría de los norteamericanos se sienta terriblemente pesimista sobre el futuro del país. El hundimiento de la confianza de los votantes es inaudito, también entre los republicanos, como se ve en la encuesta de Gallup. El nivel de satisfacción por el rumbo de EEUU entre los votantes de Trump ha caído cerca de 60 puntos desde marzo.
Sin embargo, 2016 ya demostró lo peligroso que es apostar por una estrategia que se base simplemente en sostener que el adversario es mucho peor. Biden debe salir de su casa, con todas las precauciones posibles por su edad (77 años), y hacer campaña vendiendo las ideas por las que merece la pena votarle, cosa que no ha hecho hasta ahora si nos fijamos en el nivel de entusiasmo que despierta su candidatura en los sectores sociales más propicios para él.
A estas alturas, se puede decir casi con total seguridad que Biden obtendrá más votos que Trump en las urnas. La diferencia puede ser incluso superior a la de 2016. Pero eso no garantiza la victoria en el colegio electoral. Hace cuatro años, el triunfo del republicano fue posible porque superó a Clinton en 77.000 votos en Pennsylvania, Michigan y Wisconsin, una posibilidad en la que pocos creían una semana atrás, ni siquiera en la campaña de Trump. A eso se redujo la contienda celebrada en un país de 320 millones de habitantes en la que más de 125 millones votaron a los dos principales candidatos.
En otras palabras, Biden necesita algo más que una pandemia para ganar las elecciones.