Las elecciones de 2020 son mis primeras elecciones con derecho a voto en EEUU. Son también las primeras en las que vivo de principio a fin como residente en New Hampshire y quizá por eso las estoy siguiendo con un interés parecido al de mis primeras elecciones generales en 1993 en España, pero con la distancia que da haber crecido en un país con un sistema político diferente.
Aquí, el periodo de campaña dura prácticamente dos años. Nada más celebrarse las elecciones legislativas en noviembre de 2018, la atención de los medios de comunicación se dirigió inmediatamente a las elecciones presidenciales de 2020. Los cinco demócratas más votados en New Hampshire, por ejemplo, anunciaron formalmente su candidatura entre febrero y abril de 2019. Sin embargo, hacía meses que todos habían formado comités exploratorios, contratado personal, redactado los primeros apuntes para sus respectivos programas electorales, y empezado a hacer giras por ferias agrícolas, charlas en universidades y otros actos con los que los políticos tantean el terreno antes de lanzarse de lleno a la campaña.
En Hanover, el pueblo de unos 10.000 habitantes en el que vivo y trabajo, los primeros candidatos empezaron a llegar en primavera y desde el verano el ritmo de visitas fue aumentando. Prácticamente todos han pasado por Hanover o por los pueblos cercanos. Solo en los últimos días hicieron campaña cerca Bernie Sanders, Pete Buttigieg, Amy Klobuchar, Elizabeth Warren y Andrew Yang.
El enfoque es marcadamente personalista, en contraste con las listas de partido. Así como en los mítines en España los discursos se dan frente a un fondo con el logo del partido, en la parafernalia electoral (pegatinas, chapas, camisetas, carteles) lo que destaca aquí es el nombre y el logo del candidato.
Lo que se escucha en los discursos, casi siempre con una bandera de fondo, es un relato marcadamente autobiográfico con el que cada candidato intenta buscar la identificación del público y la justificación sobre la cual construir un programa político. Sanders habla de desigualdad económica; Warren de su infancia en una familia con pocos recursos y su improbable carrera desde empezar como maestra de escuela hasta llegar a ser profesora de Derecho en Harvard; Biden y Klobuchar de sus orígenes humildes; Buttigieg de su experiencia en el Estados Unidos rural y los multimillonarios en liza, de haber hecho su fortuna prácticamente desde cero, al contrario que Donald Trump.
Las figuras retóricas, a menudo sonrojantes por la trayectoria profesional de los candidatos, se repiten de ciclo en ciclo electoral. La candidata de unidad, el candidato del cambio frente al statu quo, el que se presenta como 'outsider' frente a las élites de Washington, la candidata campechana. Cambian los actores, pero los papeles son similares a los que desempeñaron Donald Trump, Barack Obama, George Bush o Bill Clinton de camino a la Casa Blanca.
Otra diferencia notable es la financiación. En lugar de préstamos bancarios y subvenciones, los candidatos a presidente dependen de las donaciones de particulares, de grupos de interés o de su propia fortuna para poder costearse la campaña: viajes, anuncios, personal, alquiler de oficinas, materiales promocionales.
Warren y Sanders solo aceptan donativos de particulares, entre los que me encuentro, que les permiten presentarse como un movimiento de base no sujeto a la presión de grupos de interés. Otros aceptan la intervención de Comités de Acción Política (PAC): grupos afines no afiliados formalmente con las campañas y por tanto no sujetos a las regulaciones que limitan cuánto dinero puede recibir un candidato de una misma persona o entidad.
Pero la principal diferencia es la participación voluntaria de votantes y la maquinaria de recogida de datos sobre la que se construyen las campañas. Desde el verano pasado, un ejército de voluntarios, muchos de ellos estudiantes, ha estado yendo puerta por puerta, llamando por teléfono o mandando mensajes de texto para pedir el voto por uno u otro candidato. La mayoría de estados solo permiten votar en las elecciones primarias de su partido a los votantes que están inscritos como demócratas o republicanos, aunque algunos estados permiten a votantes no afiliados votar por cualquiera de las listas en las primarias. En mi caso, el primer voluntario vino a mi casa en junio pidiendo el voto para Warren.
Hace unas semanas, movido fundamentalmente por la curiosidad, decidí aceptar la insistente invitación de la campaña de Elizabeth Warren de pedir el voto de casa en casa. Acompañado de mi hija, llegué al punto de encuentro con los deberes hechos: ya había descargado MiniVan, una aplicación con las direcciones que se le asignan a cada voluntario.
La labor consiste en recopilar datos para la campaña. Siguiendo un guion, se espera que generemos en nuestros vecinos la suficiente empatía para que compartan datos que, después, cada campaña triangula para afinar su discurso y su radio de acción: por qué candidato piensan votar, cuál es su ránking de favoritos, qué temas son más importantes, su disponibilidad para involucrarse en la campaña e información de contacto para después recibir textos y correos electrónicos pidiendo donativos. Después de varios intentos no muy fructuosos, dimos por satisfecha nuestra curiosidad y volvimos a casa. 24 horas después, las elecciones parecían tener un final anticlimático a meses de campaña.
Pero voté, y con la pegatina que te dan después de haber depositado la papeleta, me quedé a charlar con los voluntarios de las diferentes campañas que reciben a los votantes. Me quedó el sabor de boca algo agridulce de los resultados –Sanders ganó con Pete Buttigieg a poca distancia– pero hasta que la campaña presidencial arranque oficialmente en otoño, tendremos unos meses de tranquilidad en New Hampshire.