En las primeras semanas de 1976, el Departamento de Estado norteamericano daba por hecho que se iba a producir un Golpe de Estado en la Argentina en el corto plazo. Lo sabía gracias a fuentes propias (militares, funcionarios de Isabel Perón, infiltrados, gentilhombres y periodistas), aunque no hacía falta contar con demasiados infidentes para anticiparse a una irrupción militar que era anunciada y reclamada desde la tapa de los diarios.
La Embajada de Washington en Buenos Aires, a cargo del republicano y ferviente anticomunista Robert Hill, manejó un rango certero sobre la fecha en que los militares ocuparían la Casa Rosada y estuvo al tanto de que se conformaría una cúpula de Gobierno con miembros de las tres armas, de cómo se dividirían los principales cargos entre civiles y uniformados, y de las primeras medidas, de acuerdo a documentos del Departamento de Estado y la CIA, desclasificados en los últimos años y ordenados esta semana por la organización civil estadounidense National Security Archive.
Más que acelerar un proceso que avanzaba por sus propios medios, el objetivo de la delegación estadounidense fue darle cauce para que se acomodara a sus intereses. “El Gobierno militar sería conservador y tendría como sus metas más urgentes aplastar al terrorismo, la eliminación de la corrupción del Gobierno y el movimiento sindical, y la reconstrucción de la economía”, describió el secretario de Estado adjunto para el Hemisferio Occidental, William Rogers, en un memo dirigido el 13 de febrero de 1976 a su jefe, Henry Kissinger. El régimen de facto “sería anticomunista en su política exterior”, “amigable para Estados Unidos” y la “comunidad financiera internacional, incluyendo la resolución de problemas de inversión que atañen a firmas estadounidenses”. Música para los oídos de Kissinger, aunque fuera necesario embarrarse un poco.
El mismo texto de Rogers, titulado “posible Golpe en la Argentina” y desclasificado en 2019, admitió que, “en la escalada de la lucha contra las guerrillas, un Gobierno militar en la Argentina casi con seguridad perpetraría violaciones a los derechos humanos”. El Departamento de Estado podría dar una mano para sortear ese percance que acarrearía inconvenientes a la hora de defender los beneficios del mundo libre, en plena disputa con el bloque soviético.
El tema obsesionaba a los conspiradores civiles y militares que se aprestaban a derrocar a Isabel Perón: había que evitar a toda cosa quedar expuestos ante los ojos del mundo como sanguinarios ejecutores y torturadores de disidentes, estigma que había arrasado con la imagen del chileno Augusto Pinochet y sus pares uruguayos. La preocupación fue filtrada a la Embajada por el funcionario de Cancillería de Isabel Perón Diego Medus (informante “protect” de Washington), el periodista Heriberto Kahn (citó fuentes castrenses) y el propio Emilio Eduardo Massera, entre varios. En su preocupación por la imagen internacional, lobistas del Golpe hicieron gestiones para que Kissinger recibiera a enviados militares antes de que tomaran el poder, algo que, con toda lógica, fue desalentado por el Departamento de Estado. Si algo le interesaba a la Casa Blanca era no dejar huellas.
El embajador Hill tomó nota de la aflicción de los golpistas. “Nos estamos enfocando en formas de evitar que el tema de los derechos humanos se convierta en asunto irritante para las relaciones entre Estados Unidos y Argentina”, escribió el diplomático una semana después del texto de Rogers, el 16 de febrero.
Avanzado marzo, el Golpe parecía inminente. Al punto de que Hill tenía previsto un viaje a Miami para el 17 de marzo de 1976 y analizó cancelarlo, pero concluyó que sería contraproducente, porque ello sería leído como que había cambiado los planes para colaborar con los golpistas. La prevención de Hill ante una lectura que habría acertado (en efecto, estaba colaborando) quedó asentada por escrito en un cable el 16 de marzo.
El Gobierno de Estados Unidos no podría de ninguna manera involucrarse en asuntos internos argentinos
El texto urgente llevó por título “Conversación del embajador con el Almirante Massera”. El mismo día en que fue despachado se había producido un encuentro entre Hill, otro funcionario de la Embajada, el banquero Alejandro Shaw y Massera. En un momento, el jefe de la Armada logró esquivar a Shaw y le confesó a Hill que los militares se harían cargo “muy pronto” del “vacío político”, pero le advirtió que no le daría más detalles porque sería tachado de “diplomáticamente incorrecto”.
El marino barnizó sus confesiones con una pátina de corrección al simular incomodidad por la anticipación de sus actos a un Gobierno extranjero. Hill aceptó el juego y respondió que Washington “no podría de ninguna manera involucrarse en asuntos internos argentinos”.
El minué continuó con alusiones del militar argentino al oprobio que representaba Pinochet y su compromiso de que todo se haría “dentro de la ley”, “del modo más democrático posible”. El nuevo Gobierno —insistió Massera utilizando “escrupulosamente un tiempo de verbo potencial”— no quería tener ningún reproche referido a los derechos humanos y lograría sosegar a los militares más exaltados que, en la versión del almirante, no lo incluían.
Hill —exsecretario adjunto de Defensa de Richard Nixon— anotó una confesión que el jefe de la Armada deslizó como “amigo”: los militares estaban “terriblemente preocupados por las relaciones públicas en Estados Unidos” si, en efecto, tenían que intervenir en política. Massera adujo “inexperiencia” para lidiar con temas de imagen y relacionarse con organizaciones civiles en la Argentina, “y mucho menos en Estados Unidos”, y le pidió a su interlocutor sugerencias de consultoras de relaciones públicas. El embajador cazó al vuelo de qué se trataba y se comprometió a facilitarle las opciones de firmas registradas en la Embajada en el plazo más breve posible.
El 23 de marzo de1976, con Hill ya en Washington a la espera del Golpe, el segundo de la Embajada, Williams Beal, remitió un telegrama al Departamento de Estado con una descripción cruda de lo que estaba por llegar, como si la inminencia del derrocamiento de Isabel hubiera habilitado mayores dosis de sinceridad. La ilusión de una intervención quirúrgica de los militares que ordenaría las cosas en dos o tres años y llamaría a elecciones era vana, concluyó Beal. Los militares llegarían para quedarse y dispararían ajustes económicos que provocarían rechazo social, a la vez que prevalecía la idea entre los golpistas de que “había que poner a los peronistas y a los ‘terroristas’ contra un paredón sin juicio previo”, escribió el diplomático. Al parecer, Massera no podría controlar a los represores desorbitados como se había comprometido.
La máquina del terror de Estado se echó a andar por completo. Meses después, Kissinger, cabal intérprete del momento desde la óptica de los hardliners estadounidenses, instó al primer canciller de la dictadura, César Guzzetti, a que hicieran lo que tuvieran que hacer, pero rápido. Se acababa el tiempo con la probable victoria del demócrata James Carter en las elecciones presidenciales de noviembre de 1976. Un poco a contramano, Hill habilitó algunos salvoconductos para las víctimas de la dictadura y repartió una de cal y otra de arena en sus reportes a Washington. La asunción del Carter y de su representante especial para los derechos humanos, Patricia Derian, modificó el escenario para un diplomático republicano que priorizaba la aversión al comunismo por sobre todo. A mediados de 1977, Hill regresó a su país y se dedicó a matizar las denuncias de violaciones a los derechos humanos y a denunciar falta de comprensión internacional hacia la dictadura.
La empresa estadounidense de comunicación y lobby Burson Marsteller —luego absorbida por Young and Rubicam— acercó una propuesta de 34 páginas para contrarrestar las denuncias por crímenes de lesa humanidad y fue contratada antes del Mundial de 1978. El encuentro entre Massera y Hill resultó premonitorio.
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