Una ola de vandalización de estatuas en Colombia fuerza el debate sobre un relato histórico diferente
El más reciente en caer descabezado de su pedestal fue, a finales de junio, un Cristóbal Colón en mármol de Carrara en la ciudad portuaria de Barranquilla. No ha sido el único. Al menos siete monumentos más han sido derribados en medio de las manifestaciones masivas de los últimos dos meses en Colombia. En Cali cayó un bronce del conquistador cordobés Sebastián de Belalcázar; y en pleno centro de Bogotá fue abatida una escultura del fundador de la capital, el abogado granadino Gonzalo Jiménez de Quesada.
Tras la mayoría de destrozos se hallan colectivos indígenas que se han servido de la crisis social que vive el país, pero también de los vientos de cola del movimiento antirracista estadounidense Black Lives Matter, para cuestionar una historia salpicada de violencia y ninguneo estatal.
En realidad todo arrancó en septiembre del año pasado, cuando indígenas del pueblo Misak derribaron una estatua del ya mencionado Belalcázar en el morro de Tulcán, un sitio arqueológico en Popayán, al sur occidente del país. Voceros indígenas defendieron por entonces que se trataba de un “juicio simbólico” al conquistador, una reivindicación contra el despojo de tierras en un lugar sagrado para ellos desde mucho antes de la llegada de los conquistadores.
Pocos atendieron aquella señal y hoy el fenómeno ha adquirido otra dimensión. Algunas esculturas han tenido que ser retiradas por los ayuntamientos locales o el Ministerio de Cultura ante la evidente amenaza. Es el caso de una figura de Isabel la Católica de casi cuatro metros de altura que precedía una curiosa plazoleta cercana al aeropuerto internacional El Dorado de Bogotá. A unos pasos de la reina castellana se hallaba un Colón que también fue desmontado con sigilo en la madrugada del 10 de junio.
Estatuas ya olvidadas
Para el doctor en Historia del Arte Elkin Rubiano los ataques confrontan a la sociedad colombiana ante una paradoja: si por un lado se recupera la atención sobre una estatua en mal estado y olvidada, por el otro, surge la necesidad de hallar consensos en torno a un relato histórico más justo. O, al menos, más amplio.
Rubiano estima que se trata de monumentos que ya estaban “derribados de otra manera”. “Es curioso”, prosigue, “que estas obras ahora susciten grandes titulares después de tantos años en el abandono, en el olvido. En realidad eran lugares que servían como urinarios o estaban pintados y vandalizados”.
Muy pocos saben, por ejemplo, que la escultura de Isabel la Católica es obra de un modenés apellidado Sighinolfi (Italia, 1833 – Colombia, 1902) y que tiene cierto valor artístico. El italiano fue el primer maestro de escultura en el país y la obra fue comisionada para conmemorar el cuarto centenario del descubrimiento del continente en 1892. Debido a una guerra civil a comienzos del siglo XX –llamada de los 'mil días'– la obra peregrinó entre bodegas antes de ser presentada al público una década más tarde, en 1906. El artista murió sin ver su mayor trabajo inaugurado.
“Estas dos estatuas de Siginholfi”, valora la historiadora del arte Carolina Vanegas, “siguen un patrón que se repite en otros monumentos y que explica claramente por qué son obras que carecen de representatividad: o no han sido concebidas para encajar dentro de un plan urbano claro o han sido trasladadas tantas veces de su emplazamiento original, que resulta imposible que la ciudadanía se apropie de los espacios públicos y sus monumentos”.
Ahora el desinterés ciudadano se mezcla con un movimiento iconoclasta, en ocasiones con ciertos tics anarquistas o irreflexivos. El caso de los Misak amalgama un discurso de reivindicaciones políticas contemporáneas, como bien podrían ser los múltiples incumplimientos gubernamentales con las minorías étnicas, con reclamos por viejas deudas y despojos del periodo colonial.
En contra de algunos prejuicios difundidos por medios locales, la doctora en Historia Margarita Garrido cuenta que se trata de “grupos de jóvenes letrados que han reflexionado de forma profunda sobre la necesidad de reescribir unos textos urbanos impuestos por un orden patriarcal, blanco y católico”.
Una de las particularidades del caso colombiano es que no han sido jóvenes urbanitas avergonzados por un pasado esclavista quienes han espoleado la furia contra los monumentos. En Colombia han sido comunidades indígenas minoritarias que han viajado desde zonas rurales apartadas para desfogar su descontento en los cascos urbanos. En los centros de poder.
En las declaraciones de múltiples políticos del Centro Democrático, la formación el presidente Iván Duque, se repite que se trata de “actos vandálicos” y que los responsables deben ser judicializados. El Ministro de Justicia, Wilson Ruíz, señaló que tras los derribos hay “terroristas infiltrados”. Y un encargado de patrimonio del Ministerio de Cultura recordó en el diario El Heraldo de Barranquilla que todas las esculturas elaboradas antes de 1920 son patrimonio cultural y su destrucción o daño deben ser castigados.
Pero más allá de la perplejidad oficial, también han surgido voces empeñadas en comprender las causas del profundo malestar. El diagnóstico del historiador Jorge Orlando Melo, por ejemplo, alude a la falta de representación política indígena en Colombia, a diferencia de los casos peruano, ecuatoriano y boliviano, donde se han elegido presidentes de raíces inca o iru-aimara.
“Esta es una forma de decir: 'acá nadie nos pone atención”, dice el historiador. “En Bogotá no hay ni una estatua, ni una avenida, que recuerde a algún cacique o líder indígena. En cambio una de las calles principales de la capital tiene el nombre de Jiménez de Quesada, que fue el colonizador al mando de las tropas que asesinaron a Tisquesusa, el último zipa de la tradición muisca”.
Sería aconsejable, en su opinión, “presentar una historia más variada, más completa”. Pero a pesar de la desigualdad en la simbología urbana, Melo juzga que los destrozos han ido en contra de los indígenas: “La gente en Colombia, en general, se siente ofendida porque cree, erróneamente, que son mayoritariamente descendientes de los españoles blancos, mucho más que de los indios”. Dicha creencia repercute de manera clara en las calles del país, donde uno de los insultos más sonoros para descalificar a alguien es “¡no sea indio!”.
Y es que Carolina Vanegas, investigadora en temas de patrimonio, agrega que el lenguaje no es inocente. Cuenta que en sus estudios ha identificado que las “mayores destrucciones de patrimonio” han sido impulsadas por políticos y gobernantes. Cuando parques, estatuas o jardines son arrasados con poca o nula planificación, afirma, se suele apelar a etiquetas como “planes de renovación urbana, modernización del mobiliario urbano, reestructuración o reorganización”. Cuando la afectación en cambio proviene de parte de la ciudadanía, el léxico que se utiliza es el de “vandalismo, ultraje o destrucción”.
Memoria polifónica
La historia puede ser, a simple vista, un rompecabezas con piezas de colores que no encajan en su sitio. En Colombia no solo han caído al suelo estatuas de colonizadores españoles. También han sido derribados o retirados monumentos de dos figuras históricas que, en principio, se creía que reunían algún grado de consenso.
En Bogotá se retiró del monumento a Los Héroes, epicentro de las manifestaciones recientes, la estatua ecuestre del libertador Simón Bolívar (obra del francés Emmanuel Fremiet, autor de una brillante 'Juana de Arco' en la céntrica Place des Pyramids en París). Y en Pasto, al suroeste del país, un grupo de manifestantes tiró abajo una escultura del no pocas veces venerado traductor de los derechos del hombre y del ciudadano Antonio Nariño.
La mayoría de obras hoy amenazadas son producto del espíritu de finales del XIX y comienzos del XX. Por entonces se empezaba a conmemorar con trompetas y tambores el centenario del grito de independencia (1810) y otras efemérides. Historiadores, políticos y poetas se emplearon a fondo en glorificar a sus próceres.
El resultado fue una producción escultural con valores estéticos “republicanos, clásicos según el canon europeo”, explica Elkin Rubiano; en su mayoría se trató de encargos hechos a escultores franceses e italianos que contaban con hornos para fundir metales que no existían en Colombia. “En ese entonces”, prosigue Rubiano, “el ideal de las élites era una aspiración de lo europeo. Aquel fue el espíritu que marcó las celebraciones, en cortocircuito con una población mayoritariamente mestiza, con otros rasgos corporales y probablemente otros valores estéticos”.
Bolívar (1783-1830), que era un criollo blanco y adinerado, decía: “No somos indios ni europeos, sino una especie media entre legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles”. Hoy, sin embargo, se vuelve a revalorar su imagen y desde ciertos frentes se asocia al militar venezolano con un orden excluyente. Algo similar sucede con el periodista bogotano Antonio Nariño (1765-1823), que en opinión de Carolina Vanegas es visto por ciudadanos del sureño departamento de Nariño, bautizado en su honor, como una clara representación de un sistema político demasiado centralista.
En todo caso, el arqueólogo español Alfredo González Rubial aclara que el propósito con las estatuas nunca ha sido el de escribir relatos biográficos, ni con ellas se ha pretendido nunca sustentar tesis doctorales. Son, simplemente, símbolos de poder político y forjadores de mitologías nacionales de una época determinada. La historia del jurista 'Jiménez de Quesada' tirado abajo en una plaza del centro de Bogotá es un buen ejemplo.
El líder indígena Miguel Morales explicó a una agencia de noticias turca que la “imagen” del fundador de la capital es “indignante” porque “revictimiza” a su pueblo. Por eso, añadía, el derribo “significa sanar la memoria, derribar narrativas oficiales y visibilizar la lucha indígena (…)”. La obra fue un regalo de la dictadura franquista a Colombia en 1960. Su autor, el escultor extremeño Juan de Ávalos, también firmó las monumentales figuras de los evangelistas en el polémico Valle de los Caídos.
“En cuanto a las estatuas de descubridores o conquistadores”, asevera por correo el historiador español José Álvarez Junco, “el asunto es complicado. Es claro que no son modelos de conducta para el mundo actual, y en ese sentido no deberían ser homenajeados. Pero también son parte de la historia, cambiaron el curso de los hechos, su acción tuvo efectos positivos y negativos. Pero está claro que su presencia debería estar complementada con recuerdos también a quienes sufrieron por su conducta”.
Elkin Rubiano cuenta, tirando del mismo hilo, que una publicación sobre este asunto le costó tantos insultos en Twitter que tuvo que cerrar su cuenta: “Yo puse en duda la utilidad de esta suerte de juicios retroactivos”. En su opinión “las esculturas tienen distintas memorias” que no están ancladas únicamente al periodo de la conquista. Por eso, concluye, aquellas posturas de “justicia vindicativa” limitan la posibilidad de hallar relatos plurales o, como propone la experta Garrido, una “memoria polifónica”. Un anhelo que ya estaba consignado en el marco básico de la Constitución política de 1991, que cumple por estos días 30 años, cuando definía al Estado como “pluriétnico” y “plurinacional”. Hacerlo realidad será un desafío más para toda una generación de jóvenes que ya ha salido a las calles para escribir su propia versión de una narrativa algo agrietada.
11