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El príncipe heredero saudí lanza una nueva purga interna y una guerra de precios de petróleo para consolidar su poder

El príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salmán, se reúne el pasado noviembre con el príncipe heredero de Abu Dabi, Mohamed bin Zayed.

Jesús A. Núñez

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A Mohamed bin Salman (MbS) le han vuelto a entrar las prisas. Con la clara intención de garantizar su sucesión al trono que su debilitado padre, Salman bin Abdulaziz, ostenta desde 2015, el flamante príncipe heredero ha dedicado el pasado fin de semana a dar dos golpes más sobre la mesa que se explican en esa clave.

Por un lado, ha vuelto a lanzar (aunque sea su padre quien ha firmado las órdenes) una purga contra posibles rivales para acceder al trono. De un solo golpe, y como continuación a la que realizó en noviembre de 2017 –cuando encerró en el lujoso hotel Ritz-Carlton a decenas de príncipes, altos cargos y empresarios–, ha detenido a figuras tan destacadas como los príncipes Ahmed bin Abdulaziz, hermano del actual monarca y principal crítico interno a MbS; Nayed bin Ahmed bin Abdulaziz, hijo del anterior y hasta ahora jefe de las fuerzas terrestres; Mohamed bin Nayef, desplazado por el propio MbS como heredero en junio de 2017; y Nawaf bin Nayef, hermano menor del anterior. Todos ellos han sido acusados de estar perpetrando un golpe de Estado en contacto con actores extranjeros sin identificar.

El movimiento de MbS delata su creciente nerviosismo en un entorno definido por las malas noticias que se acumulan a su alrededor y que cuestionan directamente su figura. Su imagen, de hecho, ya está a estas alturas muy tocada, tanto por su impronta personal de autoritarismo, que niega de raíz sus supuestas ansias liberales, como por su nefasta gestión de la campaña militar en Yemen y por su implicación personal en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi.

En términos económicos el pasado año se cerró con un raquítico crecimiento del 0,3% (una décima menos de lo previsto y muy lejos del 2,4% del año anterior) y en estos últimos días las acciones de Aramco han caído un 9,1%, poniendo en peligro su salida a bolsa y, más aún, el futuro de la ambiciosa Visión 2030 que pretende desligar el futuro económico del reino de su alta dependencia de los hidrocarburos.

A eso se suma el temor político de que Donald Trump no sea reelegido en noviembre o, lo que es lo mismo, que pueda ocupar la Casa Blanca un candidato demócrata, sea Joe Biden o Bernie Sanders, abiertamente críticos con el régimen absolutista.

En consecuencia, MbS acelera el proceso para llegar al trono antes de que su padre fallezca. Calcula que su pronta abdicación le permitiría no solo actuar como anfitrión de la cumbre del G-20 prevista para el próximo noviembre en Riad, sino, sobre todo, librarse del peliagudo trance de someterse al Hay’at al-Bay‘ah, el Consejo de la Lealtad, conformado por 34 selectos miembros de la Casa Real al que le corresponde ratificar el nombramiento del nuevo monarca y entre los que aún se mueven rivales y opositores.

Simultáneamente, y también en clave fundamentalmente de economía interna, MbS ha decidido forzar los mercados petrolíferos con la esperanza de sacar tajada en varias direcciones. Es cierto que, en las condiciones actuales, con una producción diaria de 9,7 millones de barriles y un precio del barril que la semana pasada rondaba los 52-55 dólares, el presupuesto saudí podía salir adelante (siempre que no baje, en principio, de los 40 dólares).

Sin embargo, las perspectivas eran sombrías y aún más tras el rechazo ruso a la reducción de producción propuesta por Riad: recorte de un millón de barriles por parte de la OPEP y de otro medio millón por parte de Rusia y países asociados al acuerdo logrado en el marco de la OPEP+ en diciembre de 2018.

El objetivo de Riad era provocar un cambio de tendencia en unos precios que ya apuntaban a la baja, pero el camino elegido, en un gesto que parece más un diktat saudí como respuesta a la humillación rusa a sus pretensiones, deja ahora abierto el camino a una guerra de precios en la que cabe esperar una pronta reacción rusa. En lugar de reducir la producción, tal y como proponía al principio, Arabia Saudí ha optado por la senda contraria y ha comenzado a ofrecer descuentos a sus clientes asiáticos y planea intensificar su bombeo.

En todo caso, la respuesta saudí ha golpeado brutalmente a unos mercados ya sumidos en el pánico provocado por el impacto económico del coronavirus, generando una espiral descendente para la que no se adivina el final. La cotización del petróleo cayó el lunes casi un 25% en la que fue la peor jornada para el crudo desde la primera guerra del Golfo (1991)

Mientras tanto, Riad ofrece sustanciosos descuentos a sus clientes (lo que ha llevado los precios del barril a apenas 27 dólares), en un intento por acaparar una mayor cuota de mercado a costa de sus competidores. Al mismo tiempo que esa decisión aspira a doblegar la resistencia rusa (teniendo en cuenta que Moscú había calculado en su presupuesto para este año un precio medio del barril de petróleo de 57,7 dólares), también pretende arruinar en lo posible a los productores estadounidenses de fracking (dado que con precios tan bajos sus explotaciones resultan insostenibles) y hasta enfriar las expectativas de negocio de los productores de vehículos eléctricos y de fuentes de energía alternativa.

La apuesta es muy arriesgada porque hace ya mucho que ni Riad ni la OPEP (aun suponiendo que todos sus miembros se alineen con los saudíes) tienen el peso suficiente para imponer sus deseos en el mercado mundial. Pero MbS parece decidido a mantener el pulso mientras se prepara para gestionar la multitudinaria peregrinación del Hajj en un entorno afectado muy directamente por el coronavirus.

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