Israel y Líbano firman un alto el fuego que no resuelve (casi) nada
Si se parte de la idea de que siempre es preferible que las armas callen para dejar opción a que se pueda resolver un conflicto a través del diálogo, habría que dar la bienvenida al acuerdo entre Israel y Líbano para establecer el cese de hostilidades.
En 13 meses de violencia creciente, especialmente grave a partir del inicio de la invasión israelí el pasado 1 de octubre, más de 3.800 personas han muerto y un millón se han visto desplazadas en la parte libanesa —añadidos a la gravísima crisis estructural que atraviesa el país al menos desde hace cinco años—. Mientras, Israel contabiliza unos 140 muertos entre civiles y militares y unos 80.000 evacuados de las zonas próximas a la frontera común.
Pero más allá de esa momentánea buena noticia, tanto la historia de las relaciones entre ambos países como los detalles filtrados sobre lo pactado, obligan a atemperar los ánimos y las expectativas.
En primer lugar, cabe recordar que no existen relaciones directas entre ambos, por lo que la negociación ha tenido que desarrollarse a través de intermediarios como Estados Unidos (hablando en nombre de Tel Aviv) y Francia (haciendo lo propio con Beirut), que también tienen sus propios intereses y alineamientos en la zona. Y aunque formalmente el interlocutor libanés haya sido el Gobierno, es bien sabido que su extrema debilidad lo convierte en inoperante a todos los efectos frente a la milicia chií de Hizbulá. Tampoco se puede asumir que los intereses de ambos actores estén en plena sintonía.
Aunque el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, no ha dado detalles del acuerdo, las primeras filtraciones sugieren que la esencia de lo acordado se resume en la adopción de un cese de hostilidades de sesenta días, durante los cuales Hizbulá se retirará del sur del país hasta el río Litani (unos treinta kilómetros al norte de la Línea Azul que actualmente sirve como frontera internacionalmente reconocida entre ambos países); lo cual permitirá previsiblemente la vuelta a sus hogares de los desplazados. A cambio, al final de ese plazo las fuerzas israelíes se habrán retirado del Líbano, las fuerzas armadas libanesas volverán a desplegar sus efectivos a lo largo de la Línea Azul y se establecerá un comité encargado de verificar que ambos contendientes cumplan sus compromisos.
A primera vista parecen medidas sensatas y apropiadas para posibilitar que la tregua se extienda indefinidamente; todo ello sin olvidar que si se ha llegado hasta aquí es porque, a pesar de su abrumadora superioridad, las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) no han logrado imponerse con rotundidad a su adversario.
Sin embargo, casi nada es lo que parece. Lo concertado ahora resulta muy similar, con el añadido del desarme de los actores no estatales (es decir, Hizbulá) que el ejército libanés nunca fue capaz de imponer, a lo que contempla la Resolución 1701 del Consejo de Seguridad de la ONU que puso fin al conflicto del verano de 2006 y que, como resulta evidente, no logró asentar la paz entre ambos países.
Y si entonces tampoco la FINUL —operación de paz de las Naciones Unidas— fue capaz de evitar las violaciones y el progresivo retorno a la violencia, nada garantiza que hoy vaya a ser distinto el poder coercitivo de un comité que va a estar liderado por Washington, un actor que no se distingue precisamente por su equidistancia, sino más bien por un nítido alineamiento diplomático, económico y militar con Tel Aviv.
Más preocupante aún resulta la concesión a Israel del derecho a tomar medidas de fuerza si percibe que en la zona vuelve a materializarse una amenaza de seguridad en su contra, con garantías adicionales de apoyo por parte de EEUU. Además, Netanyahu ha asegurado que el alto el fuego servirá para aislar a Hamás en Gaza, aumentar la presión sobre la Franja y rearmarse militarmente.
Para Hizbulá —tan debilitado política y militarmente, pero no derrotado ni aniquilado—, el acuerdo es una necesidad para tomar al menos un respiro, dando por hecho que seguirá manteniendo su voluntad de oponerse a Israel con los medios a su alcance.
Por su parte, para Israel se trata de cubrir dos frentes. El primero viene determinado por su imposibilidad de alcanzar una victoria definitiva contra Hizbulá. Ha necesitado dos meses para asomarse a la ribera sur del Litani, lo que indica que la operación no ha sido un paseo militar y que si se empeña en proseguir los combates a gran escala puede encontrarse empantanado en un frente al que tendría que dedicar más medios, cuando ahora mismo su prioridad es terminar la tarea en el Territorio Ocupado Palestino, dando el paso a una anexión que termine por arruinar las últimas esperanzas de los palestinos en esa tierra.
El segundo es de índole política y tiene que ver con Washington o, mejor dicho, con Joe Biden. El presidente estadounidense busca cerrar su mandato con algún resultado positivo para su imagen en la historia y con esa idea está ejerciendo una presión sostenida sobre Benjamin Netanyahu. Un Netanyahu que entiende que a corto plazo le conviene aparentar una actitud conciliadora en el frente libanés tanto para mantener el respaldo estadounidense en lo que más le importa (hoy Gaza y Cisjordania y mañana Irán), como para garantizar que Biden no quiera despedirse permitiendo que el Consejo de Seguridad de la ONU apruebe una resolución que limite la capacidad de Israel para responder según su propio criterio a futuros acontecimientos contrarios a sus intereses en Líbano.
No terminan ahí las dudas sobre el devenir del acuerdo alcanzado. ¿Quién va a pagar la reconstrucción de todo lo que Israel ha destruido? ¿Quién se va a encargar de la vigilancia de la frontera entre Líbano y Siria, a través de la cual Irán suministra buena parte del material con el que cuenta Hizbulá? ¿Qué va a hacer FINUL? ¿Qué capacidad tiene Líbano y sus fuerzas armadas para evitar que Hizbulá vuelva a las andadas?
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