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OPINIÓN | Aldama, bomba de racimo, por Antón Losada

Diego Galeano y María Alice Balbino

Revista Anfibia —

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Malú se ajusta la mascarilla para encarar el tedioso viacrucis con la misión de comprar habichuelas negras. Tiene que bajar todo el morro [zona escarpada] de la favela en la que nació. Trata de evitar las callejuelas angostas, en las que sabe que el metro y medio de distancia es imposible. Pasa la entrada de la comunidad, donde se amontonan vendedores ambulantes. Cruza por la pasarela esa ancha avenida que separa su favela del coqueto barrio de São Conrado y se suma a la larga fila del hipermercado de la zona, el único lugar donde un paquete de habichuelas todavía se consigue a menos de ocho reales (aproximadamente 1,30 euros), el doble del precio anterior al desastre. 

Se pone los auriculares y empieza a escuchar el podcast de una clase de la facultad, perdida el día anterior por los altibajos de la conexión a Internet. La eterna espera del supermercado se ha hecho rutina y la lleva con resignación. Su atención se aleja cada tanto del audio. La invade el temor por su tío, que acaba de perder al padre en esta pandemia y ahora atraviesa días decisivos, a la espera de los resultados de su prueba. La acechan también los recuerdos del padre de su tío, cuando le sonreía al pasar por la playa en la que vendía polos helados. Poco tiempo transcurrió entre los primeros síntomas y la muerte: nadie lo pudo despedir.

Malú termina la compra justo a tiempo para subir el morro y entrar a la clase de metodología de la investigación. Es alumna de Ciencias Sociales en la mejor universidad privada de la ciudad: consiguió una beca para familias de bajos ingresos después de presentar una gran cantidad de documentos de los que nunca había siquiera oído hablar. Después vino la burocracia del pase libre de autobús, los trámites para poder almorzar en el comedor universitario y un primer año que no fue nada fácil. Nunca se sintió mayoría en el campus que transitan los hijos de la aristocracia carioca, pero encontró más estudiantes negras de las que esperaba y vecinos de la Rocinha que, como ella, desafiaban el destino familiar. Primera generación universitaria.

Los días de educación a distancia ponen más piedras en un camino ya sinuoso. Sin la biblioteca ni el centro de informática donde preparaba los trabajos, sin señal ni datos suficientes en el móvil para soportar la carga de clases por Zoom, logró que un vecino de la comunidad le prestara su pequeño ordenador portátil. Allí fue después de dejar las compras y tomar un café en su casa. Se sienta frente al ordenador prestado, abre la plataforma virtual y el profesor pregunta si lo escuchan bien. Malú responde que sí. La iglesia evangelista del otro lado de la calle ha suspendido las misas y la policía ha cesado con los operativos armados. Son días de silencio inusual en la favela.

La madre de Malú es una de las tantas empleadas de casas particulares de Rocinha que trabajan en departamentos y casas de Barra da Tijuca, región de clase media alta y nuevos ricos carioca. En uno de sus numerosos barrios cerrados tiene su casa el clan Bolsonaro y, a pocos metros, vivía el sicario de Marielle Franco.

La cuarentena no vale para el servicio doméstico, y la madre de Malú no fue la excepción, pese a que el patriarca de la familia que la emplea siguió viajando a Portugal por negocios hasta que los europeos lo prohibieron. A las habituales tareas de limpieza se le sumaron otras que transfieren el riesgo de las aglomeraciones de la familia a la empleada doméstica: buscar el correo, abrirle la puerta al repartidor, llevar a la manada de Shih Tzu a la peluquería canina y hacer compras en el supermercado. Más tiempo de trabajo, la misma remuneración de siempre. Cada vez que, exhausta, se despide hasta el día siguiente, la patrona le repite que, por favor, se cuide y cuide a los suyos, que son como parte de la familia.

El padre de Malú, hijo de migrantes del nordeste brasileño, trabaja como portero en un edificio de Leblon donde, dice, viven algunos actores de Globo. La mayor parte de los vecinos son gente en “edad de riesgo”. Pocos han resignado las caminatas diarias en la playa, pero la rutina de cenas en restaurantes del barrio se transformaron en un desfile interminable de entregas a domicilio, que el padre de Malú recibe con su mascarilla que raramente le cubre la nariz. Su hijo, el hermano mayor de Malú, perdió el empleo como lavaplatos en un hotel de Copacabana y entró en ese enjambre de ciclistas que recorren Río de Janeiro con mochila de Rappi.

Por su ubicación a las puertas de la burguesa zona sur de la ciudad, el morro de Rocinha aporta un ejército de jóvenes a la industria del delivery, que solo crece con la intensificación de la crisis. La mayoría carece de bicicletas propias y al poco ingreso de las entregas le resta el valor del alquiler de las bicicletas que, por veinte reales (3 euros) al mes, le ofrece el sistema patrocinado por el banco Itaú. La misma entidad bancaria que, desde el golpe de 2016, mientras las favelas enfrentan rebrotes salvajes de desempleo, hambre y violencia policial, batió todos los récords de ganancia. El mayor banco privado del país, en 2018, batió el umbral del lucro líquido más alto de la historia financiera de Brasil (25.000 millones de reales, más de 4.000 millones de euros) y en 2019 superó su propia marca (26.500 millones de reales).

El puesto de bicicletas de Itaú más cercano queda frente al supermercado y la estación de transporte subterráneo de São Conrado que, después de una lucha por el nombre, los vecinos de la favela lograron que también se llamara Rocinha. En ese punto converge al amanecer la masa de trabajadores y trabajadoras del servicio doméstico, la enfermería, la limpieza urbana y el transporte público que baja del morro y se desparrama por la ciudad. Allí se dirigen temprano los jóvenes trabajadores de Rappi, porque las bicicletas disponibles se agotan enseguida. Cada jornada de trabajo, una doble carrera contra el tiempo: los cinco reales (0,8 euros) de cada entrega se pierden si tardan en llegar a destino y cada bicicleta de alquiler tiene un turno de dos horas que, si se sobrepasan, también genera multa. Y a rezar que no le roben la bicicleta porque quedan endeudados con Itaú.

En la Rocinha y en otras favelas de Río de Janeiro hay muchas familias como la de Malú. Trabajan en la línea de frente de esta cuarentena vertical a la brasileña, que no consiste en aislar a los más vulnerables al virus, sino en exponer a las personas cuyos derechos fueron vulnerados por generaciones. Empleadas del servicio doméstico, enfermeras, porteros, conductores de Uber y repartidores de delivery se reúnen al atardecer en una misma residencia, donde lo que impera es el miedo a perder el trabajo y a enfermarse. Los casos de infecciones y los muertos proliferan. Sin estadísticas oficiales fiables, es difícil saber cuántos hay en esta comunidad gigantesca de cerca de 100.000 habitantes. La municipalidad contó más de 15.000 infectados, pero nadie confía en el intendente de Río de Janeiro, Marcelo Crivella, un pastor evangelista que dice que Bolsonaro está “guiado por Dios” en esta pandemia y que, antes de la crisis sanitaria, lo único que hizo por la favela fue mandar a pintar las fachadas de las casas que dan a la avenida para mejorar su aspecto externo.

Al mismo tiempo en que Bolsonaro y Crivella incitan a abrir bares y comercios, los vecinos de la favela se organizan por sus propios medios. Una densa red comunitaria se encarga de la distribución de donaciones de alimentos, mascarillas y productos de limpieza, mientras grupos de médicos y enfermeros hacen visitas casa por casa. Hasta las facciones que controlan el narcotráfico colaboraron más que los poderes públicos al establecer una suerte de “toque de queda”, difundido por redes sociales, que prohibía los bailes funks y restringía el funcionamiento nocturno de los bares. Pero nada detuvo el avance del virus ni el aumento de casos.

Malú recibió dos malas noticias, una detrás de la otra. La prueba del tío dio positivo, también fue internado y a los días murió: tenía poco más de 40 años. Horas más tarde supo que toda la familia del vecino que le prestaba el ordenador portátil estaba con síntomas y tuvo que terminar el semestre haciendo trabajos desde su teléfono móvil. En esos días empezaron las caceroladas masivas en la favela contra Bolsonaro y Crivella. Se sintieron hasta en el barrio de São Conrado. Malú sueña con que termine esta pesadilla política y sanitaria para retomar algo de la vida que había conquistado. Ir la universidad, besarse en un baile funk, pasar un domingo en la playa y ver el atardecer sobre el mar, tomando una cerveza en el bar más alto de todo el morro.

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Este reportaje fue publicado en Revista Anfibia. Puedes leer el texto original aquí