Ascenso y caída del Estado Islámico: su sueño de un califato se ha acabado, ¿y ahora qué?
Para ser un grupo con semejantes ambiciones, la última batalla del Estado Islámico se llevó a cabo en un escenario de impactante trivialidad: un hospital y un estadio deportivo en Raqqa, el pueblo sirio que fue la capital de su califato auto-proclamado. Tras semanas de batallas y bombardeos en las calles, estos últimos baluartes cayeron ante fuerzas kurdas la semana pasada. Más de tres años después de que el Estado Islámico adquiriera fama mundial por su impresionante campaña de conquista, el final llegó no con una explosión, sino con un quejido.
“Los que alguna vez quisieron ser feroces, ahora son patéticos, una causa perdida”, tuiteó Brett McGurk, representante especial del presidente de Estados Unidos ante las fuerzas de coalición. Este tipo de declaraciones triunfalistas resultan familiares desde los ataques del 11S. Las he escuchado en Afganistán en 2002, aunque las tropas de Estados Unidos siguen luchando contra los talibanes. Y también en Irak en 2003, y luego año tras año hasta que Estados Unidos se retiró en 2011.
También se ha vuelto familiar el escepticismo con que cualquier declaración de “victoria” es recibida por expertos y analistas. La semana pasada, muchos observadores aconsejaban ser prudentes: puede que Raqqa haya caído, pero el Estado Islámico está lejos de haberse extinguido.
De todas formas, cuando pensamos en el Estado Islámico en la cima de su poderío, es impresionante lo estrepitosa que ha sido la caída. A mediados de 2014, el grupo controlaba una población de siete u ocho millones de personas, campos petrolíferos y refinerías, enormes depósitos de granos, lucrativas rutas para contrabando y enormes reservas de armas y municiones, además de parques enteros de poderosa maquinaria militar moderna. Su capital económica era Mosul, la segunda ciudad más grande de Irak. El EI fue la fuerza yihadista más poderosa, más rica y mejor equipada que se haya visto jamás.
Su ascenso conmocionó a todo el mundo islámico. Lo que Al-Qaeda, fundada por Osama bin Laden en Pakistán en 1988, había dicho que haría en un futuro de décadas o siglos, esta facción disidente lo había logrado en meses. Su campaña relámpago y la refundación de un califato islámico fue anunciada desde el púlpito de una mezquita de 950 años de antigüedad en Mosul. El discurso de su líder, Ibrahim Awwad –un exestudiante de derecho islámico de 46 años conocido como Abu Bakr al-Baghdadi– fácilmente eclipsó los ataques del 11S como el logro más espectacular logrado por un grupo extremista islámico.
En 2014 y 2015, entrevisté a hombres jóvenes, y algunas mujeres, que habían respondido al llamado del ISIS. Venían de Bélgica y las Maldivas, ambos a miles de kilómetros de Oriente Medio. Algunos regresaron a sus hogares a hacer proselitismo o viajaron por Europa para llevar a cabo algunos de los peores ataques terroristas de la historia. El EI también inspiró a otros que no viajaron a realizar sus propios atentados. Desde Bangladesh a Florida, cientos de personas murieron en una nueva ola de atentados terroristas. Se establecieron más o menos una docena de “provincias” del EI, desde África Occidental hasta el este asiático.
Un proyecto reducido a escombros
Sin embargo, este proyecto ambicioso y gigante ha quedado reducido a escombros. Desde 2014 han muerto unos 60.000 combatientes del EI, según militares estadounidenses de alto rango. Los líderes se han visto reducidos a unos pocos, aunque al-Baghdadi sigue vivo. Ya no existe la administración del califato ni los campos de entrenamiento. El flujo de propaganda, esencial para promover atentados como los del Reino Unido de este año, ha desaparecido. Un análisis reciente remarcó que, después de la caída de Mosul en julio de 2017, la distribución de material sobre temas administrativos, que durante mucho tiempo constituyó la mayor parte de la producción propagandística, cayó en dos tercios. A mediados de septiembre, había desaparecido completamente.
Si bien derrotar al EI no fue tarea fácil, tres debilidades inherentes del proyecto facilitaban la tarea en el largo plazo. Primero, el EI necesitaba conquistas constantes para triunfar: cada victoria era una señal de que el grupo estaba cumpliendo con la voluntad de Dios. Para expandirse también hacían falta nuevos reclutas, para reemplazar a los muertos en combate, más armas y municiones, más tesoros arqueológicos que vender, más propiedades que saquear, mayor distribución de comida, nuevas comunidades y más recursos que explotar, como pozos de petróleo y refinerías.
Pero una vez que estuvieran ocupadas las tierras controladas por los suníes, no había mucho sitio más dónde expandirse. Si bien fue fácil derribar la frontera de un país destruido como Siria, las fronteras de países más fuertes como Turquía, Israel y Jordania eran difíciles de vencer. No había forma de que el EI, una fuerza árabe musulmana suní, pudiera penetrar el centro y sur de Irak, bajo control chií.
Segundo, la violencia y brutalidad con que el EI trataba a las comunidades bajo su control debilitaban sus apoyos. Una razón para la rápida expansión del EI fue que los líderes tribales suníes y otros poderosos en Irak y Siria veían las ventajas de aceptar la autoridad del grupo. Su dominio trajo relativa seguridad, un brutal ejercicio de la justicia, y protección contra la supuesta opresión de los chiíes y del régimen. Y rendirse ante el EI también les aseguraba, o al menos hacía más probable, su propia supervivencia.
En 2015, con un EI debilitado, incapaz de ofrecer más que violencia, comenzaron las deserciones y rápidamente se generó un efecto “bola de nieve”. Un anhelo colectivo de recuperar la superioridad militar, política y tecnológica sobre Occidente que tuvieron los líderes islámicos hace un milenio, o la convicción de que el fin del mundo estaba cerca, ya no fueron suficientes para convencer a las comunidades de luchar y morir por la causa del ISIS. Al final, el hospital y el estadio de Raqqa fueron defendidos por combatientes del EI extranjeros. Los combatientes sirios que quedaban se rindieron días antes.
Tercero, el Estado Islámico se metía con Occidente. Ésta era una decisión consciente, arraigada al movimiento y que no se tomó como táctica defensiva, como sugirieron algunas personas. El EI envió sus primeros terroristas a Europa a principios de 2014, antes de que comenzaran los ataques aéreos de la coalición liderada por Estados Unidos. La combinación de potencia de fuego occidental y financiamiento a grupos locales ha demostrado ser muy potente en países como Pakistán, Nigeria, Somalia, Libia y Mali, entre otros. Es difícil vencer a los yihadistas rotundamente, pero las organizaciones militantes atacadas por Occidente suelen al menos verse obligadas a ceder territorio ganado, especialmente los centros urbanos.
Está claro que cualquier triunfo sobre el EI es parcial. La reciente ofensiva militar no estuvo acompañada por esfuerzos políticos paralelos. Todavía existe mucho resentimiento y miedo entre los iraquíes suníes, y la guerra civil siria continúa. El EI ahora regresará al tipo de insurgencia feroz y efectiva que llevaba a cabo antes de las espectaculares campañas de 2014. El proyecto de construir un Estado Islámico ha sido derrotado, pero no la organización.
Aún así, se puede ser optimista. Los tres factores que debilitaron al proyecto del EI afectan también a todos los otros grupos militantes, y siempre lo harán. Ni líderes yihadistas veteranos como Ayman al-Zawahiri, al mando de Al-Qaeda, ni los cabecillas jóvenes han encontrado solución a estos problemas. Al-Zawahiri ahora aconseja un abordaje “suave” para captar mentes y corazones a nivel local, lo cual parece estarle funcionando en Siria, y también aconseja una retirada táctica de territorio como el que había tomado en Yemen una rama del grupo, en lugar de perder en sangrientas batallas finales.
Pero si Al-Qaeda o cualquier otro grupo lograra tomar una franja de Oriente Medio e intentara gobernarla como lo hizo el Estado Islámico, acabaría igual: en un fracaso sangriento y costoso. Si no toman territorio, deben apoyarse en actos terroristas espectaculares para movilizar y radicalizar a los musulmanes del mundo, una estrategia que ha dado algunos resultados pero es de dudosa eficacia.
El EI todavía puede dañar mucho a Irak, Siria y toda la región. ¿Pero puede aún hacerle daño a Occidente?
El grupo supone una amenaza para la gente que vive en el Reino Unido, en Estados Unidos, Europa y otras regiones, a través de sus grupos afiliados, los combatientes que envía a realizar atentados y aquellos a los que sirve de inspiración. La amenaza que suponen cambiará radicalmente ahora que ya no existe el califato.
El efecto sobre las “provincias” que se han establecido en estos últimos tres años será diferente en cada caso. Algunos grupos afiliados recientemente son más influenciados por lo que sucede en su entorno cercano que lo que pasa a miles de kilómetros de distancia. Su compromiso activo con la “yihad mundial”, y por ende su voluntad de atacar objetivos occidentales, se debilitará aún más. Esto es esperanzador.
Filipinas no será su nuevo bastión
Tampoco existe la posibilidad de que una “provincia” del EI se convierta en la nueva base del califato. Irak y Siria tiene una importancia histórica y religiosa que no puede replicarse en cualquier otro sitio. La sugerencia de que Filipinas pudiera convertirse en centro de un califato es irrisoria. Entonces quedan los combatientes extranjeros. La historia –especialmente el éxodo de extremistas de Afganistán a principios de los años 90s y luego otra vez en 2002– nos ha enseñado que los combatientes migrantes del mundo islámico tienen gran impacto. Pero hasta ahora, la tan temida ola de violencia perpetrada por veteranos del EI que regresan de Oriente Medio no ha sucedido.
Reino Unido ha sufrido varios atentados en muy poco tiempo, pero estos no fueron llevados a cabo por hombres que hubieran estado en Siria o en Irak. Andrew Parker, director general del MI5, advirtió la semana pasada de un “ascenso dramático” del terrorismo islámico, en parte por el posible regreso de 850 británicos que fueron a combatir a territorio del EI y no fueron asesinados. Pero admitió que no se ha materializado aún una entrada masiva de combatientes.
Esto deja la posibilidad de que el EI pueda inspirar a combatientes en los próximos meses o años a cometer atrocidades, igual que lo ha hecho recientemente.
Hace un año o más que las fuerzas de seguridad del Reino Unido debaten esta cuestión. Algunos creen que el EI podría existir como un “califato virtual”, sostenido por propaganda en Internet, y que podría seguir reclutando jóvenes occidentales, igual que hasta ahora. Pero esto es no comprender el atractivo que el grupo puede tener en Londres, Birmingham, París, Amberes o Berlín.
Muchos reclutas del Reino Unido, Bélgica o Francia era jóvenes de familias inmigrantes con antecedentes de delitos menores, o a veces graves, y con poco conocimiento de la fe que decían profesar. El Estado Islámico les ofrecía todo lo que les ofrecen las pandillas callejeras –aventura, estatus, oportunidades económicas y sexuales– pero con el agregado de redención de los pecados pasados y la resolución de una compleja crisis de identidad. Un ISIS débil, sin territorio, ya no puede presentarse como “el grupo más grande y feroz del mundo”, como me describió la organización un exrecluta belga hace dos años. Así que ha perdido gran parte de su atractivo.
En los últimos 50 años ha habido cuatro grandes olas de militancia islámica. Las dos primeras –a fines de los años 70 y principios de los 80, y luego a principios de los 90– se limitaron mayormente al mundo musulmán. La tercera y la cuarta –desde mediados de los 90 hasta el 2010, y desde ese año hasta ahora– han combinado mucha violencia en los países de mayoría musulmana con una serie de ataques espectaculares en Occidente.
Las cuatro han tenido una trayectoria similar: un período de crecimiento lento e inadvertido, un evento espectacular que pone a la nueva amenaza en el ojo público, una fase de lucha feroz y luego la retirada.
La razón por la que a menudo pasa inadvertida la primera fase de crecimiento es que estamos concentrados en la última fase de la amenaza que está en decadencia. Deberíamos tener esto en cuenta mientras contemplamos las humeantes ruinas del hospital y el estadio de Raqqa. Pero una victoria es una victoria, y estos días tenemos algunas razones para celebrar. Así que celebremos la derrota del Estado Islámico y su supuesto califato lleno de odio, pero estemos alerta para lo que sigue.
Jason Burke es autor de La Nueva Amenaza: Pasado, presente y Futuro de la Militancia Islámica (New Press).
Traducido por Lucía Balducci