El ataque de Israel contra el líder de Hizbulá supone una alarmante escalada del conflicto
El asesinato por parte de Israel del líder de Hizbulá, Sayed Hasán Nasrala, mediante un ataque contra una sede subterránea en los suburbios del sur de Beirut supone la escalada más alarmante en casi un año de guerra entre la organización militante chií e Israel.
Inmediatamente después del agresivo discurso del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, en la Asamblea General de la ONU, en el que amenazó directamente a Irán y prometió seguir “degradando” a Hizbulá, empezaron a surgir las primeras noticias de un ataque total.
En menos de una hora, periodistas israelíes con conexiones con el sistema de defensa y seguridad del país sugerían que Nasrala era el objetivo y que había estado en la zona del cuartel general en el momento del ataque.
Una serie de declaraciones de Israel confirmaron rápidamente que el ataque se consideraba muy importante, incluida una imagen en la que se veía a Netanyahu ordenando el ataque por teléfono desde su habitación de hotel en Nueva York.
Lo que está más claro que nunca, tras una serie de escaladas israelíes contra Hizbulá este mes –incluidos los asesinatos selectivos y la explosión de miles de buscas y walkie-talkies modificados suministrados al grupo–, es que las reglas básicas, entendidas desde hace mucho tiempo, que rigen el equilibrio de la disuasión entre ambas partes han saltado por los aires.
Durante gran parte de los primeros meses del conflicto con Hizbulá, que comenzó el 8 de octubre –un día después del ataque de Hamás desde Gaza– se entendió que Israel no asesinaría a los miembros más destacados del grupo militante. Pero en los últimos meses esas líneas rojas se han ido borrando cada vez más.
A medida que el alcance geográfico de los ataques de ambos bandos se ha ido adentrando en Líbano e Israel, las operaciones israelíes se han dirigido contra un número cada vez mayor de altos mandos de Hizbulá, más allá de los que participan directamente en el lanzamiento de ataques sobre el terreno en el sur de Líbano.
De hecho, desde principios de año, diplomáticos y analistas conocedores de la región han sugerido que uno de los objetivos del discreto ir y venir entre Israel y Hizbulá a través del enviado especial estadounidense Amos Hochstein y de intermediarios del grupo se ha centrado en preservar el entendimiento de que las figuras de mayor rango del grupo militante no serían objetivo de los ataques.
Sin embargo, por parte israelí, en los últimos 15 días se han ido acumulando pruebas de que se estaba preparando una escalada significativa.
Las agencias de seguridad del país afirmaron que Hizbulá había conspirado sin éxito contra altos cargos israelíes, y también se sugirió que la escalada israelí pretendía contrarrestar los planes del propio grupo militante de lanzar una gran ofensiva.
Todo ello, ahora parece claro, era el preámbulo de un esfuerzo múltiple y largamente preparado para decapitar a Hizbulá.
Aunque se tardará varios días en comprender todas las consecuencias del ataque del viernes, Netanyahu y sus jefes militares han hecho una apuesta enorme, no sólo en lo que respecta a la situación en el norte de Israel, donde decenas de miles de personas se han visto desplazadas por los combates, sino en toda la región y en las relaciones del país con sus socios internacionales.
En medio de los esfuerzos internacionales liderados por Estados Unidos y Francia para negociar un alto el fuego de tres semanas con Hizbulá, la medida supone una bofetada en la cara de la administración Biden, que creía que Netanyahu le había garantizado su apoyo a la tregua temporal.
En lugar de ello, parece que Netanyahu y su cúpula militar estuvieron todo el tiempo preparando en secreto el terreno para un ataque programado para subrayar violentamente las florituras retóricas de las advertencias del primer ministro israelí a Hizbulá e Irán durante su poco concurrido discurso del viernes en la ONU.
Y lo que es más significativo, los ataques representan un desafío directo a Teherán, para quien Nasrala representaba su aliado regional estratégico más importante, cuyas decenas de miles de misiles suministrados por Irán y dirigidos a Israel se han considerado durante mucho tiempo un elemento estratégico clave para impedir un ataque israelí contra el propio Irán.
Ahora todo está perdido. A pesar de las afirmaciones anónimas israelíes –desmentidas posteriormente por las IDF– de que habían destruido hasta el 50% del arsenal de misiles de Hizbulá, que superaba con creces los 100.000, eso sigue siendo muy improbable. Y aunque el mando y control de Hizbulá ha quedado gravemente dañado, es probable que conserve una capacidad significativa.
Otros aliados iraníes, como Irak, Siria y Yemen, tienen sus propios misiles y drones que, aunque no son tan importantes como los de Hizbulá, podrían entrar en juego, y no necesariamente sólo contra Israel, sino también contra objetivos estadounidenses.
Luego está la cuestión más importante: si Irán puede aceptar un ataque contra Nasrala, o si también podría verse arrastrado a un conflicto cada vez más amplio, y si el ataque contra el líder de Hizbulá supone que Israel busca establecer las condiciones para un ataque contra Irán.
La embajada iraní en Beirut condenó el ataque aéreo israelí, afirmando que “representa una grave escalada que cambia las reglas del juego” y que Israel será “castigado adecuadamente”.
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