OPINIÓN

Los científicos que detectaron la nueva variante tienen mucho mérito y hay que asegurarse de que no se arrepientan

29 de noviembre de 2021 22:01 h

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Una de las experiencias positivas de estos dos años de pesadumbre pandémica ha sido la rapidez del avance científico en la comprensión y tratamiento de la COVID-19. Hizo falta menos de un año para lanzar muchas vacunas eficaces y, gracias a los rápidos ensayos a gran escala, se encontró la dexametasona, un medicamento barato y efectivo que salvó miles de vidas.

También se ha alcanzado un nivel sin precedentes en la labor de “vigilancia genómica” desarrollada por la comunidad científica global secuenciando el genoma del virus para seguir su evolución y propagación: en la base de datos pública hay ahora mismo más de 5,5 millones de genomas.

La detección en los últimos días de la variante de COVID-19 llamada ómicron es la demostración de la gran importancia que tiene esta vigilancia genómica, posible gracias al compromiso de todos los países de compartir los datos en tiempo casi real y de forma rápida y abierta.

Esta vigilancia ha requerido un alto nivel de cooperación entre los científicos, siguiendo protocolos de laboratorio estandarizados y usando programas y bases de datos compatibles. Muchos de estos científicos no reciben una compensación por estas tareas y lo hacen sumándole horas a su trabajo actual. Les motiva saber que el hecho de compartir datos relevantes para la salud pública, especialmente durante una pandemia, puede acelerar la comprensión científica, ayudar a la toma de decisiones y contribuir al desarrollo de la próxima generación de medicamentos.

Por qué intercambiar datos

El compromiso con el intercambio veloz de datos tiene sus raíces en la genómica. Durante la cumbre celebrada en 1996 por los responsables del Proyecto Genoma Humano en las Bermudas se establecieron los principios para que las nuevas secuencias de ADN llegaran a las bases de datos públicas en un plazo no superior a 24 horas.

El enfoque se apartaba de la norma vigente hasta entonces, según la cual los datos experimentales solo se daban a conocer cuando se publicaba un estudio. Es decir, meses o años después de ser recabados. John Sulston, fundador y director del Instituto Wellcome Sanger, dijo entonces en referencia a los datos del genoma: “Todo esto debería ser de dominio público, creo que el enfoque que debemos tomar para el uso de esta información es el del bienestar público y social”.

Esa actitud es la que prevalece ahora en el mundo, como demuestra el rápido intercambio de más de un millón de secuencias del SARS-CoV-2 desde marzo de 2020 por parte del Instituto Sanger.

Descubriendo ómicron

El 23 de noviembre, los científicos de Botsuana subieron a esta base de datos 99 secuencias del genoma del SARS-CoV-2. Como la mayoría de los envíos del día, casi todas pertenecían a la variante delta, que es la predominante. Salvo tres de ellas, que parecían diferentes a todo lo que se había visto hasta entonces. Ese mismo día, un equipo de científicos de Sudáfrica subió siete genomas casi idénticos.

Los dos equipos observaron que la nueva variante contenía un número asombroso de mutaciones en la parte del genoma que codifica la proteína del pico (la que usa para infectar a células humanas). Era especialmente preocupante porque casi la mitad de esas mutaciones se habían observado ya en variantes anteriores (la alpha, la beta, la gamma, la delta) o habían sido identificadas en los experimentos de laboratorio como evoluciones que aumentaban la capacidad del virus para adherirse a la célula humana. Los científicos trasladaron sus preocupaciones a las autoridades sanitarias y comenzaron a investigar de forma inmediata cuánto se había extendido la nueva variante.

Mientras ellos trabajaban sin descanso, otros científicos a miles de kilómetros de distancia pudieron estudiarlas también gracias a que, desde Botsuana y Sudáfrica, se habían compartido las secuencias con todo el mundo antes incluso de saber lo que eran y como parte de la rutina investigadora.

A pocas horas de compartir las secuencias, se publicó un post en el foro de la Asignación Filogenética de Linajes de Brotes Globales Nombrados, un rincón de Internet donde los expertos en el genoma de la COVID-19 discuten nuevas secuencias y usan una nomenclatura conocida como PANGO (por las siglas en inglés de la Asociación Filogenética) para nombrarlas facilitando la referencia a partes específicas del árbol genealógico del SARS-CoV-2.

Las mutaciones de la nueva variante también alarmaron a los científicos del resto del mundo. Rápidamente se la denominó B.1.1.529 y se le dio prioridad a su estudio. Una vez presentadas las pruebas adicionales reunidas por los equipos locales en Sudáfrica, la Organización Mundial de la Salud (OMS) la convirtió en la quinta variante preocupante, ómicron. Solo habían pasado 72 horas desde la primera detección.

Apoyar, no aislar

Los científicos que dieron la voz de alarma por su compromiso con el imperativo moral de compartir rápidamente los datos sabían que, en medio de una pandemia, su aviso tendría consecuencias. Uno de los líderes del equipo genómico sudafricano que anunció la variante, Tulio de Oliveira, tuiteó el siguiente mensaje: “¡El mundo debe apoyar a Sudáfrica y a África y no discriminarla ni aislarla! Protegiéndola y apoyándola, protegeremos al mundo”.

Al día siguiente decenas de países anunciaban nuevas restricciones de viaje a los países del sur de África, entre ellos España. Algunas restricciones pueden haber sido inevitables para ganar tiempo con el que entender esta nueva amenaza. Pero las prohibiciones de viaje tienen graves consecuencias para las personas y las economías de los países afectados.

En ocasiones anteriores, estas restricciones han servido para retrasar pero no para impedir la propagación de nuevas variantes. En esta ocasión es posible que sean más eficaces, precisamente por la magnífica labor desarrollada al compartir la información con celeridad. Cuando apareció delta en India, la vigilancia genómica era menos exhaustiva y la gravedad de esta nueva variante no se puso de manifiesto hasta que habían pasado semanas desde que circulaba por todos lados y se había exportado al resto del mundo.

Tenemos que encontrar la forma de recompensar la crucial alerta temprana por el ómicron que dio Sudáfrica, mientras los científicos de todo el mundo se afanan por comprender la variante y los gobiernos elaboran sus planes de respuesta.

Menos del 25% de los sudafricanos han recibido la pauta completa de la vacuna. Esto puede deberse a razones complejas que tienen tanto que ver con la oferta como con la demanda, pero al resto del mundo no nos corresponde ponernos a dilucidar cuál es la verdadera causa. Los países con abundancia de recursos y de dosis de vacunas deberían ofrecer lo que pidan los países en primera línea de batalla contra la variante ómicron.

La pandemia ha puesto de relieve que somos una única comunidad mundial y nuestra respuesta política debe reflejar esa realidad. Sería un desastre que la respuesta global a esta ciencia heroicamente abierta fuera recompensar la valentía con aislamiento.

Jeffrey Barrett dirige la Iniciativa Genómica de la COVID-19 en el Instituto Wellcome Sanger.

Traducción de Francisco de Zárate.