De comer por necesidad a comer por placer: la extraña relación con la comida cuando uno viene de la pobreza
Lee Oui-ryuk estaba a punto de morir de inanición cuando robó un ladrillo de tofu en un mercado de Corea del Norte. Fue durante una hambruna nacional y Lee estaba demasiado débil para huir tras el robo, así que continuó comiendo mientras el vendedor lloraba y le golpeaba con una barra de metal, manchando el tofu blanco con el rojo de la sangre de Lee.
Tenía nueve años y sabía que el robo terminaría de una forma violenta, pero se decía a sí mismo una y otra vez: “Sigue comiendo, aunque te golpeen”. Hasta que se desmayó. Cuando despertó le dio a su hermana un bocado que le quedaba en la mano.
“Aún hoy sigo sin tener palabras para describir el hambre”, cuenta Lee. “Mi cabeza era demasiado grande para mi cuerpo porque estaba muy desnutrido y mi cuello no podía soportar el peso, así que mi cabeza estaba siempre inclinada”, recuerda.
Han pasado más de dos décadas y Lee ya no se muere de hambre. A sus 31 años vive en Seúl, la capital de Corea del Sur, donde solo tiene que pulsar un par de enlaces de su smarpthone para recibir en casa prácticamente cualquier plato. Pero la experiencia en el Norte cambió para siempre su relación con la comida. A menudo le apetece volver a los platos inventados en Corea del Norte, una nación que sufre hambruna crónica.
“En Corea del Norte, todo lo que comía estaba relacionado con mi vida, hasta las cosas más mínimas parecían muy grandes”, dice. “Pero aquí solo como porque comer es parte de la vida”.
En Corea del Sur viven unos 30.000 refugiados norcoreanos. Muchos de ellos se sorprenden al entrar por primera vez en supermercados donde se venden artículos que jamás vieron en su país. El trauma de haberse criado con hambre les hace muy difícil afrontar el exceso de opciones.
Corea del Norte lleva más de dos décadas sufriendo dificultades para alimentar a la población. En la década de los noventa, una hambruna provocó hasta un millón de muertes, alrededor del 5% de la población del momento. La ineficacia del sistema estatal de reparto hace que hoy siga habiendo en el país más de 10 millones de personas desnutridas, según el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas. De acuerdo con los datos de la ONU, “muchas personas sufren desnutrición crónica por la falta de proteínas, grasas, vitaminas y minerales esenciales”.
Las élites y los altos cargos tienen acceso a productos importados como la pizza y el café, pero la mayoría del pueblo no puede permitirse el lujo de adquirir alimentos tan básicos como el arroz. En su lugar, suelen comer maíz.
“Nunca puedo tirar arroz”
La prosperidad que prometió a su pueblo Kim Il-sung, padre y fundador de Corea del Norte, tenía la forma de comidas diarias de “arroz y estofado de carne”. “El deseo largamente acariciado de nuestro pueblo”, decía el líder. Una frase que sucesivas generaciones de su familia han repetido como la promesa de un futuro mejor aún por llegar.
Cuando la comida escaseó durante la hambruna, especialmente la carne, los norcoreanos inventaron una serie de platos nuevos con nombres que recordaban a tiempos mejores. Sushi de tofu; albóndigas de arroz; y carne hecha por el hombre con arroz: se prensan los restos de la elaboración del aceite de soja hasta darle consistencia de pasta, se rellena con arroz y se añade salsa picante. El objetivo del plato es imitar la textura de la carne. Se ha vuelto tan popular que algunos restaurantes del Sur incluso importan ingredientes norcoreanos de contrabando, exponiéndose a fuertes multas y penas de cárcel.
Kwon Taejin es un experto agrícola del Instituto GS&J, un centro de estudios del gobierno surcoreano, que ha adoptado a seis niños de Corea del Norte. Todos ellos, dice, pasaron por tres etapas en sus hábitos alimenticios tras llegar al Sur. “Al principio, cuando llegan, son tantas las diferentes opciones, que ni saben qué comer”, cuenta. “Pero siempre tienen antojo de arroz, así que los dos o tres primeros meses se alimentan principalmente de arroz, aunque haya muchas otras opciones disponibles. Después de esa fase, empiezan a echar de menos la comida que tenían en casa”.
Kim, una camarera que pide no dar más datos que su apellido, comía arroz solo unas pocas veces al año cuando vivía en Corea del Norte. Subsistía a base de maíz, principalmente. Cuando en 2017 llegó por primera vez al Sur, se quedó “completamente abrumada” con los supermercados. Durante meses comió sin parar los fideos instantáneos y picantes de la marca Jin. Hasta que se cansó de su sabor. “Por mucho que trabajase en Corea del Norte, nunca pude permitirme el arroz”, recuerda. “Así que ahora nunca puedo tirar arroz, aunque pida demasiado”.
Traducido por Francisco de Zárate